sábado, junio 25, 2022

La Fiesta de los Maniquíes

Estaba tan nerviosa y excitada que no se podía acordar de nada. Su madre le había llamado por teléfono y acababa de colgar, tras lo cual ya estaba en otra cosa. Es como si todo fuese tan intenso que no podía retener en su mente aquello que acababa de terminar. Se sentía vacía y llena. Llena y vacía. ¿A dónde iba?

Estaba aterrizando en un nuevo trabajo, una nueva ciudad. Su belleza y planta dejaba a todos boquiabiertos. Pero ella no se daba cuenta. Simplemente estaba insatisfecha. Estaba de hecho, permanentemente insatisfecha. Y todo le parecía poco. No es que despreciara a la gente, ni al mundo. Es que tenía tantas ganas de vivir, que iba frenéticamente de un lado a otro como un trompo.

Por lo visto, alguien del trabajo le había mandado un wasap invitándole a una fiesta. Ya ni se acordaba de quién fue. Era viernes, buen momento para salir y hacer amigos. Se puso ropa interior nueva, y decidió ponerse poco maquillaje. De todos modos su cara brillaba como las estrellas. Mientras iba en el metro, se dio cuenta que no sabía dónde iba, ni quién se supone que iba a encontrar. Tenía una plétora de planes, pensamientos, quehaceres. Era como tener que cambiar de línea de metro constantemente en una ciudad sin límites y tener la sensación de no estar yendo a ninguna parte, aunque no parara de moverse. Eso la inquietaba. 

Después de comprobar la ubicación que su compañero le había puesto en el wasap, se tranquilizó un poco. -Ah vale, es Evaristo. Ya me acuerdo. El chico rubio con ojos azules. Y voy a una fiesta que está en el centro de la ciudad, si. Sé dónde es- Levantó la cabeza y de pronto tuvo consciencia de los viajeros de alrededor. Vio a gente bien arreglada, de todos los tamaños y edades. Era extraño, porque hubiera jurado que hablaban, pero cuando ella alzó la vista y los recorrió uno a uno, todos estaban mudos, como estatuas. Volvió a su móvil, sus notas y sus pensamientos, casi sin darle importancia. 

Al fin llegó la parada que le tocaba y de un salto, se plantó en el andén con sus maravillosas y larguísimas piernas. Llevaba su atuendo con tal elegancia que podría estar dando un pase de modelos, aunque en realidad estaba imbuida en sus miles de pensamientos y cuestiones, y nada de eso se le cruzaba por la mente. Cualquier mujer se hubiera tropezado irremediablemente llevando esos imposibles tacones de aguja con los que aguijoneaba el corazón de los hombres. Subió por las escaleras mecánicas y notó cómo dejaba atrás el olor metálico de las vías del tren suburbano. A pesar de la distancia, podía escuchar la música procedente del ático y se dejó guiar por ella. Ahora la luz del sol del atardecer coronó su cabeza con tonalidades doradas y dulces como la miel. Verla andar por la calle con aquél cuerpo, podía ser comparado con la contemplación de un avión flotar en el espacio, desafiando las leyes de la física, de la lógica. Se deslizaba a través de la multitud como una virgen llevada por una misteriosa procesión de ángeles invisibles. 

Los edificios de estilo siglo XIX pintados en blanco y con metalizados en negro, le daban al lugar una atmósfera fascinante, mezclando lo regionalista con lo contemporáneo de forma única. La calle estaba silenciosa aunque había mucha gente. Sin embargo, los viandantes parecían estar todos quietos si posaba la vista en ellos. ¿Porqué? Volvió a lo suyo y encontró el portal abierto. El suelo era de mármol blanco y el ascensor diseñado con barras metálicas negras parecía sacado de una película de época. Sus tacones resonaron al chocar con el pulido suelo, como un clamor que exige sumisión incondicional. El ujier que estaba sentado detrás de un recibidor, quedó hipnotizado al verla. Ascendió lentamente hasta la última planta. Todo se fue calmando un poco, como si retrocediese y se encontrara justo antes de despertar, en ese estado en el que una no sabe si está dormida o despierta. Abrió la puerta del ascensor. Ahora la música inundó totalmente sus oídos. Era alucinante. La fiesta estaba dispuesta ante sus ojos. Los cuerpos estilizados y bellos de los invitados la llenó de ilusión, el mundo se rendía a sus pies. Peinados bellísimos, hombres jóvenes de mandíbulas relucientes y limpias. Dientes nacarados y perfectos. El ritmo del saxo le daba a la escena una pátina de reluciente ébano. Los movimientos parecían tan ralentizados que no podía leer las palabras en las bocas de la gente. Las veía abiertas, con sus lenguas y dientes brillantes, pero no acertaba a comprobar si realmente hablaban o ¿es que estaban todos quietos?

Estuvo dando vueltas por toda la fiesta con una copa en la mano, como guiada por una fuerza invisible. Se olvidó que al principio buscaba a Evaristo. Después ya no sabía lo que estaba buscando. Quizás levitaba, dejándose enamorar por el horizonte de la ciudad, con su infinitud de azoteas y edificios a cual más hermoso. El sol ya se despedía de todos, antes de hundirse tras la catedral. Algo le decía que no podía hablar con nadie. Que no podía acercarse a los desconocidos. -No los toques, por favor- Notó que era una voz muy clara dirigiéndose a ella. Su garganta se quedó seca. Un camarero apostado en el centro de la reunión, con su pelo azabache y su tez blanca como la leche, había estado allí como un policía todo el rato. Y ella en sus revoloteos por toda la extensión de la enorme azotea había vuelto una y otra vez a tomar otra copa de la bandeja del bello joven. Cuando los colores fueron perdiendo fuerza y nitidez, y dieron paso a las sombras ya había bebido lo suficiente para bañarse en vino. 

Las miradas de cristal se volvieron difíciles de soportar. Su garganta cada vez más rasposa, pedía cada vez más vino fino. Es como si llevara patines de acero y se deslizara por el filo de la ciudad, dando vueltas, sorteando maniquíes de proporciones dionisiacas, brillantes, de rojos labios, de senos perfectos. Hombros anchos, cuellos erguidos, manos delicadas. Cuanto más observaba más distante se volvía todo. Quizás ahora ella ya no estaba moviéndose. El mundo empezó a dar vueltas. La voz le imploraba: -No los toques por favor- Ella obedeció. 


martes, junio 14, 2022

Hoy Voy a Enterrar a la Muerte

Cuando se acercaron a la finca de Don Tenorio, se mantuvieron cerca de las paredes de piedra, por allí por donde las frondosas encinas esparcían sus frutos más allá de la finca, y caían justo por el camino. Tenían mucha hambre, casi más hambre que sus padres. Los amigos decidieron llenar sus bolsillos con las turgentes bellotas que estaban hinchadas gracias a las lluvias de los últimos meses. Entre risas y juegos, fueron recogiendo todas las que pudieron. El pequeño Antonio, había traído un minúsculo zurrón donde pudo echar algunas más. La chiquilla del grupo, Margarita, era la que tenia los bolsillos más pequeños. Sus brazos desnudos y morenos, parecían dos palitos tiesos, en contraste con su vestidito de color vainilla. Ahora que ya se iban a marchar, el capataz del cortijo salió escopetado a caballo y vio a los niños imbuidos en sus juegos. Se dirigió a ellos saliendo de la finca a toda prisa. Los abordó y reprendió por coger las bellotas antes de dirigirse al galope al cuartelillo. Cuando los niños estaban llegando ya a la entrada del pueblo, les estaba esperando una pareja de civiles con sus fusiles y sus tricornios. Sus figuras se apreciaban inconfundibles, a pesar de ser sólo unas sombras en la lejanía. Eran siluetas oscuras enfiladas hacia los pequeños, y que imponían como toros bravos. Estaban sentados en unas rocas, junto al capataz, que estaba de pie, con las piernas abiertas y las manos en las caderas, en expresión desafiante. Los niños sintieron gran preocupación y miedo, pero no pudieron sino acercarse casi sin poder respirar. Cuando llegaron a la altura de los adultos, uno de los civiles les dijo que se acercaran más, que los iban a esposar. Les quitaron las bellotas y los esposaron como si fuesen criminales. Los pasearon por todo el pueblo, para vergüenza pública.

Antonio despertó de la pesadilla de forma brusca. Se sintió dolido e ínfimo. Reducido casi a polvo, entre gigantes llamas de humillación que deshacían su mente en escamas de ceniza. Revivía la pesadilla una y otra vez. Antonio había vivido y sobrevivido muchas carencias y golpes asestados durante su humilde existencia. Pero, no entendía porqué ahora, a sus setenta y ocho años, revivía una y otra vez esa pesadilla. Había criado a sus hijos con cariño. Había sido leal a una esposa y compañera. -¿Porqué me castiga mi mente con las fechorías que me hicieron de niño?- Se lamentaba.

La pandemia ha hecho estragos, y Antonio se ha sentido muy solo. Las pesadillas han arreciado desde entonces. Un día decidió ir al botiquín de la casa y tragarse todas las pastillas que encontró. Se puso muy malo, y sus hijos lo llevaron al hospital.

Meses después, cuando ya se fue normalizando la vida social acudió al psicólogo.

Estaba muy nervioso en la sala de espera. Varios minutos después de su hora de la cita, se acercó a la puerta y llamó con los nudillos. Le abrió un hombre en bata blanca y le dijo que si podía esperar un momento, y le volvió a cerrar la puerta. Al cabo de unos minutos, otro hombre con aspecto de profesional sanitario (pero sin bata) salió de la consulta. Entonces el de la bata le buscó con la mirada y le pidió que entrara. El hombre le preguntó que porqué tenía tanta prisa. En realidad, debería de haber esperado a que se le llamara, le comentó con voz baja, como para no enfadarlo. Antonio respondió con voz temblorosa que él es una persona muy formal, y quería estar seguro de que estaba en el lugar y momento adecuado. Dicho comentario abrió la puerta de la preocupación, y el psicólogo, en lugar de sentarse detrás de su despacho, le dijo a Antonio que se sentara en la mesa redonda, tras lo cual él se sentó a su lado, muy cerca. Inconscientemente Antonio percibió el gesto y decidió hablar. -Nadie me entiende- Le dijo al hombre de la bata blanca. He visitado ya a muchos médicos. Estoy muy cansado. No tengo ganas de vivir. No sé porqué.

Juntos rememoraron su sueño, recorriendo sus detalles. Reviviendo sus miedos, sus angustias, su dolor. Antonio vivía como un hombre destruido por su pasado. Su huida hacia delante, solo le permitió posponer una inevitable confrontación con la levedad de su existencia. Una confrontación brutal con la aplastante sensación de que una vida no vale nada, porque vio muchas vidas sucumbir al capricho de los hombres. Porque fue testigo de la crueldad, y de lo arbitrario de la violencia y del castigo. Y no sabía qué hacer con todo ello. Ahora que tenía todo el tiempo del mundo. Ahora que había concluido su labor de padre, de trabajador. Ahora que podía disfrutar de vivir seguro y tranquilo. ¡Qué sinsentido!

Antonio le dijo que tampoco había vivido con una mujer de la que hubiera estado enamorado. Su mujer. La quería, era buena persona, excelente madre. Pero no había estado enamorado de ella, jamás. Hubo que casarse. Aquella época no permitía deslices. ¡Qué verdad tan enorme! Ahora sus palabras flotaban en la consulta como ominosos dirigibles y eran tan grandes que iban a hacer estallar todo a su alrededor. Su culpa era tóxica, lo envenenaba. En lo más íntimo de su bondad había crecido algo ponzoñoso. ¿Cómo era posible?

Antonio se sintió aliviado al exponer el tósigo y deshacer su encanto con la ayuda del otro. Exploraron cómo dejar el pasado atrás. Decidieron cómo reconciliarse con su vida, resolviendo sus turbaciones sobre el amor y redirigiéndose hacia su existencia con más compasión. Buscaron sentido a un mundo sin sentido. Aceptaron el antes y el después de un país destrozado por la guerra. Hoy era el momento para enterrar a la muerte. Y celebrar la vida. Se abrazaron al despedirse.

En Busca de la Paz Interior

Salió del cuartelillo hacia ninguna parte porque tenía el día libre. No conocía Zafarraya ni sus alrededores. Aunque era de Sevilla, había estado sirviendo en muchos pueblos a pesar de su corta edad. No quería echar raíces. Estaba como perdido. Quizás no sabía lo que quería. Tenía más preguntas que respuestas. Era un hombre joven y soltero, con dudas sobre su propio devenir.

Cuando se retiró lo bastante del pueblo, se sintió suficientemente ensimismado como para olvidar todos los asuntos cotidianos. Poco a poco se dio cuenta que dirigía su paso hacia la elevación montañosa más cercana. Quiso fijar su vista en ello. Absorber los detalles y darse cuenta de los millones de veces que la Tierra habría circundado el astro Rey para acabar tallando semejante drama pétreo. Deseó que su carne se transformara en otra clase de materia que pudiera sobrevivir la lenta pero inevitable falla de sus órganos y células. Así, presenciando día tras día los ínfimos cambios que suceden en todo momento, podría entender mejor cómo emergen los montes o porqué se hunden en el mar. Fijándose en las fracturas y emergencias de las rocas sedimentarias, se sintió él mismo, frágil y quebradizo. Percibió su existencia como el brillo fugaz de un diminuto meteorito que a la par que se muestra digno de nuestra atención, se desintegra mientras intenta abrazar el planeta. Su ansia, le hizo buscar a alguien que lo calmara, que le afirmara al suelo, que lo clavara a la tierra para que no se esfumara o desvaneciera sin dejar señal. Se apresuró por el camino hacia el monte. Entre los árboles vio a un hombre alrededor de unas ovejas. Llevaba boina y tenía un gran mostacho gris por bigote. Estaba apoyado en un bastón de roble, con sus poderosas manos. Su mentón descansaba en el dorso de las mismas. Estaba vigilando a sus animales. No se inquietó al ver al joven aproximarse, como tampoco lo hizo el mastín que reposaba a su lado. Quiso darle algo más que un saludo. Fijó su vista en los ojos del hombre moreno, pero no encontró respuesta. Esperaba la revelación de un secreto, pero en lugar de eso, encontró un alma transparente, quizás todavía sin consciencia de sí misma. Las arrugas y cicatrices del hombre no eran las puertas, ni los quicios del saber. Su noble frente y rotunda pose no destilarían más que algún silbido de pastor, canciones y algún amor prohibido. El guardia civil se alejó con una sonrisa de agradecimiento, sin haber intercambiado una sola palabra con él. Luego agachó la cabeza y se sintió más solo aún, teniendo que soportar su propia levedad y la del pastor.

Ahora el calor hostigaba a los vivos y a todo lo que asomara bajo el sol. Un leve viento hizo que algunas retamas lo saludaran al llegar a un rececho. Allí quedó, y se giró sobre sí mismo, para ahora examinar con cuidado el trazado ordenado de Zafarraya desde lo alto. Pensó en los antepasados que poblaron aquellos lugares. Trató de imaginar cómo cuidarían de su entorno, de sus animales, de cómo adorarían al Sol y a la Luna. Esto le dio fuerzas para continuar ascendiendo y adentrarse más por el monte escarpado. Siguió haciendo un semicírculo suave con el que alcanzar la zona más alta de la sierra, para después encontrar con gran sorpresa una cueva de gran belleza. La entrada parecía una hendidura enorme realizada por un titán furioso. En su interior tomó refugio y decidió quedarse dormido, tan cansado estaba por el calor y la caminata. La caverna le proporcionó tal sensación de paz que sintióse en el mismo vientre de la madre tierra. Allí pudo encontrar el refugio que necesitaba, y su ansia se disipó entre la niebla de los sueños. En las tinieblas de su mente alcanzó a observar a los primigenios señores de los montes y valles. Cazó con ellos y pudo al fin atisbar su comprensión del origen de nuestras costumbres, y el temor a la muerte. Los avatares, la historia y la final desaparición de todos esos hombres había dejado una leve huella en el interior de la montaña, con la que el joven pudo conectar. Se despertó muy temprano al día siguiente, muy repuesto y con más ganas de vivir.  Volvió al pueblo sin esfuerzo, como nuevo. Había un nuevo horizonte para él.