sábado, enero 19, 2013

Ajo Blanco


Tras años viviendo como un sombrío celtíbero en la penumbrosa Albión, el andaluz decidió abandonar la isla. Sin embargo, la diáspora no podía concluir así como así. Se había llevado consigo un cielo plomizo de angustia y pesadumbre a esas antiguas tierras otrora pobladas por los celtas tartésicos. Por eso el clima nórdico y el carácter flemático de los anglos no hicieron sino ayudarle a ahondar en su natural melancolía.   La distancia y el tiempo no hicieron más que afianzar el manantial de letanías que brotaban desde su interior al malvivir por aquellas planicies esteparias y carentes de vida. Sus habítantes le parecían almas en pena que vagan erráticas presas de la codicia. Por eso cuando marchó a Gibral-Tarik en realidad aterrizó en un alcázar de marfil, vanguardia de britania en el seno de su madre Al-Andalus. Desde dicha posición autista siguió vislumbrando su tierra por largo tiempo, como si ansiara un edén perdido. Se alimentaba de comida en conserva y de todo lo que podía acarrear en sus fugaces visitas al otro lado, el cual estaba también ocupado, pero en este caso por los íberos del norte y su bandera roja y gualda. ¿Qué importan los colores o enseñas, si mancillan igualmente nuestra nación? Pensaba una y otra vez. 

Un día nublado paseó sin rumbo como de costumbre, y encontró una pequeña abacería con nombre sefardí de la cual obtuvo un brebaje de aspecto albo y punzante en la lengua. Su sabor le aclaró las ideas, y mientras se deleitaba probando la poción que requería una rociada de pasas y trozos de manzana se dio cuenta que algo estaba cambiando. Se sintió más resuelto y y decidido a acabar con su diáspora. Antes de marchar se fue a despedir del abacero. El hombre le dio otra vasija con el mismo brebaje para que la llevara por el camino. La esposa del tendero le preguntó poco después; -¿qué le has regalado a ese hombre?- y él le contestó; -el bálsamo de Fierabrás- 

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