El ángel se sintió traicionado por sus propios pensamientos y quiso acudir a algún paladín que le salvara de sus propias dudas. Pero no pudo. Volvió sus ojos a la Tierra para atemperar su aflicción. Pensó que quizás contemplando con sigilo, la miseria de algún humano encontraría alguna respuesta. Así no tendría que perturbar la paz perpetua de los ángeles y los cielos. Por ello bajó de los confines del firmamento y entró sigilosamente en la casa de un sacerdote de una ciudad europea.
El hombre intentaba extraer alguna respuesta del sacerdote, algo que pudiera calmar su pena. Mientras tanto el ángel escuchaba con atención entre las sombras.
-Si, la tristeza nos abruma, padre. Nos es difícil olvidar a nuestro hijo y, por añadidura, atravesamos tiempos muy duros. Pensaba que el tiempo curaría las heridas y ya ve...
El hombre guardó silencio, y se quedó pensativo, quizás esperando el aliento del viejo sabio.
-No podemos hacer nada -balbució turbado el sacerdote. Es la voluntad de Dios. -Sus blancas manos cayeron pesadamente como palomas abatidas en una cacería, sobre los libros que estaban desparramados por toda la mesa.
El hombre lanzó una pregunta sin saber cuántos escuchaban su plegaria en aquél oscuro estudio. -¿Terminará esto alguna vez? ¿Será mejor lo que ocurra?
En ese momento el tiempo quedó congelado. El ángel salió de las sombras y se interpuso entre el sacerdote y el joven. Los examinó a través de un espacio divino sin poder ser visto. Quiso estar entre ellos y sentir el dolor y la confusión de aquellas almas perdidas en el fragor del presente contínuo. Ejercitando su enorme poder, materializó entre sus manos la enorme baraja de posibles futuros, de opciones que aquellos que observaba tenían ante sí. Todos los pensamientos y acciones de los dos hombres estaban escritos en aquella infinita baraja. Cada uno sacaría una carta y el mundo proseguiría en presente continúo. Sólo él, el ángel, conocía desde sus recónditas brumas celestiales, que todo está escrito menos el presente. Y que el mundo existe como un abanico que se abre y se cierra frenético, dejando a todos atónitos, frente a un futuro que solo genera interrogantes a los mortales.
El ángel prestó mucha atención a los libros que atestaban la habitación, los atuendos de los hombres, la atmósfera y la tenue luz del atardecer que dibujaba bellos claroscuros en las caras de sendos cristianos. Quedó prendado de la contundencia de la escena, de su profunda realidad y de la exquisitez de aquel íntimo diálogo. Se guardó para sí aquella escapada secreta, y abandonó instantáneamente el presente congelado de los hombres. Retornó así a la seguridad y paz celestial, pero al cabo de un tiempo infinito, el convidado de piedra volvió a reexaminar sus pensamientos. No experimentó calma ni sosiego. Más al contrario, percibió el mazazo de sus conclusiones, como si los engranajes de su mente hubiesen movido una pesada manilla que implacable, y a pesar de su lentitud y parsimonia, clavase de un golpe, el avance de la duda sobre su destino.