viernes, agosto 20, 2021

El Invitado

 


Alvaro se puso enfermo al poco de comenzar la pandemia. No quería salir de casa, y tenía miedo de contagiarse. Su hermano Carlos le dijo que había conocido a alguien, un forastero, que lo mismo le podía ayudar. Alvaro aceptó el consejo de su hermano, y fue a verlo a Sotogrande. El señor fue muy amable y lo vio varias veces, hasta que se fue sintiendo mejor. Recuperado de su dolencia, Alvaro que era un hombre muy humilde y agradecido, quiso obsequiarle con frutos del huerto y también llevarlo a alguna batida de jabalíes. Al principio, el forastero aceptó los tomates y pimientos, pero se sintió algo reticente a salir al campo. Pero Alvaro fue muy insistente, y un día lo llevó a la finca donde cuidaba de una huerta y de los campos de cultivo que allí se daban.

Después de tomar un café y ponerse al día, Alvaro y Mari se llevaron al invitado a coger frutos de la huerta. Había tomates de diverso tipo. El invitado nunca había visto unos tomates tan enormes y con forma de corazón. Mari le dijo que se llaman corazón de toro. También estuvieron cogiendo habas, sandías y berenjenas. Dejaron la manguera puesta para regar y se volvieron con dos cajas llenas de delicias. Las guardaron en la furgoneta, mientras Alvaro le decía al invitado si le apetecería ir de caza ésta semana. Mari se fue con las otras mujeres de la finca. El hombre dijo que sí, al parecer no tuvo otra opción. Después, cuando era ya un poco más tarde, Alvaro dijo que se iba y para despedirse se montaron en el coche para acercarse a donde estaba Juan, y dejar al invitado con él. Se apearon y fueron campo a través en busca de un tractor en movimiento. Juan estaba terminando de cortar un campo de alfalfa. Mientras esperaban que el tractor diera la vuelta al campo, Alvaro hizo una observación sobre lo bien que crece la alfalfa y lo rápido que se repone. -Hay varias plantas indeseadas que también están proliferando y afectan a la calidad de las alpacas. –¡Qué complicado! Pensó el invitado. Cuando se encontraron con él, Juan dejó el tractor en ralentí y el invitado se subió de un salto al vehículo, tras lo cual se despidieron de Alvaro. En una media hora terminaron la labor, pero entremedias hubo que parar varias veces para quitar varias piedras que chocaban con las cuchillas de la cortadora. El invitado se arrojó varias veces al suelo para buscar entre la alfalfa las dichosas piedras. Se sintió muy bien por ayudar a Juan de esa manera. Después fueron a guardar las máquinas y hubo que hacer un gran esfuerzo para descolgar la cortadora del tractor. -Todo cuesta mucho trabajo en el campo. Pensó el invitado. Con las manos llenas de grasa se fueron al cortijo y vieron que las mujeres hablaban muy animadas en el salón de los cuernos. Estaban muy fresquitas tomándose un refresco bajo la arboleda de cornudos animales que colgaban de las paredes. Las saludaron un momento y fueron a lavarse. Después, Juan se llevó al invitado a dar de comer a los cochinos. Salieron por el salón otra vez y subieron por la plaza empedrada del cortijo hasta el extremo superior donde estaban las bestias. Juan había cogido un cubo lleno de pan duro, que distribuyeron entre las dos pocilgas. Juan apuntó al estado de los animales y dio a entender que no estaban demasiado gruesos, porque en época estival, podrían pasarlo muy mal. Justo después del verano ya habría tiempo de engordarlos. El invitado comprobó que efectivamente no estaban inflados, ni mucho menos. Después le preguntó a Juan por el estado de los cochinillos, los cuales estaban en la otra pocilga. –A los dos machos los voy a capar, y las hembras las dejo así. Ya están demasiado grandes para comérnoslos ahora, así que crecerán e irán para jamón. Por lo visto Juan los capa él mismo, pero las hembras no, porque no sabe cómo hacerlo. Por último, le dieron un paseo a los perros de caza que están encerrados todo el día. Al soltarlos formaron una algarabía y lamieron y tropezaron mil veces con los dos hombres, en sus agitadas correrías. Se dieron una vuelta por la plantación de maíz, para comprobar que los jabalíes habían destrozado algunas plantas. A Juan no le importaría dar cuenta de ellos una noche. También comentaron sobre la zona de maíz que no había crecido bien, y qué habría que hacer para que el año que viene no vuelva a ocurrir. El invitado se sintió muy complacido por recibir tanta información, tan fresca y natural. Juan representaba una lucha limpia para poder seguir adelante y vivir. El invitado se veía a sí mismo, como una especie de engendro urbano, con deseos de volver a la tierra, pero demasiado débil e ignorante del campo y sus asperezas, como para poder unirse a esa clase de aventura. Sintió admiración por la pureza de Juan, y de su nobleza. La tez aceitunada y la sonrisa traviesa de Juan, eran como una afirmación de lo real, sobre lo imaginario, y le limpiaba de los diablos interiores con los que luchaba diariamente. Juan le dijo que él también iría a la batida de jabalíes, de modo que el invitado no pudo escaparse del convite de ninguna de las maneras.

Al día siguiente, quedaron en la finca sobre las cuatro y media de la tarde. De allí salieron con el todoterreno y se adentraron en el monte. Sin salir de los carriles forestales, alcanzaron otra finca, muy lejos de los pueblos de la comarca. Llegaron a un viejo cortijo donde el dueño les estaba esperando. El hombre era bastante mayor, pero muy vivaracho. Les preparó un café, mientras hablaban de las andanzas de los jabalíes y por dónde irían a esperarlos. Para cuando llegaron a los puestos, eran ya sobre las ocho de la tarde y el calor estival se estaba evaporando. Las bestias no tardaron demasiado en aparecer. Eran al menos ocho o diez, de todos los tamaños y formas. Tenían hambre, y era lógico que bajaran de las umbrías para apagar la sed, en el abrevadero que los hombres habían preparado para acecharlos. Según Alvaro, una vez hidratados, irían seguidamente a buscar comida, por lo tanto, aquello era como un paso obligatorio antes de su cena. Juan fue el primero en disparar a un jabalí de tamaño mediano y muy oscuro de pelo. A unos metros Alvaro hizo lo mismo con un macho de cabeza enorme, es decir un arocho. El primero cayó mortalmente herido y el de la cabezota salió como pudo del bebedero junto con el resto del singular. Los tres se dirigieron al animal que estaba tendido en el suelo. Sus colmillos eran como medias lunas, por eso Alvaro lo denominó como un jabalí alunado. Juan recibió la calurosa felicitación de los otros dos. Como el alunado no se iba a coscar, enseguida hablaron sobre el paradero del otro. El arocho estaba malherido, y sin dudarlo Juan y Alvaro emprendieron la búsqueda del viejo y enorme jabalí sin perder un segundo. Se echaron las armas al hombro y fueron tras las huellas. Ambos eran grandes expertos en seguir las pistas en el confuso océano de formas que hay en el suelo del bosque. El invitado alcanzó un estado de embriaguez instantánea al ver la acción, la sangre y la rapidez de los acontecimientos. Seguir las huellas le proporcionó una oportunidad para intentar recomponerse y digerir lo que estaba pasando. Los dos agrestes hombres siguieron las huellas y comentaban sus formas. –Las huellas del jabalí son cuadradas, mientras que las de los ciervos son más bien rectangulares, dijo Alvaro. –El bicho va a paso lento, las pezuñas no están tan separadas entre sí, como cuando va a la carrera, sentenció Juan. –Esto confirma que el animal está herido, ¿no? , -dijo el invitado. Los dos cazadores asintieron con la cabeza. -¿Y cómo sabemos que éste es el jabalí que estamos siguiendo? –Dijo el invitado. Alvaro le comentó que el arocho era el jabalí más grande de los que huyeron, y que su tamaño y edad coincidía con las formas de las huellas. Las marcas del suelo sentenciaban lo romas que estaban las puntas de las pezuñas debido al desgaste de los años. El invitado estaba boquiabierto con la exactitud de las pesquisas y siguió a los otros dos, como hipnotizado adentrándose más y más en el corazón de la algaba. Al cabo de un largo rato, los dos cazadores se miraron con expresión de complicidad. Alvaro se puso el índice de la mano derecha en la boca, indicando la necesidad de estar en silencio. Juan señaló a una región densa y oscura, donde crecían lentiscos muy altos. Se escuchaba como un rumor de pisadas. Pero al cabo de un momento, los dos hombres volvieron a mirarse, esta vez con extrañeza. Alvaro dijo, -huele como a candela... El invitado se acercó mucho a ellos, como intrigado también. –Creo que estoy escuchando voces de mujeres, susurró Alvaro con voz algo temblorosa. Los otros dos, mirando al suelo, cerraron los ojos como para concentrarse más y afinar mejor el oído. –Sí, creo que son personas, dijo Juan, con cara de enfado. El invitado también estaba confuso y dada la situación y sin pensarlo mucho, los tres se dirigieron a donde creían estaba la fuente de las voces. Conforme se acercaron, pudieron escuchar claramente risas, cantos y pisadas como si hubiera gente danzando. El invitado sintió una especie de vértigo en su estómago, mientras dejó que le impactara el ahora extraño sonido sordo de las pisadas, las risas, y el aroma de una hoguera. Lógicamente los tres hombres habían hecho algo de ruido, especialmente cuando se hubieron acercado mucho al lugar donde había un nutrido grupo de mujeres. Algunas estaban sentadas, otras acostadas, y varias de pie. Muchas tenían en sus manos o cerca de ellas cuencos, cálices y vasijas. Cuando los tres hombres aparecieron, ya les habían escuchado y por tanto, no les cogieron de sorpresa. Los tres hombres se quedaron estupefactos contemplando a unas mujeres desnudas alrededor de una candela y bebiendo un mejunje. El grupo no pareció asustado a la llegada de los cazadores. La mujer más mayor tenía una lanza en la mano derecha y un cáliz en la mano izquierda. Lanzó el venablo hacia el invitado mientras profirió una especie de grito de guerra. Instantáneamente las otras mujeres empezaron a lanzar piedras y dardos a los hombres.

Después de correr cuesta abajo sin parar hasta el cortijo, Juan y Alvaro se dieron cuenta de que el invitado no estaba con ellos. Estaban muy alterados y confusos. En ese estado, Juan soltó alguna carcajada nerviosa recordando a las mujeres en pelotas. El viejo del cortijo les puso algo de comer y beber. No sabían que decir. Prefirieron esperar al invitado y calmarse un poco. Era ya muy oscuro y no se atrevieron ni a cobrar el jabalí alunado. Se quedaron allí con el viejo, esperando. Durmieron poco, y con las escopetas en la mano frente a la chimenea del cortijo. Al día siguiente tempranísimo, se despertaron de unas pesadillas desagradables y caóticas, relacionadas con el episodio de las mujeres. Ninguno se atrevió a confesarle al otro lo que habían experimentado en los sueños. Después de recobrar algunas fuerzas y recapacitar con el desayuno, emprendieron la búsqueda, aunque sólo encontraron al jabalí arocho. No celebraron el haberlo encontrado. Alvaro y Juan apenas podían componer palabra alguna. Ni siquiera podían llamar al invitado o si quiera vociferar algo. Se sentían embaucados por sus sentidos, traicionados por sus mentes. Subieron otra vez al monte, siguiendo la misma trayectoria inicial, pero ahora lo hacían respirando muy fuerte, confusos, mirando sin ver, quizás cegados por sus pensamientos. Entre los matorrales de lentisco volvieron a visitar el lugar de la reunión de mujeres y sólo pudieron constatar que había una fogata apagada, cálices, vasijas con vino y poco más. Después de superar con dificultad su perplejidad, se dieron cuenta de que había huellas de pies y de un cuerpo arrastrado hacia la parte más angosta de la floresta. Un miedo supremo les terminó de dejar atolondrados y paralizados. Ni portar escopetas les hizo sentirse algo más seguros. De hecho, es posible que la sangre se les hubiera caído hasta los pies, a juzgar por sus caras y manos pálidas como la cal de la pared. El lugar se tornó silencioso a su alrededor, y de pronto se sintieron extraños en un espacio que horas antes creyeron que era su dominio exclusivo. Todo se volvió borroso. Lo último que vio Alvaro fue la cara de pavor de Juan.

viernes, agosto 06, 2021

Soñar para Despertar

 


Vives en una ciudad ruidosa, tapizada de asfalto y donde sólo crecen hacia arriba columnas de cemento y acero. La calle está viciada de humos y en cada esquina hay un enorme cubo de basura maloliente, siempre lleno hasta arriba de inmundicia. Si quieres sobrevivir tienes que vender tu tiempo y sobre todo alquilar tu actividad mental. Así tu psique podrá entrar a formar parte de una red de mecanismos que puedan ayudar a la gran fábrica de la sociedad funcionar veinticuatro horas al día. Después de trabajar, se necesita tiempo para desconectar la mente de la vida laboral, pero casi que no hay ocasión, porque son las tantas labores por terminar, que sólo quedan los momentos de letargo para escapar. Es cierto que hemos construido un mundo sin predadores, donde poder vivir arropados por la presencia de una colmena gigantesca de obreros altamente especializados. Vivimos confiando en las máquinas, en los desconocidos, y dejando que alguien ajeno a nuestra familia nos arregle una avería o nos traiga la compra a casa. Todo va bien, y al mismo tiempo no va bien. Es posible adquirir fruta fresca y carne bajando por el ascensor de nuestro bloque de pisos y entrar en la tienda del barrio, que está al lado y rebosa de productos de todo tipo. Podemos instantáneamente saber qué sucede al otro lado del planeta y también acceder a una vasta biblioteca sin salir de nuestro minúsculo apartamento. Pero al mismo tiempo hay algo que echamos de menos. Hay algo que hemos hecho mal.

Los muertos ya no huelen, y los enfermos contagiosos tampoco. De hecho, están confinados en lugares que nadie pueda ver. La muerte se ha convertido en una mera inconveniencia, al igual que la enfermedad. Los poderosos se han hecho filántropos y muchas empresas pagan para hacer sus factorías cada vez menos contaminantes. En el camino hemos perdido algo. ¿Qué será?

A veces vas al campo y te encuentras rodeado de vegetación, de sonidos y olores que te hacen sentirte en armonía total. Pero sabes que debes de marchar, siempre hay que marchar de allí. Sabes que todos los bosques son sólo ya grandes parques temáticos, donde sucumbir a la ilusión de que eso, es la naturaleza. Pero la naturaleza era algo más que eso. Ni siquiera el mar está libre ahora de nuestra codicia. La basuraleza ahoga la ecología de cualquier lugar marino que visitemos. Te sientes atrapado.

Tu novia quiere tener hijos, tus padres quieren que los veas más a menudo, y tus amigos dicen que no sales lo suficiente. Hacienda quiere tu dinero, y las luces de neón absorben las pocas energías que quedan en tu interior, para que las gastes en restaurantes, casinos, o en cualquier otra cosa mejor que se ofrezca en la vida nocturna de la ciudad. Ves la lógica del tejido social donde te insertas. Es una lógica aplastante, y te sientes asfixiado. Quieres escapar.

Tienes una buena lista de pasatiempos que te ayudan a soñar despierto. Te gusta la lectura, el vino, las buenas películas y también dibujas. Te encanta copiar o hacer esbozos de los personajes de tus autores favoritos. Pero lo más conmovedor es soñar sin control; Sabiendo que no sabes lo que va a pasar. El protagonista de su historia vive las emociones en primera persona, y si quiere, después podrá contarlas.

Has descubierto que el Viernes es el mejor día para soñar si tienes suerte. Porque dormir no es lo mismo que soñar. El viernes por la tarde todavía hay tiempo para dejarse llevar por la nada. Descansar y volver a reparar alguna tubería atascada. Descansar y a continuación hacer algunas llamadas de teléfono al corredor de seguros o a tu madre. Descansar un poco y en seguida leer el BOE para ver cómo van las oposiciones a funcionario. Descansar un rato y…luego ir al dormitorio y caer rendido sabiendo que has hecho todo lo que debías hacer. A veces despiertas el sábado por la mañana, para seguir solucionando cosas tan importantes como tu salud, y desayunar algo con etiqueta “bio”, para después ir a correr al parque y demás tareas infinitas de ciudadano comprometido con los autocuidados y la vida sana. De hecho,  anoche que era viernes, soñaste algo. Has percibido un atisbo que has podido recordar, un fragmento quizás. Has visto algo especial y quieres volver allí. Esperas que el próximo viernes o cualquier otro día sea el día para volver a ver aquello que viste, porque sientes que debes de estar allí otra vez. Quieres entender en qué consiste ese lugar. Debes tener paciencia.

Ha llegado el verano y los días son más largos. Las colas de coches en la autovía, también. Ahora, el sudor nos hace tímidos y reacios a movernos. De hecho, no queremos movernos si no es necesario. Tenemos que aguantar lo más posible para reducir la sudoración. Es algo embarazoso. Una carga más. Pero lo sobrellevas. También puedes salir más de paseo. Todo el mundo parece más contento. Hay más gente en la calle, especialmente después de un año de pandemia y propaganda para que la gente sana se quede en casa, y de esta manera los enfermos puedan salir a la calle y contagien a todo el mundo que no sea precavido. Te das cuenta que has perdido un año, aunque por otra parte la naturaleza ha recuperado mucho de su esplendor. El próximo fin de semana decides ir a la rivera de un río cercano y compruebas cuánto han crecido los retoños de árboles donde venía la gente antes de la pandemia. Al no haber pisotadas, ni coches, ni ferias, ni celebraciones de vírgenes o santos durante muchos meses, los árboles han recuperado algo de su espacio natural. Te sientes muy complacido, porque hoy te ha dado tiempo hasta para salir al campo. Vuelves a casa contento de saber que la naturaleza se recupera muy rápido sin la presencia humana. Como era viernes, te vas a dormir muy relajado, especialmente después de probar un magnífico fino de Jerez, del Pago Marchanudo que te ha regalado un buen amigo esa misma tarde. Ya en la cama, y con los ojos entornados recuerdas con claridad los estupendos retoños de alisos que has visto hoy, mientras todavía evocas la sal y almendra de la palomino fino. En tu mente, y al abrigo de la oscuridad, te preguntas que habría más allá del bosquecillo de la rivera. Sigues andando río arriba y te adentras en el monte. Tu imaginación hace el resto.

Sin darte cuenta, penetraste en un profundo bosque que estaba muy lejos del río. Los  árboles debían ser de una altura tal que la luz alumbraba tenuemente los helechos que sembraban el suelo de fresco verdor. Anduviste con ansia, con ganas de ver más y más. Más tarde al parar para descansar te diste cuenta que no sabías porqué, ni cómo llegaste allí. Pero vislumbraste algo tan hermoso y delicado, que acarició alguna cuerda en tu interior, que nunca pensaste que existía. A la mañana siguiente te despiertas embriagado. Te cuesta abrir los ojos. No estás seguro de si de veras soñaste algo así, de modo que lo olvidas. No tiene nada que ver con tu vida ordinaria y rápidamente vuelves a tu rutina sin acordarte de ello. Pero algunos viernes más tarde, vuelves a acceder a ese recóndito lugar donde el silencio es música para los oídos y la paz rezuma por cada rincón a donde miras. Te sientes intrigado. ¿Habré vuelto allí? ¿Pero cómo? La siguiente noche, es todavía sábado. Te escondes bajo las sábanas algo más cómodo de lo normal, contento con tu propia compañía. Casi no te das cuenta que tienes tu novia al lado. Pero te sientes agradecido de su presencia. Cierras los ojos y te dejas llevar por las corrientes turbulentas de tus pensamientos. En realidad, esa noche quizás no soñaste con el misterioso bosque, pero descansaste mucho. El domingo fue un día más fácil de llevar.  Pasaron de nuevo los días, y esperaste con más ganas el encuentro con el bosque encantado. Te acordaste más veces durante las siguientes semanas, hasta que un día viste una foto en tu ordenador que te recordó a algo que viste en el bosque de tus sueños. Reconociste algo en dicha imagen. Era como un dibujo de una casa construida en el hueco de un enorme árbol. De pronto sentiste la humedad de los musgos y líquenes cubriendo las enormes raíces de los árboles y por un momento te transportaste a un lugar donde la pureza del aire te llenaba de esperanza. Cerraste los ojos, pero no pudiste ir más allá.

El verano está a punto de acabar. Ahora los días se notan un poquito más cortos. Por las noches el frescor es más palpable y las hojas empiezan a amarillear. Te reúnes con unos amigos que no ves desde antes de la pandemia y tomáis unos buenos vinos para celebrar el reencuentro. Era viernes, y acabasteis muy muy tarde. Fue una velada tremendamente agradable. Fuiste a una cena para maridar unos caldos de una bodega recóndita, muy poco conocida. Estaba todo buenísimo, pero los vinos te hicieron volar. Sobre todo, cuando te dijeron que el viñedo estaba rodeado de centenarios castaños, cerca de la Sierra de las Nieves. Te viste sobrevolando las blancas cumbres y después virar hacia el suroeste, en dirección a Júzcar, donde se encuentra la secreta bodega de La Vieja Fábrica de Hojalata. La uva moscatel morisco crece en la frescura de los montes de la serranía de Ronda, acariciada por los vientos de levante mediterráneos, que le dan un paladar marino en boca. Y después pasa su estado larvario en tinas de roble francés, para un día ser despertada por el beso del  afortunado que la escancie en su copa. Quedaste prendado de la imaginaria visión de pájaro que te permitió recorrer los laberínticos bosques que enredan el acceso a la bodega. ¿Estaría allí el viejo bosque milenario de tus sueños? Y te lo preguntas porque crees haber ingerido algo que te evocó su profundidad y encanto. Quizás un misterioso duende de Júzcar echó una pócima secreta en los vinos, para que supieras de dónde vienen tus sueños. ¡Vaya ocurrencia!

El año se está terminando y ya empieza a refrescar. Hay tardes con lánguida lluvia y ráfagas de viento que dan algunos acordes con gran resonancia para ti. Un viernes por la noche muy oscuro, sin luna, sentiste una llamada, una voz lejana y dulce te reclamaba. Desde el balcón no alcanzaste a ver las estrellas, porque hay mucha contaminación lumínica. Pero miraste al infinito y suspiraste pensando que durante el puente que comenzaba esta noche, tendrías ocasión de retornar al viejo bosque. Hiciste el amor con tu pareja como hacía tiempo, acaramelados por una botella de Néctar Pedro Ximenez. Y tu cuerpo quedó como flotando en un limbo espeso, un mar amniótico oscuro y cálido con un fondo aromático de feromonas femeninas. Y desde allí caíste a un abismo marino, muy despacio. Tu cuerpo blanquecino y desnudo fue cayendo como una hoja, meciéndose lentamente al descender por la estrecha oscuridad de un mar olvidado. Fuiste cayendo, cayendo, casi desafiando la gravedad, hasta alcanzar con la mayor delicadeza la tierra firme del lecho ancestral. 

Abriste los ojos. Estabas de pie en lo alto de unas rocas. Por eso veías la algaba en todo su esplendor desde la magna distancia que te daba la altura. Al descender te diste cuenta de las extrañas proporciones de los objetos que te rodeaban. Al final de la rocalla te encontraste con un tronco caído. Saltaste al enorme tronco podrido y de ahí, al suelo vegetal. Aunque fue un gran salto, en realidad hiciste un aterrizaje muy suave. El piso estaba muy blando. Probablemente era producto de la lenta transformación de las fibras vegetales en tierra a lo largo de milenios. Tenía un aspecto muy oscuro, y olía bien, quizás a un prominente aroma a setas frescas. De hecho, te sorprendiste mucho al comprobar que justo al lado del tronco creían unas setas arborescentes. Su tamaño colosal te permitió ver las laminillas donde se encuentran las esporas. No tuviste ni que agacharte lo más mínimo. Tu cabeza estaría a la altura de los sombreros de las diversas setas que crecían al abrigo del árbol muerto. De hecho, ahora podías comprobar que realmente los mismísimos helechos eran verdaderos arbustos, y los árboles tenían gigantescos troncos, que parecían columnas de un magno templo selvático. El bosque permanecía en relativo silencio, aunque conforme te acostumbraste a su olor y color, también fuiste aguzando el oído. Notaste la actividad de algunos insectos, y el aleteo de algunas aves que cautelosas se mantenían muy a lo alto, en las ramas de los titánicos dueños de aquél enigmático mundo. Aunque las proporciones de los objetos eran completamente desconcertantes, te movías con mucha facilidad. Te sentías casi ingrávido y elástico. Los colores dominantes eran leñosos y profundos tonos de verde. Navegabas por el océano de vegetación siendo cautivado por la frivolidad de la naturaleza al esculpir las formas de la flora que brotaba por doquier. Sentiste algo de vacío en el estómago y de manera natural recogiste algunas semillas, bayas, e incluso cortaste un trozo grande champiñón para llevártelo. ¿Pero a dónde? No importaba. De alguna manera sabías que tenías que llegar a algún sitio. Guardaste todo en un zurrón de cuero que llevabas en la espalda, y seguiste hacia adelante sin dudar.

El leve y agudo canto femenino que atrajo tu atención, se fue convirtiendo en un sonido más confuso al llegar a un claro. Era la llamada de un arroyo fresco que corría a través de la galería de alisos que ahora podías ver frente a ti. Ya en una orilla con algo de arena blanca, una suave brisa hizo que los alisos te saludaran con sus abovedadas hojas. Te agachaste y al girar a tu derecha reconociste un cuenco de madera que estaba colocado en el hueco natural de un aliso cercano. Te embriagaste de frescura al probar el líquido elemento. El agua se resbaló por tu cara y garganta, corriendo libremente por la superficie de tu piel para recordarte con su fría presencia, tu fuerza y vitalidad. Con más brío y energía seguiste tu camino adentrándote en la negrura. Allí al fondo viste lo que parecía una llama colorada. ¿Era quizás un fuego fatuo? De hecho, unos pocos metros más adelante había una ciénaga. Rodeaste la cris vegetal que tapiaba la ciénaga, sin poder ver nada más. Pero al seguir avanzando en la misma dirección, comprobaste que la luz procedía de un hogar, que quizás iluminaba una habitación entera. Sólo podías ver que la casa estaba abierta, de par en par. Al situarte unos cien metros de distancia pudiste estar seguro de que aquella vivienda era una cueva en el interior de uno de los colosos arbóreos del gran bosque oscuro. La puerta y el marco estaban forrados de hojalata. Tenían un brillo cobrizo y estaba tallada con intrincados dibujos florales. En su interior, había muchos objetos típicos del hogar, también todos fabricados con hojalata. No pudiste evitar entrar, pero justo antes te paraste bajo la entrada y miraste un momento hacia arriba; la casa estaba dispuesta en el hueco de un tremendo árbol, tan alto y espeso, que no dejaba ver la luz del sol. La visión de la interminable torre leñosa, te nubló la vista por un instante. Te pusiste las manos en la cara, y cuando te sentiste algo mejor, entraste en el misterioso refugio. El suelo era de un terrazo color almagro. El techo y las paredes era el mismo árbol labrado, pintado y decorado con candiles. Te quedaste allí de pie sin saber qué hacer. ¿Estarías invadiendo propiedad ajena? Nada parecía alterar la calma de lugar, excepto el errático crepitar de las escasas llamas del fogón. Así que dirigiste tu atención a la chimenea que estaba en el lado izquierdo de la habitación.  Atizaste un poco las brasas, porque su dueño debió de ausentarse lo suficiente para que el fuego estuviera viniéndose abajo. Las animadas llamas y la repentina iluminación del habitáculo, te hicieron sentir como en tu casa. Como no venía nadie, decidiste sacar los frutos del bosque que habías recogido. Fuiste a la cocina y lo cortaste todo para hacer una ensalada y freír las setas. Cuando las setas estaban ya cocidas y la ensalada emplatada, te diste cuenta que había una preciosa escalera de madera esculpida desde dentro del árbol, formando una espiral ascendente. Subiste hacia arriba hipnotizado por su forma y conforme avanzabas por los escalones te sentiste más y más seducido por lo que te esperaba arriba. Cada escalón crujía de una manera diferente, a cuál más suave y relajante, y al ir adentrándote en el piso superior que estaba mucho más oscuro, un aroma femenino te iba inundando tus sentidos poco a poco. Cuando llegaste al piso de arriba, plenamente sólido y forrado de pieles, viste a una mujer completamente desnuda tumbada en una cama enorme. Justo al lado de la cama, había una botella de moscatel morisco de 2017 serigrafiada, junto a dos copas. Escanciaste el vino y te acercaste a la mujer hasta estar a punto de tocarla con una de las copas. Sus senos estaban apuntando al techo y los pezones estaban turgentes debido a la tibia atmósfera del lugar. Sentiste una erupción de calor en tus zonas erógenas tras lo cual, no pudiste sino beber el maravilloso líquido con ella y deshacerte de tu ropa. La estrechez del cuerpo a cuerpo hizo reaccionar a la mujer de oscuros cabellos, que las cortísimas distancias amorosas te permitieron reconocer como tu novia. Hicisteis el amor como nunca, lo cual fue como descubrir una verdad fundamental, una revelación. Con la botella y las copas en la mano, bajasteis a cenar lo que habías preparado y luego muy cansados por las intensas emociones caísteis rendidos como niños, después de retozar durante horas en la amplia cama tallada dentro del árbol. Al día siguiente, os despertasteis temprano y salisteis a cazar. Por el camino os encontrasteis con varios hombres y mujeres que también vivían en el bosque, algunos en casas a la altura del suelo y otros viviendo más arriba, en oquedades naturales de los gigantescos árboles. Ellos os reconocieron como amigos y forjasteis una confiada amistad. El tiempo pasó y tuvisteis dos hijos, que nacieron allí mismo, en el corazón de la floresta. La vida no perdía valor por ser natural y entregada a cuidar el bosque. De hecho, no tenías necesidad de salir de allí. Cada día era una fiesta, una experiencia y un encuentro con la sensación de que absolutamente todo era auténtico. Ni un segundo constituía un desperdicio. Los niños crecieron y te hiciste viejo y sabio. Cada vez te gustaba pasar más tiempo en casa con tu mujer, sin embargo, nunca te pusiste enfermo…excepto una noche donde tuviste una extraña pesadilla. No quisiste contársela a tu mujer y la dejaste pasar.  En las postrimerías de la vida, casi abrazando el final, le confesaste a tu anciana esposa tu extraña pesadilla, junto a una botella de La Vieja Fábrica de Hojalata. No habías podido olvidar aquél sueño a pesar de los años. Le dijiste susurrando que un día deliraste que vivías en un mundo de cemento y metal. El suelo era negro, y estaba lleno de vehículos metálicos con ruedas, que se movían de un lado a otro sin cesar, bramando y expeliendo fétidos humos. Después, te despertaste abruptamente confundido. No estabas seguro de si fue producto de un recuerdo o fue en realidad, un mal sueño. Pero no te importó, continuaste tu vida sin querer ahondar más en ello. Sin embargo, ahora que tu vida se extinguía, te preguntabas que significaría dicho sueño.

martes, agosto 03, 2021

Encuentros en la Tercera Fase

Un mes más y puntualmente, El Monte me había enviado su correspondencia con comics, coleccionables y también con efemérides culturales. Había estado esperando el correo con ansiedad, y al encontrar mi paquete en el buzón, estallé de júbilo. No pude evitar romper el envoltorio allí mismo, sin importarme que los vecinos al pasar me vieran en tal estado de excitación. Hice una lectura rápida de los contenidos in situ. Una de las actividades del almanaque cultural me entusiasmó al extremo. Se trataba de un taller de astronomía con el profesor José Luis Comellas en el salón de eventos del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Sevilla. En aquella época la caja de ahorros se encontraba en el pico de su actividad filantrópica y había organizado un evento invitando al ínclito Don José Luís Comellas, que, aunque era profesor de historia en la Hispalense, era un gran aficionado a la astronomía y un personaje entrañable de la ciudad. Con gran ilusión me desplacé yo solo hacia el centro. Quizás era el único de mi barrio en acudir a dicha llamada. Desde el extrarradio, la experiencia constituía una verdadera excursión. Gracias a que mi madre me proporcionó un nomenclátor, pude estudiar el recorrido más idóneo. Había que coger el autobús hasta la estación términus, cosa que no me detuvo. Yo debería de tener unos catorce años o algo más. Por aquella época el billete de autobús debía de costar unas 19 o 20 pesetas con la compañía Damián Millán, la única que se adentraba al Parque Alcosa y que obviamente no era municipal, sino privada.

La aventura de salir del barrio y andar solo por la ciudad, ocurrió un sábado por la mañana. Uno de esos sábados fresquitos en los que sólo hacen uso del autobús unos cuantos viajeros y se puede prestar atención a todos los lugares por los que vas pasando. Nuestro barrio más próximo en dirección Sevilla era Santa Clara, y después está el Polígono de San Pablo, o er Políngano, como se le conoce por estos lares. Después, alcanzábamos el Greco y tras eso la ciudad se abría como una flor, dejándonos atónitos al ver el hotel Los Lebreros. El Corte Inglés debería ser sólo un proyecto, o si acaso estaría en obras. Al fondo a la izquierda, una especie de palangana de cemento gigantesca, rodeada de un feo erial…no pegaba nada con el lugar. Después pasaría por la avenida de San Francisco Javier con sus edificios de oficinas, para después torcer a la derecha hacia la Enramadilla, y admirar el edificio Sevilla 1,  y tras ello, disfrutar de la vista ante la flamante facultad de Económicas. El resto del camino era recto hacia el Prado, subiendo por un puente que hoy ya no existe y dejaba pasar la vía del tren a la Estación de San Bernardo, también desaparecida. Desde el Prado, iría rodeando el Palacio de Justicia, con su enorme escudo imperial, para cruzar la avenida de Menéndez Pelayo y adentrarme por los Jardines de Murillo casi acariciando la romántica muralla de los Alcázares. Allí me sumergiría en una pequeña versión de selva amazónica, para después atravesar el barrio Judío por la calle Agua y salir al Patio de los Naranjos. En aquellos lugares uno podía transportarse a cualquier momento de la historia; Edad Media, Renacimiento, Época Islámica, Romana…lo que uno quisiera en realidad. Pasear por la Catedral y ver el inmenso faro urbano de la Giralda, y sentirse empequeñecido por la inmensa y dilatada historia de la ciudad, iba a ser un buen anticipo de un taller sobre astronomía, el cual en sí, ya implica una actitud de aceptación sobre la insignificancia de uno mismo. La ciudad parecía adormilada y pude contemplar toda su arquitectura y fisonomía sin distracciones. Dejé atrás la Plaza de San Francisco y Sierpes, y al llegar a la Campana empecé a notar cómo el corazón se aceleró sin control. El nomenclátor me había guiado bien. Estaba ya en la calle Laraña. El relativo silencio de la ciudad todavía a medio despertar, hizo el camino una experiencia más personal, más interior y privada. La ciudad se había entregado a mi curiosidad, a mi sed de belleza. A los pies del regio palacio del Marqués de la Motilla me situé para ver bien el moderno edificio donde se emplazaba el salón de actos. Desde allí crucé la calle muy nervioso.

En el salón de actos del Monte, no cabía un alfiler. Ya estaba lleno cuando llegué. Todos los niños estaban expectantes y sinceramente desde el minuto uno, Don José Luis tuvo enganchada a la audiencia. Sin duda era un buen pedagogo y tenía muchas tablas hablando para el público universitario. Una gran experiencia tuvo lugar allí, que posiblemente instigó una gran ilusión a muchísimos niños sevillanos interesados en la astronomía, cosmología y astrofísica. Sin embargo, conforme escuchaba su visión del cosmos, sentí algo sobre Don José que no era congruente, pero no sabía lo que era. Ahora entiendo que, paradójicamente, el taller no instigaba una sensación de humildad, sino más bien lo contrario. Esta actitud es típica en nuestra cultura y es quizás producto de la travesía por el desierto que hemos pasado tras transitar por varios períodos de austeridad, pero también es connatural al ser humano mostrar algo de narcicismo e incluso de competitividad. Y también de excesivo orgullo. A mí eso no me ayudó, porque quizás yo mismo quise llegar más lejos de lo debido aquél mismo día. Demasiado lejos. Cuando Don José Luís concluyó su extraordinario paseo por el firmamento, y nos mostró las mil y una maravillas que silenciosas son testigos de la vastedad de la creación, todos parecimos muy complacidos, aunque puede que no todos.

Muchos niños hicieron preguntas y el diálogo con Don José Luis fue muy fructífero. Yo me quedé el último, esperando poder hablar directamente con él. Don José Luis me dejó preguntarle mil y una cosas sobre el universo, en el estrado, con todo el salón de actos para nosotros. Un enorme privilegio. Aquél formidable espacio vacío, con una bóveda oscura, me recordaba la enormidad del firmamento y su soledad. Enfrentado a todas las cuestiones, quedó una última. Don José Luis estuvo muy templado en todas sus explicaciones. No puedo saber si esperaba una última pregunta. Quizás no debí hacerla. ¿Qué había más allá del universo, de sus principios y quizás de su final? Don José Luis me dijo que estaba Dios, a lo cual yo le pregunté si no habría una mejor explicación. Sin turbarse lo más mínimo, Don José Luis se quedó pensativo durante un lapso que me pareció tremendamente extenso. Sentí hundirme por dentro en la espera. Tras cavilar me recomendó que me dirigiera a la Asociación Astronómica Albireo, sita en la Plaza de San Francisco. –Allí la gente piensa como tú…- El niño que era yo, se sintió avergonzado y me di cuenta que había podido herir sus sentimientos. Dejé a Don José Luis allí arriba en el estrado, solo, y yo me marché sin mirar atrás, con la cabeza hincada en el pecho. Mientras me iba alejando, noté cómo dejaba atrás cada fila de asientos, a cada paso sintiéndome más postrado y quizás perdido en mis sentimientos de extrañeza ante todo. Había venido a por respuestas, a sentirme conectado con gente como yo. Sin embargo, volvía a casa, en un autobús herrumbroso, lleno de dudas y vergüenza, a uno de los barrios más humildes de la ciudad. Cuando alcancé el lejano suburbio del Parque Alcosa, ya había decidido que un día volvería al centro de la ciudad para unirme a la Asociación Astronómica Albireo, y quizás también bautizarme como ateo. ¡Que desazón tan grande ser ateo en Sevilla! ¡Qué insignificante era yo, siendo un niño que pensaba! Estaba completamente aislado, era un auténtico sedicioso. Quizás mi corazón partió de la ciudad en aquél momento para vagar por el universo vacío, como un alma en pena. A partir de entonces, tendría que buscar a mis iguales. No los que yo creía. Eran aquellos que como yo, habían sido señalados. Al menos y para consuelo de mi estrecha visión del mundo, esos que debía conocer estaban organizados. Pero al mismo tiempo llevaban el San Benito de insurgentes culturales. Una especie de andalusíes resucitados. Quizás el espíritu de uno o varios herejes antepasados habían secuestrado mi alma.

No mucho después, tras unirme a Albireo descubrí que don José Luis fue socio número uno y fundador…