jueves, mayo 12, 2022

Humor Vítreo

Rodríguez volvía de patrulla cuando decidió acercarse un momento por la zona de embarque. Los de Control de Acceso a Puerto le dieron el visto bueno con un parpadeo rápido, y le abrieron la primera compuerta de descompresión, donde tuvo que estar unos minutos hasta que la cámara se llenase de aire. Así le dio tiempo a comprobar sus mensajes y contestar a alguno de ellos. Al salir de la zona de seguridad, ahora con la cabina abierta y respirando aire-ambiente, dio la casualidad que vio a otro patrullero con código AND1970JUL, que identificaba a su compañero Maíllo. Hizo un rápido giro con el dron y avistó a Maíllo teniendo una conversación acalorada con un alienígena en el pantalán de espera. No lo dudó un instante. Hizo una toma agresiva y saltó del dron como un leopardo, dirigiéndose al alienígena. Al parecer no quería entregar documentación alguna. Maíllo le repetía que como policía portuario estaba obligado a hacer comprobaciones de la documentación de todos los transportistas que llegaban a Ganímedes, luna de Júpiter, y él, por ser alienígena del Planeta Islam351 no se iba a librar de ello. El individuo en cuestión estaba gesticulando y moviendo espasmódicamente sus palpos de un lado a otro. En uno de ellos parecía tener un objeto desconocido, y Maíllo dio un brinco del susto, tras lo que le zampó una patada a dicho palpo. El objeto saltó por los aires sin causar daños a nadie. Rodríguez se lanzó agarrando al alienígena, en caso de que quisiera agredir al compañero. Después de sujetarlo un instante, el alien empezó a dar como unos estertores y cayó al suelo con los tres ojos blancos. Tras esto, y ya en el suelo, ambos tuvieron que ser testigos de una especie de Baile de San Vito, al estilo  Islam351. Maíllo y Rodríguez estaban acostumbrados a las histerias y ataques de pánico fingidos por los aliens, con objeto de evitar chequeos y comprobaciones.

Ambos se quedaron ahí, mirando la payasada del alien, hasta que se calmó. Después se levantó, se aseguraron que estaba ileso y lo acompañaron hasta la nave y su carga. Después, entraron en ella, la registraron, comprobaron la documentación, y tras amonestarlo por algunas imprecisiones en el papeleo sobre el cargo que llevaba lo dejaron ir. El individuo no quiso hacer ninguna denuncia, ni puso mayores obstáculos. Parece que los del Planeta Islam351 se ponen muy nerviosos cuando vienen de transportistas. Es normal, somos muy parecidos en algunas cosas y en otras no lo somos.

Los compañeros y también amigos, se relajaron después, al final de la jornada en la cafetería El Embajador, comentando sobre la incidencia mientras bebían unas Cruzcampos Galácticas, de esas que se fabrican con tanto mimo, para los trabajadores espaciales. Degustando las Cruzcampos a toda velocidad (porque hay que beberlas muy rápido mientras están con punto azul), se aseguraron que el protocolo había sido correcto y que habían hecho bien su cometido. Después se volvieron cada uno a su cubículo en el barrio residencial. Rodríguez soñó con su pronto retorno a casa, que se llevaría a cabo en sólo en unas semanas, aunque posteriormente la singladura entre Júpiter y La Tierra durase varios meses. En Ganímedes no se podía residir mucho tiempo, debido a las fuertes mareas gravitatorias que alteraban la biología humana de forma letal. Todos los residentes debían de marchar como mínimo a Marte, cada cuatro meses, y permanecer en dicho planeta realizando labores alternativas durante al menos cuatro meses también, si querían retornar y poder exponerse de nuevo, a los excesos que supone vivir cerca de un gigante como Júpiter. Rodríguez ya había repetido dicho ejercicio varias veces, las suficientes como para haber acumulado un gran caudal de Soles (así se denominaba la moneda única que todo el mundo empezó a adoptar desde el siglo anterior). Eran Soles, por lo de su validez todo el Sistema Solar, y en Ganímedes se podían ganar muchísimos. Tenía ya suficiente para comprarse una finca con su casa de madera en Pelayo, un reducto humano rodeado de laurisilva y algabas, conocidos como el Bosque Niebla.

Al día siguiente, ambos fueron llamados por el Comisario del Puerto, a su despacho personal. Don Amalio, les echó una bronca enorme. Por lo visto, los de Control de Acceso a Puerto se habían estado divirtiendo con las peripecias del día anterior de los dos policías y luego habían compartido los vídeos grabados del incidente, los cuales habían acabado en manos de Don Amalio, por la mañana. -¿Qué clase de intervención hicisteis ayer, vamos a ver?- Dijo Don Amalio con un tono de desprecio bastante significativo. Los compañeros se miraron estupefactos. En primer lugar, el alien no denunció. En segundo lugar, los vídeos son confidenciales y nadie puede mirarlos sin que se haya abierto un proceso judicial. ¡No tenía sentido! Don Amalio siguió con su diatriba y concluyó su discurso altisonante, con una suspensión de empleo y sueldo para ambos hasta que se marcharan de Ganímedes. Se quedaron más helados que una luna de Saturno. Cabizbajos y pensativos se retiraron a sus aposentos. Pero Rodríguez decidió no quedarse ahí comiéndose el coco solamente. Volvió a salir con su nave y se dirigió ésta vez al hospital, a urgencias, para ser valorado por un oficial médico de inmediato. Para ello, antes tuvo que sobrevolar varios barrios residenciales de obreros, zonas industriales y mineras. El cielo oscuro y la inmensa bola de Júpiter, presenciaron silenciosos el sobrevolar minúsculo de su dron, que a falta de aire se propulsaba en las zonas exteriores con hidrógeno líquido. Cogió una baja y al día siguiente se las arregló para ver a una abogado. Fina había sido fiscal en La Tierra, pero aquí ganaba diez veces más Soles, así que está claro el motivo de su estancia en Ganímedes (igual que los demás). Rodríguez la conocía del colegio, de pequeños. Cuando hablaron del asunto, se dio cuenta que Don Amalio podía mover los hilos invisibles de las relaciones humanas, y hacer que cualquier ciudadano de Ganímedes, se comportarse como un mero lacayo, o mejor, un triste títere . Fina no se presentó tan amable como siempre, y se lo puso muy negro. Rodríguez quería volver a Andalucía tranquilo, conservando su puesto fijo de Policía Portuario de Primera Clase. No quería una mancha en su currículum. Se dio cuenta de la jugada y se marchó de nuevo con los hombros encogidos, ésta vez pensando en el Sindicato. Obtuvo al final un resultado parecido.

Los días se iban velozmente, no avanzaba nada, y Rodríguez no había nacido para estar cruzado de brazos esperando, ni menos todavía para estar de baja. Fue descendiendo por una inclinada pendiente hacia la angustia, para su propia sorpresa y sonrojo. Y sobre todo al ir averiguando cómo la densa red de influencias de Don Amalio en Ganímedes, estaba infiltrada por todos los colectivos que poblaban la luna. Ese hombre era vilipendiado y adorado al mismo tiempo. Lo fue comprobando al ir haciendo averiguaciones. Su Ego no tenía límites, y su forma de compensar ese desequilibrio psíquico era el dedicarse ocasionalmente a brindar una clase de dispensario con mucha demanda; el de regalar caviar para pobres. En otras palabras, podía dar prebendas para trabajar en Ganímedes a quién quisiera, y esa clase de favores era muy apreciada en la lejana Andalucía, madre de todas las corrupciones del mundo. Sin embargo, todo eso estaba muy bien. No era nada nuevo. Rodríguez era andaluz, sabía lo suficiente sobre la decadente sociedad tartésica para no gastar más esfuerzos en imaginar un mundo mejor, que nunca existió, ni existirá jamás. Aquí la cuestión era la siguiente; ¿Porqué Don Amalio había suspendido a dos mindunguis unos días antes de su vuelta a La Tierra? ¿Porqué se iba a arriesgar a realizar semejante acción saltándose todos los protocolos y reglas? No lo entendía. Faltaba una pieza clave. Tenía que encontrarla. Hora tras hora iba encontrándose peor. No podía dormir, sudaba constantemente. No paraba de mandar mensajes a su novia, que tendría que estar sufriendo allá en La Sierra Norte de Sevilla, siendo jefa de la primera Central Nuclear Subterránea de Europa. –La pobre- Se decía Rodríguez. –Estará pasando la mayoría del tiempo bajo cientos de metros de cemento armado, para soportar su vida sin mí, y yo aquí flotando en el medio del espacio, azotado por mareas de gravedad y encima acusado de abusos a un ciudadano extranjero-.  Cayó en la trampa de la ansiedad. Las píldoras que le prescribió el oficial médico lo dejaron noqueado, pero su mente empezó a desdoblarse. Había un Rodríguez nervioso y sedado, pero también había otro, uno más adusto y opaco, que seguía rumbo hacia el abismo de las preocupaciones y la sospecha.

Al fín, tuvo que ir a ver al psicólogo clínico. Ese hombre era perro viejo. Quizás, como un acto defensivo, antes de dirigirle la palabra, decidió por un momento permitirse el lujo de sentir su presencia, sin mirarlo de frente. Captó la sensación de que el tipo era más bien una sombra de psicólogo, o incluso un esperpento psicológico. Tenía un ojo mirando a Utrera, el cual era de un color grisáceoazulado,  a todo lo largo de la órbita visible de su oftalmo. Rodríguez se preguntó cómo el ojo del doctor tuvo que haber sido alterado. Carecía de esclerótica, y su humor vítreo estaba a la vista, con lo que creaba tal efecto que el ojo pareciera venir de un transplante de insecto a humano. También tenía una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda,  y que había dado al traste con su músculo masetero. Su tez y pelo oscuros, más las otras muescas biográficas, hacían de él un individuo ominoso, nada de empático. 

Rodríguez se lanzó al vacío y se lo contó todo. Tras mirarse el uno al otro durante un momento que pareció una eternidad, el psicólogo disparó –Rodríguez, no le des más vueltas. Don Amalio se va a jubilar pronto. Es inmensamente rico. Tan rico que se compró un asteroide para él solito, de modo que así podría estar gobernando Ganímedes sin marcharse muy lejos. Ahora es tiempo de cerrar el kiosko y está en un tira y afloja con Don Agustín, ese otro gran torero de Ganímedes. Lo que está pasando, es que eres parte del último entretenimiento de Don Amalio, la última oportunidad para seguir jugando con las vidas de otros y ganarle el pulso a Don Agustín, otro viejo Titán que busca pelea. Tu compañero Maíllo, es un protegido de Don Agustín, y por eso, Don Amalio os ha escogido para zarandear al viejo, nada más. Es solo un juego entre dos cascarrabias, créeme-. Rodríguez quedó absorto. Escuchó con atención la dulce prosodia que aquella extraña persona iba desplegando, como una música profunda y siniestra. Ahora, el hombre ya no le parecía tan intimidante. Es como si se hubiera indo transformado, conforme iba hablando. Parpadeó un par de veces, se aclaró la voz y volvió a dedicarle otra mirada intensa. De tanto mirarle, acabó viendo otra imagen completamente diferente. Una imagen grisazulada que jamás podría olvidar. Antes de marcharse, el hombre del ojo gris le dio una pastilla, también gris, envuelta en una caja de madera de encina y le dijo susurrándole; -Rodríguez, ¡echa la carne al suelo!-

Cuando despertó al día siguiente, se sintió fresco y con energía. Dado que el psicólogo le renovó la baja hasta el fin de su estancia en la luna, fue a tesorería y pidió que le dieran el sueldo y el finiquito del tirón. Acto seguido, envió los Soles a su novia en una criptovalija. Después, visitó a Fina y le solicitó que hiciera un testamento con unas últimas voluntades. Por último, y ya muy cansado, se dirigió al barrio comercial para hablar personalmente con un androide, su agente de seguros, y revisar las cláusulas que había firmado años atrás, cuando vino por vez primera a Júpiter.    

Por la noche, y ya exhausto, cogió el patrullero y esperó a que Don Amalio saliera del trabajo hacia la zona residencial Premium, donde viven los residentes VIP. Simuló un choque accidental entre drones. Previamente había ingerido la pastilla gris, la cual no dejaría traza alguna de su lúgubre acción bioquímica. Rodríguez era un piloto extraordinario y supo virar tan rápido y de tal forma que los vídeos del incidente sólo podrían achacar el choque a la imprudencia de Don Amalio. Cuando el forense acudió al siniestro, no pudo más que certificar la muerte súbita de Rodríguez tras parada cardiorespiratoria. En esas épocas ya no era necesario abrir el cadáver para hacer un examen postmortem, puesto que la tecnología de diagnóstico por imagen estaba a un nivel muy avanzado. Las resonancias practicadas no dieron pista de un origen traumático o de fallo orgánico alguno del deceso. De modo que Rodríguez murió sin poderse identificar otra causa que no fuera el propio choque con la nave de Don Amalio. Su novia cobró una enorme suma de dinero y Don Amalio acabó sus últimos días en Ganimedes sufriendo una gran vergüenza y humillación. Aunque todavía acongojados por la triste pérdida de Rodríguez, Don Agustín y Maíllo celebraron su victoria semanas después con grandes fastos, en la colonia española de Marte.

El psicólogo, que también se marchaba huyendo de las oleadas incesantes de Júpiter, se hizo cargo de custodiar los restos mortales del pobre diablo de Rodríguez. El tampoco volvería nunca más a la luna más grande de Júpiter, y la más rica en minerales raros de todo el  Sistema Solar. Así que, durante el lento retorno hacia la Tierra, pudo inyectarle un antídoto y hacerlo volver a la vida. Cuando Rodriguez salió del túnel de la muerte, y volvió en sí, pudo mirar de frente otra vez a la jeta del viejo y malogrado psicólogo. Comprobó con satisfacción cómo su ojo grisáceo brillaba como nunca.

martes, mayo 10, 2022

¿Y Ahora Qué?

Angel es un hombre casado, feliz en su trabajo, contento con su vida y sus circunstancias. Quizás él no lo sepa, pero tiende un poco al aislamiento. Le gusta su propia compañía y a veces se olvida de su familia. Pero en general, es un hombre bueno, que disfruta de su esposa y de su perra Chispa. 

Angel nunca ha tenido buenos hábitos de salud, pero también es verdad, que sus padres tampoco le insistieron demasiado en crecer sano y hacer un esfuerzo en cuidarse. El caso es que creció comiendo Bollicaos, Donuts y patatas fritas. Nadie prestó suficiente atención a cómo se alimentaba, especialmente a partir de la adolescencia, cuando uno empieza a vivir de forma algo más autónoma. De modo que así fue creciendo. Poco después aprendió a fumar y fue un hábito que adquirió de forma natural, porque vio a su padre fumar y después a su madre. No importó que su padre hubiera muerto cuando él tenía tan solo catorce años de edad y que la causa de su fallecimiento tuviera mucho que ver con que se fumaba tres paquetes diarios de Winston. Su hermano mayor le advirtió de los peligros del fumar, pero a lo mejor no estuvo lo suficiente encima como para poder contrarrestar los efectos de la normalización y la aceptación general que el fumar tiene en la sociedad. De hecho, su hermano Juan Antonio, el tercero y más pequeño que Angel, empezó a fumar todavía antes que él. 

Pasaron los años y Angel experimentó muchas aventuras y avatares. Y con ello viene el estrés y claro, el tabaco es una tentación en épocas de estrés. Y las patatas fritas. 

Angel no se dio cuenta de lo rápido que pasa el tiempo. En efecto, mirando atrás ahora se da cuenta de los años que ha debido de pasar fumando y alimentándose con comida basura. Pero es fácil mirar o incluso mirar de refilón, sobre todo si no te ha pasado nada. En Septiembre del año pasado tuvo que pasar por bastante presión, porque legalmente tenían que hacerlo fijo en su trabajo, pero no fue fácil. En un momento dado pensó que podría perder el trabajo y se sintió muy mal. Pero ésta vez no era como en ocasiones anteriores. Ahora tenía cuarenta y siete años, y con muchos años a sus espaldas de sedentarismo, tabaquismo y...patatas fritas. 

Tras ir afrontando la incertidumbre de su empleo, y gestionando todo lo mejor que pudo, consiguió su merecido contrato indefinido y se organizó muy bien para coger unos días de vacaciones para celebrarlo. Pensó que podría ir con su pareja a Sierra Morena con su furgo y para ello necesitaba ir a Decathlon para comprar algunas cosillas propias para equiparse bien en sus excursiones por las montañas. Cuando estaba en la zona de calzado, se empezó a sentir mal. Su esposa, Anna, vio que se ponía blanco. Angel se tuvo que sentar en un banco y le dijo a su mujer que sentía mucho agobio y calor. En pocos minutos estaba en el suelo, medio inconsciente. Los trabajadores de Decathlon no duraron un momento y en poco rato arribó una ambulancia que lo trasladó al Hospital Punta de Europa. 

Allí tuvieron que ponerle varias mallas en el corazón a lo largo de varios días. Tuvo que permanecer en la Unidad de Cuidados Intensivos donde le trataron de maravilla. A pesar de todo fue duro reconocer lo ocurrido. Anna le contó que durante su estancia hospitalaria dijo entre sollozos que porqué él había sobrevivido y no su padre. Quizás lo olvidó entre tantas emociones. Su hermano mayor le recordó los consejos que le dio en el pasado y le dijo que acababa de renacer. Tenía una segunda oportunidad. Nadie puede salir indemne tras una vida sin cuidarse y encima teniendo un antecedente en la muerte prematura de su padre provocada por el tabaquismo.

Han pasado varios meses y Angel se está recuperando muy bien. Pero recientemente se ha sentido frágil en el trabajo. No tiene ganas de hablar con nadie. Siente ganas de llorar y se ve algo torpe. Al hablar con él, su hermano mayor le ha estado escuchando atentamente. Angel dice que siente miedo a la muerte. Tiende a prestar atención a las noticias y se está dando cuenta de cuánta gente muere por paradas cardíacas. Su hermano le ha dicho que en realidad la mayoría de las muertes certificadas se hacen como paradas cardiacas, pero eso no establece la causa. Angel ha visto tras la conversación, que quizás se está fijando demasiado en detalles que antes pasaba por alto. Quizás está desarrollando una actitud catastrófica. 

Tras esto, no acaba de comprender porqué ahora, meses después del infarto, ha empezado a sentirse tan mal. Algún compañero le ha insinuado de si tendrá estrés postraumático.  

Después de hablar con un psicólogo, ha podido tomar perspectiva de la necesidad de reconocer que todos nos morimos. El quizás nunca haya podido pensar en eso. Se acuerda de la muerte de su padre. Se acuerda de la muerte de una perra que tuvieron en casa cuando él era muy pequeño. Pero nunca ha sabido cómo enfocar éste tema tan escabroso. La muerte sucede, y no vamos a morirnos así porque sí, sólo por pensar en ello. No moriremos antes, ni tan siquiera después de experimentar una angina de pecho, porque nos preocupemos por ello. Nos moriremos por fumar, por las patatas fritas, por el sedentarismo, y sobre todo...porque algún día nos tendremos que morir de viejos. 

Ha aprendido que su reacción emocional ha sido algo lenta, pero al final tenía que digerir lo que ha pasado. Su cuerpo y su mente se lo estaban pidiendo. No tenía ningún trauma psicológico. En realidad, necesitaba explorar asuntos difíciles, como el morir, el ser frágiles y el no saber qué va a pasar con nosotros.

Hay que dedicarle tiempo a entender lo que ha pasado y desde luego no puede encontrar respuestas adecuadas si se aisla. Eso es lo que dice que ha aprendido. Y ha aprendido bien. Ojalá desde hoy, disfrute del resto de su vida.


  

 

Kunta

 Kunta apareció un día en casa, así por las buenas. Era una perra blanca, con un antifaz color canela en su ojo izquierdo, y su oreja derecha también tintada del mismo color. Era de la raza de los podencos, unos perros muy dóciles y cariñosos. A mi padre le dio por traer un animal campestre a la ciudad, porque pensó que le vendría bien para cazar conejos. Antes había traído animalitos como conejitos salvajes o alguna tortuga, pero éstos eran animales más frágiles y murieron rápido, quizás incapaces de adaptarse o bien se escaparon.

Volviendo a Kunta, mi padre nunca se preocupó del hecho de que vivíamos en un cuarto piso, de que el animal no obedecía si lo soltabas en la calle y de muchas otras cosas más. Al principio cuando era pequeña era fácil tenerla en casa y mi hermano y yo jugábamos con ella todo el tiempo. Pero muy pronto se convirtió en una perra adulta y mis padres decidieron tenerla a fuera en la terraza. Ellos no sacaban a la perra a pasear. Era un perro de caza. Salía al monte con mi padre y nada más. El resto de tiempo se quedaba sola en la terraza. Poco a poco la familia se fue distrayendo con otras cosas y Kunta empezó a pasar a un segundo plano. Nació mi tercer hermano y ella simplemente desapareció de nuestras consciencias. Mi madre le cocinaba comida (patas de pollo, arroz y casquería) y nosotros limpiábamos las caquitas, pero Kunta nunca ladró ni se quejó de nada. Salía al campo obediente y cumplía con su trabajo como la mejor perra del mundo. Yo era incapaz de valorar la necesidad que Kunta habría tenido por pasar más tiempo con nosotros o de vivir más libremente. Las cosas pasaban demasiado rápido. Mi vida en el colegio, los avatares y problemas de la familia. Siempre había una excusa para olvidarse de Kunta. Cuando salíamos a la terraza siempre estaba ahí, esperando, siempre saludando, siempre atenta y receptiva para estar con cualquiera de nosotros. Para cuando mi tercer hermano era un bebé, le pusieron una cadena, como a los perros de los cortijos, solo que Kunta no vivía en un cortijo. No tenía sentido, pero así era como vivíamos nuestras vidas. Rodeados de sinsentidos. 

Para cuando mi tercer hermano empezó a andar, a mi padre le dio por juntar a la perra con otro podenco. No me acuerdo si fue iniciativa del dueño o de mi padre, pero una noche ambos cazadores se reunieron y los juntaron y tuve que presenciar un espectáculo para el que mi pudor no estaba preparado. Se supone que tenían que aparearse, para así traer perritos al mundo y poder tener más capacidad en campo abierto con presas complejas como las liebres, por ejemplo. Sufrí gran embarazo y reparo ante el comportamiento animal, crudo y sin secretos. Creo que Kunta tampoco pareció pasárselo muy bien. No quise entretener mi mente en todo aquél desagrado y traté de aceptarlo lo mejor que pude. Al final Kunta quedó preñada y semanas después ya no hizo falta más encuentros con ese perro ni ningún otro gracias a Dios. 

Llegó el día de parir, pero fue muy difícil. Demasiado difícil. Mi madre trató de ayudarle y fue sacándole los perritos, pero salieron todos muertos. Mi hermano Angel también estuvo allí. Yo llegué más tarde del colegio, y para cuando no quedaba ninguno en su vientre llegué yo y me encontré a Kunta en el suelo, muriéndose. Angel y mi madre lloraron mucho, y se anticiparon con acierto a la prematura muerte de un animal que nos había acompañado tantos años sin pedir nada y que se iba con total humildad. 

A mí me tocó llevarla a la espalda a un campo. Sentí su calor en mi espalda, a través del saco donde la llevaba. Sentí su muerte en mi cuerpo. Su falta de ánima, su quietud incomprensible. Andé mucho, hasta un lugar donde creí que podía dejarla. Pero al rato de pararme, me daba cuenta que necesitaba seguir más allá, quizás un poco más lejos. Quizás para encontrar un lugar más privado, más alejado de todo. Lo hice así varias veces hasta acabar agotado. Al notar el peso y el cansancio, traté de asumir el dolor como una ayuda para aceptar lo que estaba perdiendo. 

Mi padre nunca estuvo presente en ninguna parte de estos avatares. No entiendo porqué. 

De vez en cuando me acuerdo de Kunta. Después de su marcha, nunca quise tener más perros, no puedo soportarlo. Pero tengo que vivir soportando que vivió mal, y que la abandoné en un escampado donde nada más que había montañas de escombros, en los límites del barrio del Parque Alcosa. Allí la dejé, y allí también se quedó parte de mí. Una parte destruida y sola, como ella. 

¡Adiós Kunta! Nunca te olvidaré.

sábado, mayo 07, 2022

Dolores y Placeres

Era viernes y estaba anormalmente cansada. Porque los viernes al final de la jornada una persona no puede sentirse cansada, sino más bien, llena de energía...tiene todo el finde por delante. Cabizbaja y pensativa se dirigió hacia la parada de autobús. Aunque hacía calor, una suave brisa marina levantó su falda y le refrescó la entrepierna. Iba incómoda porque llevaba un paquete indeseado. Un paciente le había prestado un libro, y otra paciente le había pasado un DVD. En ambos casos, le habían implorado que leyese y que viese esas obras, porque era muy importante. Tenía la cabeza llena de historias, problemas y un pequeño hueco para pensar sobre lo que podría hacer con su tiempo libre. ¿Debería de llenarlo otra vez con los deseos de los demás? No hay nada como llevarse más trabajo a casa.

Al llegar a la otra ciudad, se bajó atolondrada del autobús. Mareada por los cotilleos de las señoras de la limpieza que como ella, volvían de su centro de trabajo, respiró hondo al poner el pie en tierra firme. Cogió la vereda que le llevaba al centro de fisioterapia con más ilusión que hasta entonces. En su mente se dibujó el semblante del fisio que normalmente le trataba. Al llegar, reconoció las caras de los otros pacientes y vio a alguno nuevo. Esperó su turno y con cierta ilusión fue recibida por Juan, el cual le indicó amablemente el lugar donde empezarían el trabajo de hoy. Se dirigió a su cubículo y esperó allí a su fisio favorito. Él vino con sus prisas y sus divertidos comentarios que rápidamente le daban una estimación de cómo había pasado el día. Le colocó un aparato que emitía unas ondas de calor en la cadera y la dejó descansar allí en la camilla, mirando al techo. Al fin podía no pensar en nada. Esto dio lugar a su segunda y agradable inspiración profunda del día.

Al poco escuchó la llegada de una señora que venía en silla de ruedas ayudada por otra señora también anciana. Era una paciente conocida y detestable. La oyó quejarse y decirle a Juan que la fisioterapia no le sentaba bien, que no quería venir más, y que le dolía todo el cuerpo. Juan respondió lo mejor que pudo e inmediatamente se puso manos a la obra con ella. Sus quejas y reproches no pararon, a lo que Juan abordó como pudo. Ella tenía los ojos cerrados, y no puso resistencia al tener que escuchar tal diálogo. Momentáneamente y al cabo de unos minutos, Juan apareció por el cubículo para cambiar de máquina y susurrar una palabrota dirigida a la bruja del cubículo de al lado. Aunque su paz sólo había durado unos momentos, al menos Juan le arrancó una sonrisa. Seguía tumbada, recibiendo ahora ultrasonidos y de regalo, también una letanía de gemidos y quejas de la maldita vieja. 

Juan con cara de enfado, apareció una vez más como un rayo, le retiró la máquina y seguidamente le dijo que pasara a la sala de terapia para trabajar con la muñeca y el antebrazo. Cuando estaban ya ambos sentados el uno frente al otro, se sintió muy cómoda dejándose masajear y sentir un tremendo dolor terapéutico, del cual no dio muestras de queja alguna. En la zona más cercana de terapia había llegado un joven torero que tenía el antebrazo derecho cruzado por una enorme cicatriz. Un astado, le había apuñalado con uno de los pitones, dejando una marca indeleble. Otro terapeuta se dispuso a masajear el brazo del muchacho. Ella disimuló el interés, pero se dejó seducir por la actitud de aquél joven, la cual era diametralmente opuesta a la de la anciana quejosa. No expresaba dolor, sólo interés. Observaba el trabajo del fisio cuidadosamente, con expresión hierática. A juzgar por el dolor propio, se imaginó que él debería de estar en una posición todavía más quebradiza, sin embargo, el nulo reflejo en la cara o en el lenguaje del cuerpo del matador, podría parecer que era producto de un mero masaje relajante. Juan se percató de la dinámica y con discreción comentó: -ésta gente está hecha de otra pasta- a lo cual ella asintió muda con cara de cómplice. La dulce juventud y la sana actitud del paciente le ayudó a relajarse y distanciarse de los latigazos que recibía cuando Juan, con sus poderosos movimientos, doblaba su mano en una dirección y en la opuesta, para curar los magullados musculitos que ansiaban librarse del dolor a toda costa.

Antes de terminar la sesión tuvo que darle a la bicicleta un rato. Lo peor ya había pasado y el dolor intenso de los masajes se extinguió rápidamente. Ahora simplemente estaba cansada, y nada más. Se despidió agradecida de Juan, y también saludó al torero y a los demás pacientes con cierto grado de camaradería. Era agradable sentirse paciente, y gozar de los cuidados de otro. Aunque no era de su paladar, y no le apetecía mucho indagar sobre ello, podía intuir el valor que tenía su propia presencia en la vida de sus pacientes gracias a la experiencia que le brindaba ser una especie de agente doble (terapeuta y paciente a la vez). En realidad, ningún médico puede dejar de serlo cuando le toca ser paciente, sólo puede intentarlo. 

Enfiló el rumbo hacia la casa de su novio, sintiéndose más ligera, más ingenua y despreocupada. Una vez en el ascensor se quitó las bragas y las guardó en el bolso. Cuando el hombre le abrió la puerta, lo trató como si se hubiera transmutado de pronto en una especie de pastel de trufa. Lo vio allí plantado en calzoncillos y no pudo hacer otra cosa que abrazarlo y frotar su pubis contra los blandos genitales de su amigo para que intuyera lo poco que los separaba ya de lo inevitable. Todavía en la puerta, vibró el teléfono y se dio cuenta que había dejado el libro y el DVD en la clínica, pero decidió ignorar la llamada y todo lo demás, lanzando el bolso muy lejos, como para que nadie fuera testigo de un acto impúdico. Él la besó con dulzura, y así ella supo que la dejaría hacer para así no lastimarla y permitir que su dolor no se entremetiera entre los dos instintos que acababan de despertarse.        



viernes, mayo 06, 2022

María y el Mar

 Había una vez, una mujer todavía lozana y hermosa, por dentro y por fuera, que vivía cerca del mar. En realidad, ella venía del interior, de los anchos valles y montes cubiertos de bosque denso y oscuro. Pero siempre había soñado con la idea de poder sentarse a diario frente al océano, y sentir la inmensidad del espacio abierto, como un portal desde donde vislumbrar la obra de Dios. Procedía de Jayyán. Así es cómo ella llamaba a su ciudad natal. 

Lo dejó todo para poder cumplir su sueño. Tras años de ahorro y una constante búsqueda para poder encontrar aquél lugar perfecto donde materializar su adolescente fantasía, se dio cuenta de que en realidad, había encontrado muchos lugares preciosos donde establecerse, compartir y experimentar la belleza de vivir con almas semejantes. En sus apasionadas idas y venidas por su país, conoció a mucha gente y espléndidos parajes, que no estaban necesariamente cerca del mar o que quizás estando en la costa, no eran como ella deseaba. 

Ahora que ya llevaba un tiempo disfrutando del logro de haber hallado su anhelado paraíso, y de la fortuna de haber hecho realidad aquello que un día, ahora remoto, solo fuera la semilla de un proyecto, se le vinieron a la mente algunas dudas y pensamientos. Sintió perplejidad al hallar entre sus ideas el que quizás hubiera podido realizar su vida haciendo mucho menos esfuerzo, sacrificándose menos, y por supuesto, sin tener que abandonar a algunas personas que conoció, al ir siempre tras su dorado sueño azul. Ella tan a gusto cerca del mar, se fue viendo atraída por una corriente fluvial inesperada, de misteriosa naturaleza. Aquellas reflexiones siguieron creciendo, y la empezaron a llevar primero por una marisma y luego por una serie de meandros irreales al principio, que iban a contracorriente de su propia lógica, pero que poco a poco ascendían y la adentraban no precisamente mar adentro, sino más bien al contrario, tierra adentro... 

-¿Porqué no paro de pensar en esto?- Se decía angustiada, tras comprobar que dichas elucubraciones duraban ya semanas. Su mente estaba anegada de sensaciones y recuerdos sobre los amores, las visiones y la inquietud de vislumbrar ahora otras posibilidades que había sencillamente descartado sin pensar por un momento, en el valor intrínseco de aquellas joyas y gemas que había hallado sin ni siquiera haberlas buscado.

El desasosiego le inundó su propio mundo interior, al sentirse abrumada por las imágenes y recuerdos de un hombre en particular, que conoció en Córdoba, ciudad tan alejada del mar, que allí el océano fuera sólo una tímida promesa en las orillas del Guadalquivir. Se atusaba su larga y densa cabellera al cavilar sobre ese hombre moreno, de mirada noble y triste, que decidió dejar atrás, buscando el mar abierto. Ahora reconocía que quizás no se dio a sí misma una oportunidad para pensar más despacio, o para sentir con más profundidad lo que aquél hombre alto y gentil, le susurró una vez entre las silenciosas callejuelas del barrio judío. Su memoria recorrió una vez más sus pasos. No le detuvieron los besos, ni los abrazos, ni los sábados entre sábanas: la mujer fuerte y fiel a su instinto, siguió impertérrita el camino del río, que le llevó a Sevilla y de ahí a Sanlúcar de Barrameda, para nunca volver atrás.

De pronto algo la alteró. Dejó en paz su pelo, soltando todo el volumen del cabello de golpe, mientras miraba al mar por su ventana. Su cara quedó envuelta en la salvaje melena oscilante. Ahora su expresión parecía aún más enigmática y perdida en el infinito horizonte plano de las aguas saladas de su sagrado mar. Sintió una punzada profunda en el pecho, tras lo cual tuvo que retirar la vista de aquello que siempre le proporcionaba sosiego. La soledad le estaba haciendo mella y ahora empezó a debatirse entre dudas sobre si podría tener el coraje para buscar a ese hombre. Y de si él acudiría a su llamada. ¿Sería demasiado tarde? ¿Sería inapropiado, o egoísta? -¿Qué es lo que se supone que tengo que hacer?- 

Esperó a que llegara la primavera, y para el Festival de los Patios de Cordobeses se plantó en aquella ciudad, que es la puerta de la Sierra Morena, con el corazón en un puño, esperando encontrar lo que nunca buscó.