domingo, julio 23, 2023

Aguasanta

Su hijo llegó a casa como siempre. A la hora que quiso y sin avisar. Pero también, acompañado por aspavientos y una voz atronadora, para así dejar claro que ella estaba en deuda, el mundo estaba en deuda con él. Y por eso podría hacer y deshacer a su voluntad, porque estaba lleno de ira y de reproches, y alguien tenía que absorver toda aquella retahíla de mentiras en pos de curar unos traumas que más que dolor para él, le generaban dividendos y derechos inalienables. Hoy Aguasanta no quiso callar y le respondió con calma. No se puso a su nivel. Su voz fue firme, sosegada, racional. El joven quedó sorprendido, quizás perplejo. Esa forma de hablar era nueva. Le comentó que no estaba bien que apareciera a la hora que le diera la gana, pero que si eso sucedía tenía que asumir ciertas responsabilidades. Eran cerca de las ocho de la tarde, así que si deseaba almorzar o cenar o cualquier cosa parecida, iba a tener que preparar él mismo la comida. Se marchó del salón muy tranquila hacia su dormitorio. El otro se quedó allí parado, maquinando una respuesta contundente contra la madre, pero con tanta dificultad que tuvo que darse más tiempo de lo acostumbrado antes de bramar como un descosido.


Se dio un poco de maquillaje y eligió ropa que hacía siglos que no se atrevía a llevar puesta. Cogió las llaves del coche y su móvil y se marchó sin dar más explicaciones, igual que lo hacía el golfo de su hijo. La prisión de menores, o mejor dicho, el centro de internamiento, lo había vuelto más atrevido y seguro de si mismo. Nada de arrepentimientos ni de promesas de cambio, sino todo lo contrario. Mientras meditaba sobre él, se dio cuenta que su mente había empezado a narrar su tragedia familiar de forma diferente. El psicólogo de la seguridad social le había dicho algo sobre sí misma que no conocía o a lo mejor había olvidado. Para variar, se había permitido dejar de engañarse, estaba llamando a las cosas por su nombre. Era el momento para tomar decisiones basadas en sus necesidades.


Era sábado por la tarde y el ayuntamiento de San Roque cerraba el festival de flamenco de verano con un recital donde el elenco era de mucha categoría. Entre los artistas se encontraba la Terremoto, Manuel de la Tomasa y Fernando Canela entre otros. Fue sola, porque no tenia amigos. Pudo aparcar cerca de la plaza de Toros sin problema. Hacía mucho más fresco que los días anteriores y el paisaje despejado del pueblo le subió el ánimo. Todo estaba muy limpio, los jardines muy verdes y la calle tranquila. Tenía tiempo de sobra así que se fue al casco antiguo y se tomó una cerveza y una tapa en el Depor, en la calle General Lacy, no muy lejos del museo de San Roque. Se permitió percatarse de las miradas y gestos dirigidos hacia ella de hombres y mujeres. Para su propia sorpresa, percibió que existía para los demás, y se sintió muy bien. Incluso cuando volvió hacia la plaza de Toros fue bamboleando las caderas, como cuando era más joven.


La gente fue llegando poco a poco a la plaza. Todo estaba dispuesto, incluso había un ambigú ya lleno de gente, donde una docena de camareros despachaban a diestro y siniestro pinchitos y cervezas. Se colocó muy cerca del escenario porque todavía era temprano. Había niños y mayores, como corresponde a un evento cultural andaluz, y por tanto la atmósfera era festiva. Aunque los artistas comenzaron algo tarde, todo el mundo se mostró paciente. Ella disfrutaba de su soledad como nunca antes. En cuanto empezó el cante, se dejó llevar por la música. Las voces masculinas la envolvieron, con las palmas y las guitarras de fondo, marcando el compás. Las figuras en el escenario eran constantemente dibujadas bajo la luz cambiante de los focos. El humo atmosférico trazaba infinitas fractales al ritmo de los láseres y el cante destilaba un néctar nuevo a cada estrofa, una ilusión y una sorpresa tras cada rima acertada, tras cada quejido amoroso. Cuando la Terremoto irrumpió en el escenario, Agusanta estaba sumergida en un océano de emociones que había redescubierto sin desearlo. 


Aprovechando un breve descanso se dirigió al ambigú para comprobar en las distancias cortas, el efecto de sus curvas y el color de su piel en los hombres que pedían en la barra. A través del lenguaje corporal de su improvisada audiencia, se permitió sentir que su cutis era de melocotón y sus ojos eras castañas enormes y brillantes.


Fue una noche maravillosa, y como toda Cenicienta, ella sabía que tenía que terminar por donde había empezado. Así que al llegar al barrio su carroza se convirtió en un Peugeot 205 con mil abolladuras y la reina de la fiesta se transformó en una madre abusada. De hecho, el muchacho la estaba esperando.


-¿Qué horas son éstas? ¡Pareces una puta!...Ella no tenía ganas de discutir. Solo de seguir sintiendo un poco más aquella nube de magia, una nube redonda, como una plaza de Toros. Como no le hizo caso, se puso cada vez más gallito hasta que le de dio un puñetazo en el hombro y después la empujó con mucha fuerza. Aguasanta se cayó y se golpeó la cara contra la mesa de cristal. En lugar de alimentar la pelea, se sacó el movil y mientras se dirigió a su cuarto llamó a los nacionales sin pestañear, tal y como le dijo el psicólogo. No se limpió, ni trató de disimular los golpes como había sucedido decenas de veces. Hoy no. La policía se llevó al hijo y ella se acostó con la boca con sabor a sangre y a triunfo. 

sábado, julio 01, 2023

La Doma y la Bestia

 


Prefiero confesar el trasfondo de esta historia desde un principio. Estoy aterrado, vivo con un constante temor. Quizás lo sé todo y no debería. Lo mejor para una persona es vivir y afrontar su presente sin mayor preocupación que resolver aquello que tiene literalmente entre manos. Yo nunca fui así. Al contrario, siempre he vivido el pasado, el futuro y lo peor de todo, he sufrido las más oscuras fantasías propias y ajenas como si fuesen latigazos autoinflingidos. Por eso tengo alma de escritor. El reguero de tinta que discurre con esta narración me lleva finalmente a un sentimiento ambivalente de culpa y odio. Sigue el reguero.


Anoche iba a ser mi último día de Feria. Una Feria que no he ansiado, igual que todo lo bueno que me rodea. Estar aquí es un esfuerzo, respirar un suplicio. Ahora que la vida me guiña un ojo, resulta que mis deseos se jubilaron anticipadamente. De hecho, dejo pasar lo que acontece con desdén, una y otra vez. Espero que todos me perdonen.


Al llegar al Real, me situé una vez más como buen sevillano, en un escenario potencialmente peligroso. Con desconfianza había atravesado las calles de los Remedios, al atardecer ya oscuras pero atiborradas de feriantes que como nerviosas hormigas iban sedientas de manzanilla y baile en dirección a sus casetas. Reconocí una vez más el escenario ferial, saturado de polvo y magia. Las luces de los farolillos y las mujeres enjaezadas en sus faralaes me hipnotizaban a mi pesar. Yo solo buscaba el origen de una amenaza. Al adentrarme entre los límites entre la Calle del Infierno y la ciudad de lona construida para el placer, pude reconocer varias furgonetas azules de la polícia que maniobraban para tomar posiciones. Su presencia me reconfortó. De hecho, me acerqué hacia ellas, para permitir que la cercanía de los uniformes me inyectaran un tranquilizante de corta duración. Disfruté de los ademanes y la autoridad de los uniformados. Incluso me sentí afortunado de poder ayudar a un agente que se había colocado mal su chaqueta. Su respuesta agradecida y masculina reverberó adecuadamente hasta activar la memoria de mi padre, un policía de pro.


Conforme avanzaba, me fui aproximando a Pascual Márquez, comprobando los movimientos de los hombres, sintiendo temor por ocasionales griteríos y potenciales amenazas sobre todo de muchachos jóvenes demasiado afectados por el alcohol y sobre todo ahogados en su propio Ego supurante. No ocurrió nada malo. Llegué hasta la caseta y saludé al guarda. Un hombre recio, aunque muy pequeño. Su estoicismo y bondad brotaba de su mirada seca, como el esparto. Le pregunté cómo le había ido el día y me dijo que se había desmayado del calor. Me dolió escuchar su relato sosegado, admitiendo sin rabia que la compañía de seguridad no permitía llevar calado un sombrero bajo el sol de justicia que había castigado la Feria toda la semana. Agradecido por compartir su dolor sereno, avancé hacia el interior de la caseta y paso a paso fui saludando a los feriantes todas caras conocidas, ninguna amiga. 


Mi mujer y mi hija me esperaban dentro. Llevaban todo el día festejando la vida. Pacientes y dulces me recibieron con vino y gambas. Me relajé comprobando que aquello no estaba atestado y me podía sentar donde quisiera. Elegí un ángulo visual hacia el exterior, con la espalda pegada a la pared. Me actualizaron sobre las incidencias del día, regalándome sonrisas y anécdotas sobre sus bailes que narraban como si acabaran de hacer la primera comunión. Querían arrancarme una sonrisa y les fui permitiendo que lo hicieran, mientras miraba el reloj de vez en cuando, ansiando volver a casa. Fueron pelando la amargura de mi psique, hasta ir dejando al aire un Yo algo menos paranoico. La niña se marchó con sus amigas a la Calle del Infierno, acompañadas por un adulto. Eso me hizo sentir menos preocupado, pero el estómago me daba punzadas. Un poco más tarde llegaron nuestros amigos de siempre, con los que nos tomamos vino y jamón, y nos hicimos fotos, mientras compartíamos nuestra perplejidad al comprobar que la vida avanza, los hijos maduran, mientras nosotros nos resistimos en vano a experimentar ese proceso del cual empezamos a estar más que hartos. En realidad, todo el mundo está perplejo en su interior, sólo pudiendo reconocer dicha perplejidad en soledad. Estamos viviendo un mundo sin tiempo, donde cada instante está ocurriendo a la vez que el otro o el de más allá. Nuestra niñez, está ahí en esa esquina, mientras que la adolescencia se encuentra al lado, cerca de la caseta, y la adultez, canosa, está sentada mirándolo todo con cara de desahucio. Con ello, la velada transcurrió dentro de lo razonable, con idas y venidas a varias casetas. Saludando a mucha gente, recibiendo miradas y guardándome el deseo en los bolsillos, como billetes de autobús arrugados que nunca podrán llevar a ningún sitio. Supongo que debo ser atractivo, pero ya es algo inútil. A pesar de todo, guardo a buen recaudo cada mirada, cada deseo, porque me hacen daño aunque también, por si acaso. El pecado me castiga, igual que el peligro. Soy un acumulador de dolor, que se arrastra por doquier absorbiéndolo como si fuera ectoplasma. Pero soy un pecador, como buen cristiano. Por tanto, hay que mantener toda la radioactividad a buen recaudo, como fuera alpechín. Para que no contamine las limpias aguas de la vida en sociedad.


La noche siguió avanzando y como es lógico hubo que seguir bebiendo y bailando. Algunos visitantes e invitados renovaron la sangre de la caseta, y también causaron controversia. Una gitana muy morena bailaba como una loca, cazando miradas, lanzando embrujos, hasta que su gitano se enfadó lo suficiente, que no fue mucho, porque iba muy aliñado de fino y de otros productos químicos y moléculas importadas de Colombia. El hombre me propinó una torta con la mano izquierda cosa que me sorprendió y también me agradó mucho. Fue como hacerme un enorme favor. Me sacó de un solo golpe toda la neurosis que tenía acumulada durante años en las venas, y dejó espacio para que la escasa testosterona que me quedaba brotara sin freno. Es de agradecer y también es un fenómeno paradójico que un drogata me curase de mi enfermedad mental a base de bofetadas. Aquella torta generosa como el beso de una madre, la disfruté a fondo. El infinito de mi pensamiento pudo analizarlo todo hasta la saciedad, y aunque fuesen milisegundos después cuando le lancé un directo de izquierda, en realidad todo ya había sucedido. El gitano se había labrado una noche truncada por él mismo, aunque fuera veinte años más joven que yo. Me propinó una patada muy original, debido a que también fue con la zurda, tras lo cual recibió cuatro o cinco ganchos que fueron un disfrute mayúsculo. Debí de reventarle los dientes y la nariz, pero para mí fue como cortar un cinco jotas, o servirme un exquisito paté de hígado de pato. Parece que entre los golpes, otros carcamales y jóvenes se unieron a la pelea, puesto que vi sillas y mesas volar por doquier. Las mujeres salieron a fuera corriendo y tras esto, vi a los hombres salir propulsados de un lado a otro por empujones y golpes titánicos, como si Neo o Morfeo estuviesen golpeando a varios malvados agentes de Matrix. De hecho, las paredes se rompían y caíamos a otra caseta y otra y otra. Rompíamos todo lo que había, sin respetar nada, ni las mesas repletas de jamón y catavinos. Al final cientos, miles de sevillanos se unieron a nuestra pelea, sacando lo mejor de nosotros mismos. Toda la Feria sucumbió al dios ancestral con fauces de acero, y tras la prueba, el miedo fue borrado de la faz de los hombres. Al fondo, las flamencas, en el albero, lloraban y gritaban, pero era un coro griego, necesario en toda tragedia.


Cuando aquello terminó, mis puños tenían el tamaño de guantes de boxeador, y mi corazón latía con plenitud, mi alma estaba limpia, serena. Conocí al fin la verdad tras el miedo. La paz de la guerra y el perdón después de la paranoia. La sangre bendecía nuestras caras y cuerpos. Todos estaban cansados e indiferentes ante la policía. Cuando llegaron todo el mundo parecían haber recibido una dosis masiva y colectiva de haloperidol. Eso son los milagros de la lucha, desconocidos para mí hasta ese momento. De hecho, seguimos bebiendo incluso, con risas rotas, pero risas al fín y al cabo. La destrucción dio paso a una emigración pacífica al barrio de Los Remedios a comer jeringos con chocolate con sabor sanguinolento. Los hombres me siguieron ciegamente, como indios inspirados por un Gandhi de la guerra. Dormí como nunca, con el pecho henchido, orgulloso de la sevillanía y el círculo de preguntas y respuestas sin fin, se cerró finalmente. El miedo quiso domar mi vida pero una bestia me salvó.