lunes, noviembre 03, 2025

El Encuentro


Se conocieron en la iglesia un domingo. Varias personas conocidas se congregaron en el pórtico, al final de la misa y entre ellas estaban Juan y María. Fue una casualidad, como corresponde a una situación de este tipo. Juan en realidad no vivía en aquella localidad y María hacía tiempo que no iba a misa. Pero aquél domingo sucedió, que ambos fueran a la iglesia de la Misericordia y acabaran encontrándose.

A María le gustaba ir a tomar un vermú después de ir a la iglesia, igual que a sus amigos. Invitaron a Juan y a él le pareció bien. En la plaza del pueblo había mucho gentío. Era Noviembre y todavía no hacía demasiado frío. El cielo estaba limpio y no había viento. Los niños corrían de un lado a otro chillando alegres, como gorriones. Como correspondía a un maravilloso fin de semana azul, todo el mundo iba muy arreglado, luciendo joyas y vistiendo sus mejores galas. Las risas, las voces graves y agudas se entremezclaban en un clamor glorioso de gozo del presente. 

Juan se sentía algo incómodo, porque no sabía como comportarse entre personas desconocidas. Solo tenía como referencia a Marcos, su amigo de toda la vida. Pero se dejó llevar por el buen ambiente. Su instinto le dijo que tenía que olvidarse de su timidez. Decidió fijarse en las vivas expresiones de asueto y espontaneidad del grupo, disfrutó de la belleza de las figuras femeninas y de las bromas de los hombres. Hasta permitió que le fumaran cerca. No se inmutó por nada. Parecía complacido por todo. El pueblo le pareció un lugar fresco e inocente. Lleno de personas con ganas de vivir. Olvidó su viva frenética de la gran ciudad y se sumergió en el placer del momento.  

El ágora estaba sembrado de sombrillas, aunque la cuadrada plaza tuviese soportales de piedra que aportaban protección, no parecía suficiente para la abarrotada muchedumbre de sedientos feligreses que ahora comulgaban en otro lugar más profano. María y Juan se sentaron el uno frente al otro. 

María estaba pensativa. Evitaba mirar a Juan, pero sentía su presencia. Hablaba con todo el mundo, pero en el fondo deseaba hablar con ese hombre que venía de fuera. Juan vestía muy elegante, con colores claros, que iluminaban su rostro recién afeitado. Cuando se lo presentaron notó la fragancia que llevaba y le gustó mucho. Tenía notas de cuero y tabaco, muy varonil. Por otra parte, dado su esmero en los gestos, Juan le había dado la mano. Sin que nadie se diese cuenta, María acercó su mano a su nariz y disfrutó del aroma almendrado que Juan le había dejado al estrechar ambos sus dedos y palmas. Eso le hizo sentirse cautivada al momento. 

Juan también sintió la presencia de María con un aura perfumada, dulce y especiada. Quizás llevaba algo de vainilla o de ámbar. Sintió una punzada en el estómago cuando entró en contacto con sus profundos ojos negros. El cabello era voluminoso, y emanaba un poder tremendo alrededor de su figura. Se notaba que ella misma no se daba cuenta de ello. Para Juan todo fue algo demasiado intenso. 

El día transcurrió rapidísimo. Después del vermú la gente decidió irse a un restaurante que estaba en las afueras. Se deleitaron con codillos y cordero, con caldos de la tierra. Después se fueron a pasear por una arboleda preciosa, que estaba rodeada de enormes campos de azafranes silvestres. Ahora si hablaron. Ya no podían aguantar más. Se pasaron todo el rato contándose cosas sin importancia. Pero se reían muchísimo. Habían estado esperando todo el día para poder hablar con el otro. Finalmente llegó el momento y fue algo inolvidable. Era como un premio que había que disfrutar con deleite. Cada palabra, cada frase era un regalo. La voz de Juan era como una guitarra, y la de María como la de un arpa. Se escucharon el uno al otro como enamorados, cuando apenas se habían conocido. Todo el mundo se dio cuenta pero la gente fue prudente y los dejaron en paz. Los amigos parecían complacidos de ver a dos personas entrar en un estado mental de trance. 

Quizás al final, cuando Juan se tenía que marchar a la ciudad, decidiera pedirle el teléfono a María. Quizás María se lo dio. No lo sabemos. Pero creemos que aquél día, fue un gran día para los dos, en aquél pueblo maravilloso. 



domingo, enero 26, 2025

Todos somos Bulgákov

El ángel se sintió traicionado por sus propios pensamientos y quiso acudir a algún paladín que le salvara de sus propias dudas. Pero no pudo. Volvió sus ojos a la Tierra para atemperar su aflicción. Pensó que quizás contemplando con sigilo, la miseria de algún humano encontraría alguna respuesta. Así no tendría que perturbar la paz perpetua de los ángeles y los cielos. Por ello bajó de los confines del firmamento y entró sigilosamente en la casa de un sacerdote de una ciudad europea. 

El hombre intentaba extraer alguna respuesta del sacerdote, algo que pudiera calmar su pena. Mientras tanto el ángel escuchaba con atención entre las sombras. 

-Si, la tristeza nos abruma, padre. Nos es difícil olvidar a nuestro hijo y, por añadidura, atravesamos tiempos muy duros. Pensaba que el tiempo curaría las heridas y ya ve...

El hombre guardó silencio, y se quedó pensativo, quizás esperando el aliento del viejo sabio. 

-No podemos hacer nada -balbució turbado el sacerdote. Es la voluntad de Dios. -Sus blancas manos cayeron pesadamente como palomas abatidas en una cacería, sobre los libros que estaban desparramados por toda la mesa. 

El hombre lanzó una pregunta sin saber cuántos escuchaban su plegaria en aquél oscuro estudio. -¿Terminará esto alguna vez? ¿Será mejor lo que ocurra? 

En ese momento el tiempo quedó congelado. El ángel salió de las sombras y se interpuso entre el sacerdote y el joven. Los examinó a través de un espacio divino sin poder ser visto. Quiso estar entre ellos y sentir el dolor y la confusión de aquellas almas perdidas en el fragor del presente contínuo. Ejercitando su enorme poder, materializó entre sus manos la enorme baraja de posibles futuros, de opciones que aquellos que observaba tenían ante sí. Todos los pensamientos y acciones de los dos hombres estaban escritos en aquella infinita baraja. Cada uno sacaría una carta y el mundo proseguiría en presente continúo. Sólo él, el ángel, conocía desde sus recónditas brumas celestiales, que todo está escrito menos el presente. Y que el mundo existe como un abanico que se abre y se cierra frenético, dejando a todos atónitos, frente a un futuro que solo genera interrogantes a  los mortales. 

El ángel prestó mucha atención a los libros que atestaban la habitación, los atuendos de los hombres, la atmósfera y la tenue luz del atardecer que dibujaba bellos claroscuros en las caras de sendos cristianos. Quedó prendado de la contundencia de la escena, de su profunda realidad y de la exquisitez de aquel íntimo diálogo. Se guardó para sí aquella escapada secreta, y abandonó instantáneamente el presente congelado de los hombres. Retornó así a la seguridad y paz celestial, pero al cabo de un tiempo infinito, el convidado de piedra volvió a reexaminar sus pensamientos. No experimentó calma ni sosiego. Más al contrario, percibió el mazazo de sus conclusiones, como si los engranajes de su mente hubiesen movido una pesada manilla que implacable, y a pesar de su lentitud y parsimonia, clavase de un golpe, el avance de la duda sobre su destino.