martes, diciembre 14, 2021

La Semi-Diosa

 

 

Era de piel morena pero se veía iluminada por alguna bendición divina, que la hacía relucir alrededor de una penumbra tremenda. Esa penumbra era el resultado de vivir permanentemente en un pozo emocional. Pero ella no lo sabía. Su encanto y energía parecían inagotables, pero su agitar de alas tenía los limites del colibrí; justo para poder absorber algo de alimento y sino perecer. De este modo la hermosa Blanca iba de flor en flor buscando un dulce néctar divino que confirmase su naturaleza y su papel primordial en este mundo. Pero todo lo que encontraba eran licores amargos.  Y se iba agotando su paciencia. De hecho, con el paso del tiempo, ella misma se fue haciendo suspicaz y amarga como los licores de los que bebía, pero eso no le permitía madurar y transformarse en un ser humano, mortal. Seguía y seguía viviendo como una semi-diosa, sin poder materializarse como una mujer de carne y hueso, y luchaba contra los hombres que conocía, como si fueran todos despreciables. En el fondo seguía el plan trazado por su malvado padre, el cual, ególatra y acaparador, había insertado en su mente la creencia de que él era el único hombre en el que podía confiar, y él era el único modelo a seguir. De este modo Blanca siempre se encontraba la misma situación tras conocer a un hombre. Siempre sentía que no era suficiente, que no era especial, como su padre.

Un día conoció a un hombre especial. Pero estaba casado. Era un tipo difícil de encasillar, quizás no llevaba el manual de instrucciones a mano, para que Blanca pudiera encontrar los fallos y limitaciones a los que estaba acostumbrada. El hombre era atento, inteligente, dulce, creativo. Blanca se encontró con un problema moral, porque sabía que las circunstancias eran adversas. Pero su impulso la llevó a probar del néctar…y le gustó. Sin embargo, aquello la arrastró a una espiral incontrolada de emociones. Se sentía abandonada por un hombre que tenía que dormir en otro nido. Las horas eran demasiado largas sin la compañía de ese hombre, del que era dueño otra mujer. Y la mujer que empujaba por salir de la crisálida del Yo, en el interior de su alma, lloraba y lloraba, implorando salir. Esa mujer sabía que era su oportunidad. Pero Blanca no tuvo paciencia, ni fé. Era demasiado desconfiada. No supo darse cuenta que podía haber rescatado de un matrimonio fracasado, al hombre que amaba. Así hubiera brillado su lucero real, y hubiera sido la heroína que deseaba ser. De repente, decidió un día simplemente abandonarlo tras muchas lágrimas y peleas consigo misma.

En el fondo hizo bien, porque Blanca era una carcelera y tenía aprisionada a su mujer, a la que no dejaba salir. La escondía en lo más oscuro de su alma. Jamás la dejaría avanzar y salir al mundo real para vivir como una adulta. Jamás se atrevería a compartir lo cotidiano con un igual y respetar su libertad, porque ella misma tenía a su alma esclava. Jamás podría ceder o confiar, porque su personalidad infantil exigía rendición incondicional, un sueño adolescente de amor imposible. Un sueño basado en la promesa de lealtad que su propio padre le hizo jurar. De este modo Blanca prosiguió su camino de semi-diosa eternamente adolescente, para seguir con sus encantamientos y embrujos, para engatusar a los hombres y después defenestrarlos de su vida. Había que exponer sus defectos, humillarlos y de este modo probar que solo podía amar a su padre. Que solo él era el único en quien confiar. Blanca se alejó del hombre casado-amargado, dejando el rastro místico de una epifanía, un sueño inalcanzable para un mortal al fin y al cabo, por muy especial que éste hombre fuese. Y el hombre quedó hecho pedazos, pero no importa. Así es como tiene que ser. Los hombres están para hacerse pedazos. Y el padre de Blanca quedó como ganador supremo, destrozando al último hombre que podría haberle hecho frente. Y es que este mundo es imposible de comprender del todo. Para Blanca, su historia narra la hegemonía masculina. Para el casado-amargado, la hegemonía recae en la fuerza de las mujeres. ¿Quién tiene razón? Nunca lo sabremos. Pero hay que seguir viviendo a pesar de todo.

sábado, octubre 09, 2021

Sotogrande Internacional

 Miguel llegó unos minutos antes a la casa, para estar seguro de que todo estuviera en orden. Al cabo de un rato salió al exterior, sabiendo que todo estaba controlado y se dispuso a esperar a la señora que iba a hacer su última visita a la casa antes de firmar el contrato de alquiler. En ese momento coincidió con el vecino de al lado. Se saludaron como es costumbre, y también, como es de esperar, acabaron hablando de política y de todo lo que es menester en esta tierra andaluza. La señora holandesa de nombre Gertrude, arribó con su coche coincidiendo con el final de la improvisada tertulia. Ambos le invitaron al diálogo y ella se unió sin ningún problema. Como es lógico, Gertrude inquirió sobre la vida en lo que iba a ser su nuevo hogar. Una casa adosada de alquiler. El vecino le comentó, que la vida en la pequeña loma del pueblecito donde ahora iba a residir era algo desigual, a lo cual ella respondió con un arqueo de cejas. -Si, este lugar es algo extraño- dijo el vecino. Miguel también cambió su expresión a una de incertidumbre. El vecino trató de explicar que hay extranjeros viviendo que no hablan el idioma nacional. Gertrude desgraciadamente saltó con el comentario fácil. -Sotogrande es un lugar muy internacional, y yo también me siento muy internacional- El vecino le dijo que siendo tan internacional no sería capaz de entender a la gente local si no se habla nuestro idioma, el cual ella manejaba con bastante torpeza. El vecino aludió a que el extranjero que viene a Sotogrande no entenderá nuestra cultura, ni nuestra manera de hacer las cosas si espera que le hablen en inglés, tras lo cual Getrude no pareció muy convencida. De hecho, argumentó que a algunas personas le cuesta mucho aprender el castellano. El vecino continuó con su exposición, a la que Miguel, valientemente se unió, puesto que se presentó el argumento adicional de la actitud hacia las cosas. -Si se tiene voluntad, se aprende, y en realidad nadie habla perfectamente su propio idioma-, sentenció el vecino. También expuso el riesgo a ser abusado por los pícaros de la zona, y a que los locales le saquen el dinero a los guiris, si no se conocen los parámetros locales de comercio, salarios y demás. Gertrude parecía querer insistir en la importancia del inglés por encima de todo, ejemplificando el hecho de que en su país, Holanda, todo el mundo habla inglés, y de que Sotogrande es un lugar eminentemente turístico, por lo tanto aquí debemos plegarnos como en la minúscula Holanda. Ante esto, el vecino negó con la cabeza. Se habló hasta de los madrileños, esos seres que tienen a Andalucía como patio de recreo. Gertrude volvió a caer en su propia trampa internacionalista. Como los madrileños son españoles, entonces sí los pudo criticar. -Estos extranjeros hipócritas y colonialistas siempre tienen ese desprecio hacia lo español, tanto si lo tienen enmascarado como sino-, pensó el vecino. -Los madrileños son groseros y van con prisas dijo la mujer-. El vecino supuso que los madrileños no entran en su tienda, mientras que los angloparlantes sí. Quizás la mujer tenía una base argumental muy pragmática, quiso concederle el vecino, en su intento de comprender a qué venía tanta falsa internacionalidad. Al final, no se sabe si Gertrude aprendió algo, pero el vecino le quiso dar una última oportunidad antes de despedirse y le dijo; -bueno Gertrude, encantado de conocerte, aquí tienes tu casa para lo que necesites-. Gertrude frunció el ceño revelando su incapacidad para entender el significado que los andaluces damos a semejante alocución. Dado el total fracaso de comunicación, el vecino confirmó una vez más, que para algunos ciudadanos del norte de Europa, internacional significa hacer lo que ellos quieren, es decir, vivir como autistas. 

viernes, agosto 20, 2021

El Invitado

 


Alvaro se puso enfermo al poco de comenzar la pandemia. No quería salir de casa, y tenía miedo de contagiarse. Su hermano Carlos le dijo que había conocido a alguien, un forastero, que lo mismo le podía ayudar. Alvaro aceptó el consejo de su hermano, y fue a verlo a Sotogrande. El señor fue muy amable y lo vio varias veces, hasta que se fue sintiendo mejor. Recuperado de su dolencia, Alvaro que era un hombre muy humilde y agradecido, quiso obsequiarle con frutos del huerto y también llevarlo a alguna batida de jabalíes. Al principio, el forastero aceptó los tomates y pimientos, pero se sintió algo reticente a salir al campo. Pero Alvaro fue muy insistente, y un día lo llevó a la finca donde cuidaba de una huerta y de los campos de cultivo que allí se daban.

Después de tomar un café y ponerse al día, Alvaro y Mari se llevaron al invitado a coger frutos de la huerta. Había tomates de diverso tipo. El invitado nunca había visto unos tomates tan enormes y con forma de corazón. Mari le dijo que se llaman corazón de toro. También estuvieron cogiendo habas, sandías y berenjenas. Dejaron la manguera puesta para regar y se volvieron con dos cajas llenas de delicias. Las guardaron en la furgoneta, mientras Alvaro le decía al invitado si le apetecería ir de caza ésta semana. Mari se fue con las otras mujeres de la finca. El hombre dijo que sí, al parecer no tuvo otra opción. Después, cuando era ya un poco más tarde, Alvaro dijo que se iba y para despedirse se montaron en el coche para acercarse a donde estaba Juan, y dejar al invitado con él. Se apearon y fueron campo a través en busca de un tractor en movimiento. Juan estaba terminando de cortar un campo de alfalfa. Mientras esperaban que el tractor diera la vuelta al campo, Alvaro hizo una observación sobre lo bien que crece la alfalfa y lo rápido que se repone. -Hay varias plantas indeseadas que también están proliferando y afectan a la calidad de las alpacas. –¡Qué complicado! Pensó el invitado. Cuando se encontraron con él, Juan dejó el tractor en ralentí y el invitado se subió de un salto al vehículo, tras lo cual se despidieron de Alvaro. En una media hora terminaron la labor, pero entremedias hubo que parar varias veces para quitar varias piedras que chocaban con las cuchillas de la cortadora. El invitado se arrojó varias veces al suelo para buscar entre la alfalfa las dichosas piedras. Se sintió muy bien por ayudar a Juan de esa manera. Después fueron a guardar las máquinas y hubo que hacer un gran esfuerzo para descolgar la cortadora del tractor. -Todo cuesta mucho trabajo en el campo. Pensó el invitado. Con las manos llenas de grasa se fueron al cortijo y vieron que las mujeres hablaban muy animadas en el salón de los cuernos. Estaban muy fresquitas tomándose un refresco bajo la arboleda de cornudos animales que colgaban de las paredes. Las saludaron un momento y fueron a lavarse. Después, Juan se llevó al invitado a dar de comer a los cochinos. Salieron por el salón otra vez y subieron por la plaza empedrada del cortijo hasta el extremo superior donde estaban las bestias. Juan había cogido un cubo lleno de pan duro, que distribuyeron entre las dos pocilgas. Juan apuntó al estado de los animales y dio a entender que no estaban demasiado gruesos, porque en época estival, podrían pasarlo muy mal. Justo después del verano ya habría tiempo de engordarlos. El invitado comprobó que efectivamente no estaban inflados, ni mucho menos. Después le preguntó a Juan por el estado de los cochinillos, los cuales estaban en la otra pocilga. –A los dos machos los voy a capar, y las hembras las dejo así. Ya están demasiado grandes para comérnoslos ahora, así que crecerán e irán para jamón. Por lo visto Juan los capa él mismo, pero las hembras no, porque no sabe cómo hacerlo. Por último, le dieron un paseo a los perros de caza que están encerrados todo el día. Al soltarlos formaron una algarabía y lamieron y tropezaron mil veces con los dos hombres, en sus agitadas correrías. Se dieron una vuelta por la plantación de maíz, para comprobar que los jabalíes habían destrozado algunas plantas. A Juan no le importaría dar cuenta de ellos una noche. También comentaron sobre la zona de maíz que no había crecido bien, y qué habría que hacer para que el año que viene no vuelva a ocurrir. El invitado se sintió muy complacido por recibir tanta información, tan fresca y natural. Juan representaba una lucha limpia para poder seguir adelante y vivir. El invitado se veía a sí mismo, como una especie de engendro urbano, con deseos de volver a la tierra, pero demasiado débil e ignorante del campo y sus asperezas, como para poder unirse a esa clase de aventura. Sintió admiración por la pureza de Juan, y de su nobleza. La tez aceitunada y la sonrisa traviesa de Juan, eran como una afirmación de lo real, sobre lo imaginario, y le limpiaba de los diablos interiores con los que luchaba diariamente. Juan le dijo que él también iría a la batida de jabalíes, de modo que el invitado no pudo escaparse del convite de ninguna de las maneras.

Al día siguiente, quedaron en la finca sobre las cuatro y media de la tarde. De allí salieron con el todoterreno y se adentraron en el monte. Sin salir de los carriles forestales, alcanzaron otra finca, muy lejos de los pueblos de la comarca. Llegaron a un viejo cortijo donde el dueño les estaba esperando. El hombre era bastante mayor, pero muy vivaracho. Les preparó un café, mientras hablaban de las andanzas de los jabalíes y por dónde irían a esperarlos. Para cuando llegaron a los puestos, eran ya sobre las ocho de la tarde y el calor estival se estaba evaporando. Las bestias no tardaron demasiado en aparecer. Eran al menos ocho o diez, de todos los tamaños y formas. Tenían hambre, y era lógico que bajaran de las umbrías para apagar la sed, en el abrevadero que los hombres habían preparado para acecharlos. Según Alvaro, una vez hidratados, irían seguidamente a buscar comida, por lo tanto, aquello era como un paso obligatorio antes de su cena. Juan fue el primero en disparar a un jabalí de tamaño mediano y muy oscuro de pelo. A unos metros Alvaro hizo lo mismo con un macho de cabeza enorme, es decir un arocho. El primero cayó mortalmente herido y el de la cabezota salió como pudo del bebedero junto con el resto del singular. Los tres se dirigieron al animal que estaba tendido en el suelo. Sus colmillos eran como medias lunas, por eso Alvaro lo denominó como un jabalí alunado. Juan recibió la calurosa felicitación de los otros dos. Como el alunado no se iba a coscar, enseguida hablaron sobre el paradero del otro. El arocho estaba malherido, y sin dudarlo Juan y Alvaro emprendieron la búsqueda del viejo y enorme jabalí sin perder un segundo. Se echaron las armas al hombro y fueron tras las huellas. Ambos eran grandes expertos en seguir las pistas en el confuso océano de formas que hay en el suelo del bosque. El invitado alcanzó un estado de embriaguez instantánea al ver la acción, la sangre y la rapidez de los acontecimientos. Seguir las huellas le proporcionó una oportunidad para intentar recomponerse y digerir lo que estaba pasando. Los dos agrestes hombres siguieron las huellas y comentaban sus formas. –Las huellas del jabalí son cuadradas, mientras que las de los ciervos son más bien rectangulares, dijo Alvaro. –El bicho va a paso lento, las pezuñas no están tan separadas entre sí, como cuando va a la carrera, sentenció Juan. –Esto confirma que el animal está herido, ¿no? , -dijo el invitado. Los dos cazadores asintieron con la cabeza. -¿Y cómo sabemos que éste es el jabalí que estamos siguiendo? –Dijo el invitado. Alvaro le comentó que el arocho era el jabalí más grande de los que huyeron, y que su tamaño y edad coincidía con las formas de las huellas. Las marcas del suelo sentenciaban lo romas que estaban las puntas de las pezuñas debido al desgaste de los años. El invitado estaba boquiabierto con la exactitud de las pesquisas y siguió a los otros dos, como hipnotizado adentrándose más y más en el corazón de la algaba. Al cabo de un largo rato, los dos cazadores se miraron con expresión de complicidad. Alvaro se puso el índice de la mano derecha en la boca, indicando la necesidad de estar en silencio. Juan señaló a una región densa y oscura, donde crecían lentiscos muy altos. Se escuchaba como un rumor de pisadas. Pero al cabo de un momento, los dos hombres volvieron a mirarse, esta vez con extrañeza. Alvaro dijo, -huele como a candela... El invitado se acercó mucho a ellos, como intrigado también. –Creo que estoy escuchando voces de mujeres, susurró Alvaro con voz algo temblorosa. Los otros dos, mirando al suelo, cerraron los ojos como para concentrarse más y afinar mejor el oído. –Sí, creo que son personas, dijo Juan, con cara de enfado. El invitado también estaba confuso y dada la situación y sin pensarlo mucho, los tres se dirigieron a donde creían estaba la fuente de las voces. Conforme se acercaron, pudieron escuchar claramente risas, cantos y pisadas como si hubiera gente danzando. El invitado sintió una especie de vértigo en su estómago, mientras dejó que le impactara el ahora extraño sonido sordo de las pisadas, las risas, y el aroma de una hoguera. Lógicamente los tres hombres habían hecho algo de ruido, especialmente cuando se hubieron acercado mucho al lugar donde había un nutrido grupo de mujeres. Algunas estaban sentadas, otras acostadas, y varias de pie. Muchas tenían en sus manos o cerca de ellas cuencos, cálices y vasijas. Cuando los tres hombres aparecieron, ya les habían escuchado y por tanto, no les cogieron de sorpresa. Los tres hombres se quedaron estupefactos contemplando a unas mujeres desnudas alrededor de una candela y bebiendo un mejunje. El grupo no pareció asustado a la llegada de los cazadores. La mujer más mayor tenía una lanza en la mano derecha y un cáliz en la mano izquierda. Lanzó el venablo hacia el invitado mientras profirió una especie de grito de guerra. Instantáneamente las otras mujeres empezaron a lanzar piedras y dardos a los hombres.

Después de correr cuesta abajo sin parar hasta el cortijo, Juan y Alvaro se dieron cuenta de que el invitado no estaba con ellos. Estaban muy alterados y confusos. En ese estado, Juan soltó alguna carcajada nerviosa recordando a las mujeres en pelotas. El viejo del cortijo les puso algo de comer y beber. No sabían que decir. Prefirieron esperar al invitado y calmarse un poco. Era ya muy oscuro y no se atrevieron ni a cobrar el jabalí alunado. Se quedaron allí con el viejo, esperando. Durmieron poco, y con las escopetas en la mano frente a la chimenea del cortijo. Al día siguiente tempranísimo, se despertaron de unas pesadillas desagradables y caóticas, relacionadas con el episodio de las mujeres. Ninguno se atrevió a confesarle al otro lo que habían experimentado en los sueños. Después de recobrar algunas fuerzas y recapacitar con el desayuno, emprendieron la búsqueda, aunque sólo encontraron al jabalí arocho. No celebraron el haberlo encontrado. Alvaro y Juan apenas podían componer palabra alguna. Ni siquiera podían llamar al invitado o si quiera vociferar algo. Se sentían embaucados por sus sentidos, traicionados por sus mentes. Subieron otra vez al monte, siguiendo la misma trayectoria inicial, pero ahora lo hacían respirando muy fuerte, confusos, mirando sin ver, quizás cegados por sus pensamientos. Entre los matorrales de lentisco volvieron a visitar el lugar de la reunión de mujeres y sólo pudieron constatar que había una fogata apagada, cálices, vasijas con vino y poco más. Después de superar con dificultad su perplejidad, se dieron cuenta de que había huellas de pies y de un cuerpo arrastrado hacia la parte más angosta de la floresta. Un miedo supremo les terminó de dejar atolondrados y paralizados. Ni portar escopetas les hizo sentirse algo más seguros. De hecho, es posible que la sangre se les hubiera caído hasta los pies, a juzgar por sus caras y manos pálidas como la cal de la pared. El lugar se tornó silencioso a su alrededor, y de pronto se sintieron extraños en un espacio que horas antes creyeron que era su dominio exclusivo. Todo se volvió borroso. Lo último que vio Alvaro fue la cara de pavor de Juan.

viernes, agosto 06, 2021

Soñar para Despertar

 


Vives en una ciudad ruidosa, tapizada de asfalto y donde sólo crecen hacia arriba columnas de cemento y acero. La calle está viciada de humos y en cada esquina hay un enorme cubo de basura maloliente, siempre lleno hasta arriba de inmundicia. Si quieres sobrevivir tienes que vender tu tiempo y sobre todo alquilar tu actividad mental. Así tu psique podrá entrar a formar parte de una red de mecanismos que puedan ayudar a la gran fábrica de la sociedad funcionar veinticuatro horas al día. Después de trabajar, se necesita tiempo para desconectar la mente de la vida laboral, pero casi que no hay ocasión, porque son las tantas labores por terminar, que sólo quedan los momentos de letargo para escapar. Es cierto que hemos construido un mundo sin predadores, donde poder vivir arropados por la presencia de una colmena gigantesca de obreros altamente especializados. Vivimos confiando en las máquinas, en los desconocidos, y dejando que alguien ajeno a nuestra familia nos arregle una avería o nos traiga la compra a casa. Todo va bien, y al mismo tiempo no va bien. Es posible adquirir fruta fresca y carne bajando por el ascensor de nuestro bloque de pisos y entrar en la tienda del barrio, que está al lado y rebosa de productos de todo tipo. Podemos instantáneamente saber qué sucede al otro lado del planeta y también acceder a una vasta biblioteca sin salir de nuestro minúsculo apartamento. Pero al mismo tiempo hay algo que echamos de menos. Hay algo que hemos hecho mal.

Los muertos ya no huelen, y los enfermos contagiosos tampoco. De hecho, están confinados en lugares que nadie pueda ver. La muerte se ha convertido en una mera inconveniencia, al igual que la enfermedad. Los poderosos se han hecho filántropos y muchas empresas pagan para hacer sus factorías cada vez menos contaminantes. En el camino hemos perdido algo. ¿Qué será?

A veces vas al campo y te encuentras rodeado de vegetación, de sonidos y olores que te hacen sentirte en armonía total. Pero sabes que debes de marchar, siempre hay que marchar de allí. Sabes que todos los bosques son sólo ya grandes parques temáticos, donde sucumbir a la ilusión de que eso, es la naturaleza. Pero la naturaleza era algo más que eso. Ni siquiera el mar está libre ahora de nuestra codicia. La basuraleza ahoga la ecología de cualquier lugar marino que visitemos. Te sientes atrapado.

Tu novia quiere tener hijos, tus padres quieren que los veas más a menudo, y tus amigos dicen que no sales lo suficiente. Hacienda quiere tu dinero, y las luces de neón absorben las pocas energías que quedan en tu interior, para que las gastes en restaurantes, casinos, o en cualquier otra cosa mejor que se ofrezca en la vida nocturna de la ciudad. Ves la lógica del tejido social donde te insertas. Es una lógica aplastante, y te sientes asfixiado. Quieres escapar.

Tienes una buena lista de pasatiempos que te ayudan a soñar despierto. Te gusta la lectura, el vino, las buenas películas y también dibujas. Te encanta copiar o hacer esbozos de los personajes de tus autores favoritos. Pero lo más conmovedor es soñar sin control; Sabiendo que no sabes lo que va a pasar. El protagonista de su historia vive las emociones en primera persona, y si quiere, después podrá contarlas.

Has descubierto que el Viernes es el mejor día para soñar si tienes suerte. Porque dormir no es lo mismo que soñar. El viernes por la tarde todavía hay tiempo para dejarse llevar por la nada. Descansar y volver a reparar alguna tubería atascada. Descansar y a continuación hacer algunas llamadas de teléfono al corredor de seguros o a tu madre. Descansar un poco y en seguida leer el BOE para ver cómo van las oposiciones a funcionario. Descansar un rato y…luego ir al dormitorio y caer rendido sabiendo que has hecho todo lo que debías hacer. A veces despiertas el sábado por la mañana, para seguir solucionando cosas tan importantes como tu salud, y desayunar algo con etiqueta “bio”, para después ir a correr al parque y demás tareas infinitas de ciudadano comprometido con los autocuidados y la vida sana. De hecho,  anoche que era viernes, soñaste algo. Has percibido un atisbo que has podido recordar, un fragmento quizás. Has visto algo especial y quieres volver allí. Esperas que el próximo viernes o cualquier otro día sea el día para volver a ver aquello que viste, porque sientes que debes de estar allí otra vez. Quieres entender en qué consiste ese lugar. Debes tener paciencia.

Ha llegado el verano y los días son más largos. Las colas de coches en la autovía, también. Ahora, el sudor nos hace tímidos y reacios a movernos. De hecho, no queremos movernos si no es necesario. Tenemos que aguantar lo más posible para reducir la sudoración. Es algo embarazoso. Una carga más. Pero lo sobrellevas. También puedes salir más de paseo. Todo el mundo parece más contento. Hay más gente en la calle, especialmente después de un año de pandemia y propaganda para que la gente sana se quede en casa, y de esta manera los enfermos puedan salir a la calle y contagien a todo el mundo que no sea precavido. Te das cuenta que has perdido un año, aunque por otra parte la naturaleza ha recuperado mucho de su esplendor. El próximo fin de semana decides ir a la rivera de un río cercano y compruebas cuánto han crecido los retoños de árboles donde venía la gente antes de la pandemia. Al no haber pisotadas, ni coches, ni ferias, ni celebraciones de vírgenes o santos durante muchos meses, los árboles han recuperado algo de su espacio natural. Te sientes muy complacido, porque hoy te ha dado tiempo hasta para salir al campo. Vuelves a casa contento de saber que la naturaleza se recupera muy rápido sin la presencia humana. Como era viernes, te vas a dormir muy relajado, especialmente después de probar un magnífico fino de Jerez, del Pago Marchanudo que te ha regalado un buen amigo esa misma tarde. Ya en la cama, y con los ojos entornados recuerdas con claridad los estupendos retoños de alisos que has visto hoy, mientras todavía evocas la sal y almendra de la palomino fino. En tu mente, y al abrigo de la oscuridad, te preguntas que habría más allá del bosquecillo de la rivera. Sigues andando río arriba y te adentras en el monte. Tu imaginación hace el resto.

Sin darte cuenta, penetraste en un profundo bosque que estaba muy lejos del río. Los  árboles debían ser de una altura tal que la luz alumbraba tenuemente los helechos que sembraban el suelo de fresco verdor. Anduviste con ansia, con ganas de ver más y más. Más tarde al parar para descansar te diste cuenta que no sabías porqué, ni cómo llegaste allí. Pero vislumbraste algo tan hermoso y delicado, que acarició alguna cuerda en tu interior, que nunca pensaste que existía. A la mañana siguiente te despiertas embriagado. Te cuesta abrir los ojos. No estás seguro de si de veras soñaste algo así, de modo que lo olvidas. No tiene nada que ver con tu vida ordinaria y rápidamente vuelves a tu rutina sin acordarte de ello. Pero algunos viernes más tarde, vuelves a acceder a ese recóndito lugar donde el silencio es música para los oídos y la paz rezuma por cada rincón a donde miras. Te sientes intrigado. ¿Habré vuelto allí? ¿Pero cómo? La siguiente noche, es todavía sábado. Te escondes bajo las sábanas algo más cómodo de lo normal, contento con tu propia compañía. Casi no te das cuenta que tienes tu novia al lado. Pero te sientes agradecido de su presencia. Cierras los ojos y te dejas llevar por las corrientes turbulentas de tus pensamientos. En realidad, esa noche quizás no soñaste con el misterioso bosque, pero descansaste mucho. El domingo fue un día más fácil de llevar.  Pasaron de nuevo los días, y esperaste con más ganas el encuentro con el bosque encantado. Te acordaste más veces durante las siguientes semanas, hasta que un día viste una foto en tu ordenador que te recordó a algo que viste en el bosque de tus sueños. Reconociste algo en dicha imagen. Era como un dibujo de una casa construida en el hueco de un enorme árbol. De pronto sentiste la humedad de los musgos y líquenes cubriendo las enormes raíces de los árboles y por un momento te transportaste a un lugar donde la pureza del aire te llenaba de esperanza. Cerraste los ojos, pero no pudiste ir más allá.

El verano está a punto de acabar. Ahora los días se notan un poquito más cortos. Por las noches el frescor es más palpable y las hojas empiezan a amarillear. Te reúnes con unos amigos que no ves desde antes de la pandemia y tomáis unos buenos vinos para celebrar el reencuentro. Era viernes, y acabasteis muy muy tarde. Fue una velada tremendamente agradable. Fuiste a una cena para maridar unos caldos de una bodega recóndita, muy poco conocida. Estaba todo buenísimo, pero los vinos te hicieron volar. Sobre todo, cuando te dijeron que el viñedo estaba rodeado de centenarios castaños, cerca de la Sierra de las Nieves. Te viste sobrevolando las blancas cumbres y después virar hacia el suroeste, en dirección a Júzcar, donde se encuentra la secreta bodega de La Vieja Fábrica de Hojalata. La uva moscatel morisco crece en la frescura de los montes de la serranía de Ronda, acariciada por los vientos de levante mediterráneos, que le dan un paladar marino en boca. Y después pasa su estado larvario en tinas de roble francés, para un día ser despertada por el beso del  afortunado que la escancie en su copa. Quedaste prendado de la imaginaria visión de pájaro que te permitió recorrer los laberínticos bosques que enredan el acceso a la bodega. ¿Estaría allí el viejo bosque milenario de tus sueños? Y te lo preguntas porque crees haber ingerido algo que te evocó su profundidad y encanto. Quizás un misterioso duende de Júzcar echó una pócima secreta en los vinos, para que supieras de dónde vienen tus sueños. ¡Vaya ocurrencia!

El año se está terminando y ya empieza a refrescar. Hay tardes con lánguida lluvia y ráfagas de viento que dan algunos acordes con gran resonancia para ti. Un viernes por la noche muy oscuro, sin luna, sentiste una llamada, una voz lejana y dulce te reclamaba. Desde el balcón no alcanzaste a ver las estrellas, porque hay mucha contaminación lumínica. Pero miraste al infinito y suspiraste pensando que durante el puente que comenzaba esta noche, tendrías ocasión de retornar al viejo bosque. Hiciste el amor con tu pareja como hacía tiempo, acaramelados por una botella de Néctar Pedro Ximenez. Y tu cuerpo quedó como flotando en un limbo espeso, un mar amniótico oscuro y cálido con un fondo aromático de feromonas femeninas. Y desde allí caíste a un abismo marino, muy despacio. Tu cuerpo blanquecino y desnudo fue cayendo como una hoja, meciéndose lentamente al descender por la estrecha oscuridad de un mar olvidado. Fuiste cayendo, cayendo, casi desafiando la gravedad, hasta alcanzar con la mayor delicadeza la tierra firme del lecho ancestral. 

Abriste los ojos. Estabas de pie en lo alto de unas rocas. Por eso veías la algaba en todo su esplendor desde la magna distancia que te daba la altura. Al descender te diste cuenta de las extrañas proporciones de los objetos que te rodeaban. Al final de la rocalla te encontraste con un tronco caído. Saltaste al enorme tronco podrido y de ahí, al suelo vegetal. Aunque fue un gran salto, en realidad hiciste un aterrizaje muy suave. El piso estaba muy blando. Probablemente era producto de la lenta transformación de las fibras vegetales en tierra a lo largo de milenios. Tenía un aspecto muy oscuro, y olía bien, quizás a un prominente aroma a setas frescas. De hecho, te sorprendiste mucho al comprobar que justo al lado del tronco creían unas setas arborescentes. Su tamaño colosal te permitió ver las laminillas donde se encuentran las esporas. No tuviste ni que agacharte lo más mínimo. Tu cabeza estaría a la altura de los sombreros de las diversas setas que crecían al abrigo del árbol muerto. De hecho, ahora podías comprobar que realmente los mismísimos helechos eran verdaderos arbustos, y los árboles tenían gigantescos troncos, que parecían columnas de un magno templo selvático. El bosque permanecía en relativo silencio, aunque conforme te acostumbraste a su olor y color, también fuiste aguzando el oído. Notaste la actividad de algunos insectos, y el aleteo de algunas aves que cautelosas se mantenían muy a lo alto, en las ramas de los titánicos dueños de aquél enigmático mundo. Aunque las proporciones de los objetos eran completamente desconcertantes, te movías con mucha facilidad. Te sentías casi ingrávido y elástico. Los colores dominantes eran leñosos y profundos tonos de verde. Navegabas por el océano de vegetación siendo cautivado por la frivolidad de la naturaleza al esculpir las formas de la flora que brotaba por doquier. Sentiste algo de vacío en el estómago y de manera natural recogiste algunas semillas, bayas, e incluso cortaste un trozo grande champiñón para llevártelo. ¿Pero a dónde? No importaba. De alguna manera sabías que tenías que llegar a algún sitio. Guardaste todo en un zurrón de cuero que llevabas en la espalda, y seguiste hacia adelante sin dudar.

El leve y agudo canto femenino que atrajo tu atención, se fue convirtiendo en un sonido más confuso al llegar a un claro. Era la llamada de un arroyo fresco que corría a través de la galería de alisos que ahora podías ver frente a ti. Ya en una orilla con algo de arena blanca, una suave brisa hizo que los alisos te saludaran con sus abovedadas hojas. Te agachaste y al girar a tu derecha reconociste un cuenco de madera que estaba colocado en el hueco natural de un aliso cercano. Te embriagaste de frescura al probar el líquido elemento. El agua se resbaló por tu cara y garganta, corriendo libremente por la superficie de tu piel para recordarte con su fría presencia, tu fuerza y vitalidad. Con más brío y energía seguiste tu camino adentrándote en la negrura. Allí al fondo viste lo que parecía una llama colorada. ¿Era quizás un fuego fatuo? De hecho, unos pocos metros más adelante había una ciénaga. Rodeaste la cris vegetal que tapiaba la ciénaga, sin poder ver nada más. Pero al seguir avanzando en la misma dirección, comprobaste que la luz procedía de un hogar, que quizás iluminaba una habitación entera. Sólo podías ver que la casa estaba abierta, de par en par. Al situarte unos cien metros de distancia pudiste estar seguro de que aquella vivienda era una cueva en el interior de uno de los colosos arbóreos del gran bosque oscuro. La puerta y el marco estaban forrados de hojalata. Tenían un brillo cobrizo y estaba tallada con intrincados dibujos florales. En su interior, había muchos objetos típicos del hogar, también todos fabricados con hojalata. No pudiste evitar entrar, pero justo antes te paraste bajo la entrada y miraste un momento hacia arriba; la casa estaba dispuesta en el hueco de un tremendo árbol, tan alto y espeso, que no dejaba ver la luz del sol. La visión de la interminable torre leñosa, te nubló la vista por un instante. Te pusiste las manos en la cara, y cuando te sentiste algo mejor, entraste en el misterioso refugio. El suelo era de un terrazo color almagro. El techo y las paredes era el mismo árbol labrado, pintado y decorado con candiles. Te quedaste allí de pie sin saber qué hacer. ¿Estarías invadiendo propiedad ajena? Nada parecía alterar la calma de lugar, excepto el errático crepitar de las escasas llamas del fogón. Así que dirigiste tu atención a la chimenea que estaba en el lado izquierdo de la habitación.  Atizaste un poco las brasas, porque su dueño debió de ausentarse lo suficiente para que el fuego estuviera viniéndose abajo. Las animadas llamas y la repentina iluminación del habitáculo, te hicieron sentir como en tu casa. Como no venía nadie, decidiste sacar los frutos del bosque que habías recogido. Fuiste a la cocina y lo cortaste todo para hacer una ensalada y freír las setas. Cuando las setas estaban ya cocidas y la ensalada emplatada, te diste cuenta que había una preciosa escalera de madera esculpida desde dentro del árbol, formando una espiral ascendente. Subiste hacia arriba hipnotizado por su forma y conforme avanzabas por los escalones te sentiste más y más seducido por lo que te esperaba arriba. Cada escalón crujía de una manera diferente, a cuál más suave y relajante, y al ir adentrándote en el piso superior que estaba mucho más oscuro, un aroma femenino te iba inundando tus sentidos poco a poco. Cuando llegaste al piso de arriba, plenamente sólido y forrado de pieles, viste a una mujer completamente desnuda tumbada en una cama enorme. Justo al lado de la cama, había una botella de moscatel morisco de 2017 serigrafiada, junto a dos copas. Escanciaste el vino y te acercaste a la mujer hasta estar a punto de tocarla con una de las copas. Sus senos estaban apuntando al techo y los pezones estaban turgentes debido a la tibia atmósfera del lugar. Sentiste una erupción de calor en tus zonas erógenas tras lo cual, no pudiste sino beber el maravilloso líquido con ella y deshacerte de tu ropa. La estrechez del cuerpo a cuerpo hizo reaccionar a la mujer de oscuros cabellos, que las cortísimas distancias amorosas te permitieron reconocer como tu novia. Hicisteis el amor como nunca, lo cual fue como descubrir una verdad fundamental, una revelación. Con la botella y las copas en la mano, bajasteis a cenar lo que habías preparado y luego muy cansados por las intensas emociones caísteis rendidos como niños, después de retozar durante horas en la amplia cama tallada dentro del árbol. Al día siguiente, os despertasteis temprano y salisteis a cazar. Por el camino os encontrasteis con varios hombres y mujeres que también vivían en el bosque, algunos en casas a la altura del suelo y otros viviendo más arriba, en oquedades naturales de los gigantescos árboles. Ellos os reconocieron como amigos y forjasteis una confiada amistad. El tiempo pasó y tuvisteis dos hijos, que nacieron allí mismo, en el corazón de la floresta. La vida no perdía valor por ser natural y entregada a cuidar el bosque. De hecho, no tenías necesidad de salir de allí. Cada día era una fiesta, una experiencia y un encuentro con la sensación de que absolutamente todo era auténtico. Ni un segundo constituía un desperdicio. Los niños crecieron y te hiciste viejo y sabio. Cada vez te gustaba pasar más tiempo en casa con tu mujer, sin embargo, nunca te pusiste enfermo…excepto una noche donde tuviste una extraña pesadilla. No quisiste contársela a tu mujer y la dejaste pasar.  En las postrimerías de la vida, casi abrazando el final, le confesaste a tu anciana esposa tu extraña pesadilla, junto a una botella de La Vieja Fábrica de Hojalata. No habías podido olvidar aquél sueño a pesar de los años. Le dijiste susurrando que un día deliraste que vivías en un mundo de cemento y metal. El suelo era negro, y estaba lleno de vehículos metálicos con ruedas, que se movían de un lado a otro sin cesar, bramando y expeliendo fétidos humos. Después, te despertaste abruptamente confundido. No estabas seguro de si fue producto de un recuerdo o fue en realidad, un mal sueño. Pero no te importó, continuaste tu vida sin querer ahondar más en ello. Sin embargo, ahora que tu vida se extinguía, te preguntabas que significaría dicho sueño.

martes, agosto 03, 2021

Encuentros en la Tercera Fase

Un mes más y puntualmente, El Monte me había enviado su correspondencia con comics, coleccionables y también con efemérides culturales. Había estado esperando el correo con ansiedad, y al encontrar mi paquete en el buzón, estallé de júbilo. No pude evitar romper el envoltorio allí mismo, sin importarme que los vecinos al pasar me vieran en tal estado de excitación. Hice una lectura rápida de los contenidos in situ. Una de las actividades del almanaque cultural me entusiasmó al extremo. Se trataba de un taller de astronomía con el profesor José Luis Comellas en el salón de eventos del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Sevilla. En aquella época la caja de ahorros se encontraba en el pico de su actividad filantrópica y había organizado un evento invitando al ínclito Don José Luís Comellas, que, aunque era profesor de historia en la Hispalense, era un gran aficionado a la astronomía y un personaje entrañable de la ciudad. Con gran ilusión me desplacé yo solo hacia el centro. Quizás era el único de mi barrio en acudir a dicha llamada. Desde el extrarradio, la experiencia constituía una verdadera excursión. Gracias a que mi madre me proporcionó un nomenclátor, pude estudiar el recorrido más idóneo. Había que coger el autobús hasta la estación términus, cosa que no me detuvo. Yo debería de tener unos catorce años o algo más. Por aquella época el billete de autobús debía de costar unas 19 o 20 pesetas con la compañía Damián Millán, la única que se adentraba al Parque Alcosa y que obviamente no era municipal, sino privada.

La aventura de salir del barrio y andar solo por la ciudad, ocurrió un sábado por la mañana. Uno de esos sábados fresquitos en los que sólo hacen uso del autobús unos cuantos viajeros y se puede prestar atención a todos los lugares por los que vas pasando. Nuestro barrio más próximo en dirección Sevilla era Santa Clara, y después está el Polígono de San Pablo, o er Políngano, como se le conoce por estos lares. Después, alcanzábamos el Greco y tras eso la ciudad se abría como una flor, dejándonos atónitos al ver el hotel Los Lebreros. El Corte Inglés debería ser sólo un proyecto, o si acaso estaría en obras. Al fondo a la izquierda, una especie de palangana de cemento gigantesca, rodeada de un feo erial…no pegaba nada con el lugar. Después pasaría por la avenida de San Francisco Javier con sus edificios de oficinas, para después torcer a la derecha hacia la Enramadilla, y admirar el edificio Sevilla 1,  y tras ello, disfrutar de la vista ante la flamante facultad de Económicas. El resto del camino era recto hacia el Prado, subiendo por un puente que hoy ya no existe y dejaba pasar la vía del tren a la Estación de San Bernardo, también desaparecida. Desde el Prado, iría rodeando el Palacio de Justicia, con su enorme escudo imperial, para cruzar la avenida de Menéndez Pelayo y adentrarme por los Jardines de Murillo casi acariciando la romántica muralla de los Alcázares. Allí me sumergiría en una pequeña versión de selva amazónica, para después atravesar el barrio Judío por la calle Agua y salir al Patio de los Naranjos. En aquellos lugares uno podía transportarse a cualquier momento de la historia; Edad Media, Renacimiento, Época Islámica, Romana…lo que uno quisiera en realidad. Pasear por la Catedral y ver el inmenso faro urbano de la Giralda, y sentirse empequeñecido por la inmensa y dilatada historia de la ciudad, iba a ser un buen anticipo de un taller sobre astronomía, el cual en sí, ya implica una actitud de aceptación sobre la insignificancia de uno mismo. La ciudad parecía adormilada y pude contemplar toda su arquitectura y fisonomía sin distracciones. Dejé atrás la Plaza de San Francisco y Sierpes, y al llegar a la Campana empecé a notar cómo el corazón se aceleró sin control. El nomenclátor me había guiado bien. Estaba ya en la calle Laraña. El relativo silencio de la ciudad todavía a medio despertar, hizo el camino una experiencia más personal, más interior y privada. La ciudad se había entregado a mi curiosidad, a mi sed de belleza. A los pies del regio palacio del Marqués de la Motilla me situé para ver bien el moderno edificio donde se emplazaba el salón de actos. Desde allí crucé la calle muy nervioso.

En el salón de actos del Monte, no cabía un alfiler. Ya estaba lleno cuando llegué. Todos los niños estaban expectantes y sinceramente desde el minuto uno, Don José Luis tuvo enganchada a la audiencia. Sin duda era un buen pedagogo y tenía muchas tablas hablando para el público universitario. Una gran experiencia tuvo lugar allí, que posiblemente instigó una gran ilusión a muchísimos niños sevillanos interesados en la astronomía, cosmología y astrofísica. Sin embargo, conforme escuchaba su visión del cosmos, sentí algo sobre Don José que no era congruente, pero no sabía lo que era. Ahora entiendo que, paradójicamente, el taller no instigaba una sensación de humildad, sino más bien lo contrario. Esta actitud es típica en nuestra cultura y es quizás producto de la travesía por el desierto que hemos pasado tras transitar por varios períodos de austeridad, pero también es connatural al ser humano mostrar algo de narcicismo e incluso de competitividad. Y también de excesivo orgullo. A mí eso no me ayudó, porque quizás yo mismo quise llegar más lejos de lo debido aquél mismo día. Demasiado lejos. Cuando Don José Luís concluyó su extraordinario paseo por el firmamento, y nos mostró las mil y una maravillas que silenciosas son testigos de la vastedad de la creación, todos parecimos muy complacidos, aunque puede que no todos.

Muchos niños hicieron preguntas y el diálogo con Don José Luis fue muy fructífero. Yo me quedé el último, esperando poder hablar directamente con él. Don José Luis me dejó preguntarle mil y una cosas sobre el universo, en el estrado, con todo el salón de actos para nosotros. Un enorme privilegio. Aquél formidable espacio vacío, con una bóveda oscura, me recordaba la enormidad del firmamento y su soledad. Enfrentado a todas las cuestiones, quedó una última. Don José Luis estuvo muy templado en todas sus explicaciones. No puedo saber si esperaba una última pregunta. Quizás no debí hacerla. ¿Qué había más allá del universo, de sus principios y quizás de su final? Don José Luis me dijo que estaba Dios, a lo cual yo le pregunté si no habría una mejor explicación. Sin turbarse lo más mínimo, Don José Luis se quedó pensativo durante un lapso que me pareció tremendamente extenso. Sentí hundirme por dentro en la espera. Tras cavilar me recomendó que me dirigiera a la Asociación Astronómica Albireo, sita en la Plaza de San Francisco. –Allí la gente piensa como tú…- El niño que era yo, se sintió avergonzado y me di cuenta que había podido herir sus sentimientos. Dejé a Don José Luis allí arriba en el estrado, solo, y yo me marché sin mirar atrás, con la cabeza hincada en el pecho. Mientras me iba alejando, noté cómo dejaba atrás cada fila de asientos, a cada paso sintiéndome más postrado y quizás perdido en mis sentimientos de extrañeza ante todo. Había venido a por respuestas, a sentirme conectado con gente como yo. Sin embargo, volvía a casa, en un autobús herrumbroso, lleno de dudas y vergüenza, a uno de los barrios más humildes de la ciudad. Cuando alcancé el lejano suburbio del Parque Alcosa, ya había decidido que un día volvería al centro de la ciudad para unirme a la Asociación Astronómica Albireo, y quizás también bautizarme como ateo. ¡Que desazón tan grande ser ateo en Sevilla! ¡Qué insignificante era yo, siendo un niño que pensaba! Estaba completamente aislado, era un auténtico sedicioso. Quizás mi corazón partió de la ciudad en aquél momento para vagar por el universo vacío, como un alma en pena. A partir de entonces, tendría que buscar a mis iguales. No los que yo creía. Eran aquellos que como yo, habían sido señalados. Al menos y para consuelo de mi estrecha visión del mundo, esos que debía conocer estaban organizados. Pero al mismo tiempo llevaban el San Benito de insurgentes culturales. Una especie de andalusíes resucitados. Quizás el espíritu de uno o varios herejes antepasados habían secuestrado mi alma.

No mucho después, tras unirme a Albireo descubrí que don José Luis fue socio número uno y fundador… 

sábado, julio 31, 2021

La Isla de Nunca Jamás

 


La humanidad es una especie que siempre está al borde del colapso, aunque no lo parezca. Vivimos en la falsa seguridad a salvo de nuestra inopia, sin saber que el fín siempre está acechando. Y ese ominoso saber hace a los hombres que guardan dicho secreto, muy precavidos. Ellos son los paladines que nos protegen de la caída a una sima catastrófica. En muchas ocasiones los humanos han estado a punto de desaparecer del planeta. Pero desde hace siglos, el peligro no es ya el desaparecer como raza, sino el dejar de ser humanos, y convertirnos en bestias. Durante la Edad Media, Europa atravesaba una era oscura donde muchos de los progresos que los hombres lograron anteriormente, parecieron esfumarse y dejarse atrás, casi como por arte de magia. La gente pasaba hambrunas y la muerte se paseaba por las calles a la luz del día con impunidad, y sin misericordia. La brutalidad campaba a sus anchas, y muchos pueblos retornaron a una forma de vida primitiva y animalesca. Sin embargo, el pueblo andaluz supo crear un refugio civilizador, y prosiguió su camino después de la era romana, enfrentándose a los retos que surgían en su horizonte cultural, sin llegar a caer por el precipicio de la ignorancia. El Islam fue el revulsivo que avivó y renovó el proyecto cultural Andaluz y el Mediterráneo, ayudando a dar continuidad a las formas de vida establecidas durante el Imperio, las cuales daban prioridad a la vida social, al progreso y expansión de la experiencia humana. Por eso, Andalucía se convirtió en Al-Ándalus, y rápidamente volvió a ser la luminaria de Occidente. Un verdadero faro de sabiduría y conocimiento, que alumbró a toda Europa, para que nada de lo aprendido pudiera olvidarse jamás. A pesar de todo, la amenaza de decadencia y destrucción es constante, y tras generaciones de emprendedores y científicos, Al-Ándalus entró en una crisis existencial muy importante. Todo esto ocurrió hace muchos siglos.

En aquél momento del pasado remoto de Al-Andalus vivía en Isbilia, un hombre muy especial. Isbilia se había transformado en un reino de Taifas porque se había independizado del Califato Cordobés. Un gran error, que Al-Ándalus pagaría muy caro. Muchos sabios se dieron cuenta de la deriva que esto implicaba. En esta historia se narra la experiencia de un hombre que trató de hacer algo al respecto, y de todos los paladines que le acompañaron en su esfuerzo para evitar la pérdida de la civilización.

Dicho hombre, se llamaba Serafín, y aunque en ese momento podrían haber pensado que era judío, en realidad, era un poco de todo. Serafín era demasiado listo y culto como para caer atraído por una sola religión o un solo credo. En realidad, él era como su misma patria, alguien hecho para el saber y para acoger a toda la diversidad de pensamiento humano. Además, Serafín era demasiado curioso, y eso de alguna manera lo llevó a hacer cosas sorprendentes.

Serafín se dedicaba a pulir lentes para telescopios y gafas. El gran Ibn-Gafeki, oculista cordobés, le había enseñado cómo pulirlas y dado que los andaluces por esa época eran muy duchos en la astronomía, Serafín aprendió a ganarse la vida construyendo aparatos para científicos de la universidad, y sabios de la corte. Serafín tenía una tienda donde pasaba la mayor parte de su tiempo. Estaba atestada de telescopios y de estanterías llenas de monóculos, gafas y lupas de todas las formas y tamaños. Pulir las lentes era un trabajo meticuloso y requería bastante tiempo, pero los científicos pagaban bien y podía mantenerse concentrado en este negocio, el cual estaba situado en la Judería, dentro de las murallas de la ciudad. Después de años dedicándose a dicha industria, había decidido tener un alumno. Un primo lejano se había quedado huérfano, y al saber de las actividades de Serafín, no dudó en irse a vivir con él. El joven se llamaba Nifares. En realidad, Serafín no ganaba suficiente como para tener un socio o un colaborador, pero él tenía otros planes, y simplemente quiso transmitir sus conocimientos antes de partir. A cambio, Nifares tenía que cuidar de la tienda mientras él dedicaría un gran esfuerzo en construir un barco, con el que se marcharía de la ciudad para no volver. La nao debía de ser suficientemente grande para permitirle viajar con comodidad por la costa, e incluso adentrarse mar adentro. Estimó que necesitaría una nave de unos veinticuatro codos de eslora. Cerca de la Torre del Oro había un astillero donde se puso manos a la obra. De este modo, Serafín podría compatibilizar la supervisión a Nifares con las labores de pulir lentes y atender la tienda, con los trabajos en el astillero. Como había ahorrado bastantes morabetines de muy buena ley, pudo contratar a un maestro armador para tener a alguien siempre ocupado con el barco. Las tareas de planificación, compra de materiales y supervisión estarían en manos de él. Nifares llevaba ya siete años trabajando en la tienda, y el barco estaba ya en su noveno año de construcción cuando se aproximó el momento crítico. Ahora había que empezar a aprovisionar el barco y empezar a colocar palos, velas, tambuchos y escotillas. Serafín estaba muy afanoso. Su plan iba a pasar a una nueva fase de tremenda importancia, y durante los últimos meses pasaba más tiempo por las atarazanas del Arenal, pujando por el precio de los aparejos, que en la tienda.

Por aquél entonces había muchas controversias sobre las teorías del mundo, y algunos de los más aventajados sabios andalusíes ya intuían que quizás el centro del Universo no era la Tierra, o si quiera el Sol. Para nuestro ilustrado protagonista, los humanos debían de estar relegados a una posición muy humilde en el mundo, quizás flotando en una isla esférica, en medio del vacío. Tales pensamientos serían insoportables para mayoría de los mortales de aquella época. Pero los andalusíes eran hombres fuertes de espíritu, capaces de entender que el Vacío no es la Nada. El Vacío no era temido por ellos, era más bien un enigma, puesto que dicho vacío debía de ser la espina dorsal de este mundo.

Serafín conocía no sólo la ciencia de Al-Andalus, sino también tuvo acceso a las teorías de Aristarco, Estratón y otros ínclitos alejandrinos. Con todo ese acervo en sus manos, creía haber encontrado un filón de material científico y filosófico al que requería dedicar el resto de sus días. Para ello necesitaba realizar un viaje sin retorno desde el Guadalquivir hacia el Levante. Así podría encontrar un lugar remoto donde nadie pudiera molestarlo y seguir aprendiendo hasta el fin de sus días. Si pudiera alejarse lo suficiente, sus ojos jamás tendrían que testificar el fin de Al-Andalus. Su aventura lo llevaría a Al-Yazirat Tarif y después cruzaría el estrecho hasta Sebta, tras lo cual haría escala en Milila, y finalmente su términus debería de ser la Isla de Al-borani, a la que los antiguos cartógrafos, debido a la dificultad de situarla correctamente en las cartas náuticas, la habían llamado Erroris Insula.

Uno de los últimos sacrificios de Serafín antes de su marcha, fue el de vender sus libros. Fue doloroso tener que deshacerse de ellos para poder llevar algo de caudal para su viaje de ultramar, pero de alguna manera tuvo una sensación instintiva, casi hipnótica de que quizás el sacrificio le llevaría a encontrar un gran tesoro de valor incalculable.

Aunque Nifares sabía que heredaría la tienda de Las Lentes, en realidad, no podía creer que esto fuera a suceder nunca. Por eso, cuando llegó el día, lloró mucho e imploró a su maestro que no se marchara. Días antes, habían impregnado el casco del barco con una especie de betún líquido para impermeabilizar el casco, reducir la adherencia de los escaramujos al mismo, y aumentar su velocidad de avance. La nave estaba terminada, y parecía un misterioso pez oscuro, esperando lanzarse al agua. Fue una despedida muy triste, pero Serafín estaba convencido de que debía marchar. Sus conocimientos sobre política e historia le sugerían que el fin de Al-Ándalus estaba próximo. Los andalusíes se habían dedicado a cuestionar el poder califal a través de luchas intestinas, que sólo llevaron a fortalecer los reinos cristianos del norte. Esto los llevó a dividirse y debilitarse frente a unos enemigos cada vez mejor equipados y con más ansias de expansión. Por tanto, su marcha no era más que el anticipo de lo que miles de andaluces se vieron abocados a plantearse no mucho después, sólo que él ya había pasado por un profundo duelo mucho antes que la mayoría. Su propia sabiduría empezaba a marcarle el camino hacia el futuro.

Serafín sabía que el mundo iba a desmoronarse una vez más, y no sabía si un día, podría volver a reconstruirse, pero al menos quería terminar sus días en paz. Quizás no era el único que tenía malos presentimientos. Su amigo Zaíd, que nació en uno de los pueblos de pescadores que orillaban la desembocadura del Guadalquivir, le prometió capitanear la nao hasta Sebta para darle tiempo a adquirir destrezas marineras, y una vez allí, tendría que continuar en solitario. Por tanto, zarpó con Zaíd, desde Isbilia hacia el mar, una primavera, necesitando algunas semanas hasta llegar a Al-Yazirat Tarif. Por fortuna, habían elegido bien el momento de zarpar, gracias a los conocimientos de navegación marítima de Zaíd. El calado del barco, el tamaño de las velas, el control del timón y muchos otros parámetros también fueron los justos para poder navegar con éxito desde el río hasta la costa y más allá. Al llegar al mar, la brisa salada los inundó de alegría. Las costas a ambos lados tenían arena dorada y reluciente y más atrás un infinito tapiz boscoso. Fue una experiencia sublime poder alcanzar allí donde el Guadalquivir muere y da paso al ancho Océano Atlántico, de frías aguas y sabrosísimo pescado. En su regocijo, decidieron atracar en el pueblecito de pescadores de la margen izquierda del río, un pueblo algo misterioso y que los sabios todavía no saben ponerse de acuerdo sobre qué nombre tenía en aquél momento. Pongamos que se llamaba Shaluca, del latín sub lucare, es decir, “tras el bosque”, debido a la densidad de las algabas de la comarca. Shaluca era un puerto muy pequeño y lleno de pequeños botes que se mecían con las olas cerca de la orilla como si fueran cunas. Justo antes de llegar empezaron a recoger las velas y dejar al navío acercarse a puerto con su propia inercia. Los niños que jugaban en la orilla se tiraron hacia el mar para darles la bienvenida y chapotearon formando una algarabía, dándoles así una más que cordial entrada. Les ayudaron a sujetar bien el barco y los jóvenes más mayores les alargaron a tierra con un pequeño balandro. Allí comieron con los lugareños y aprendieron las historias y mitos de la diosa Venus, madre de todo el orbe. El Islam al fin y al cabo era solo una religión recién llegada y demasiado joven. Aquí Tartessos todavía blandía su bandera identitaria en el inconsciente colectivo.  

Conforme dejaron atrás el delta y el horizonte descubrió al ancho mar. Allí los vientos los ayudaron a moverse hacia el Este, hasta el extremo sur de la Península Ibérica. Lentamente se acercaron hasta Al-Yazirat Tarif. Allí el mar estaba complicado y tuvieron que trasluchar para poder largar el ancla en un lugar seguro. Desde allí esperaron unos días para ser propulsados por los vientos hasta alcanzar Sebta, la cual estaba bajo la Taifa de Malaca. La mayor parte del tiempo sopló el siroco, y algunos días hubo tramontana. Paso a paso, puerto a puerto, Serafín se reafirmaba en su viaje. Se maravillaba de contemplar la diversidad cultural de cada lugar andalusí, del embrujo de sus gentes y del entusiasmo que tenían por la vida. Se despedía de todos ellos, sabiendo que un poder descomunal acabaría marchitando su país. Al alcanzar la enfilación natural de las torres de Hércules, la épica geografía les señalaba de manera grandiosa que estaban en los límites occidentales del mundo conocido. Justo allí cruzaron el estrecho que separa Europa de África. 

Una vez llegados a Sebta, el estado mental de los aventureros cambió por completo. Habían alcanzado un punto de inflexión en el viaje. Allí Serafín se despidió de Zaíd, del cual se sintió profundamente agradecido. Zaíd, era un joven muy estudioso y ya había intercambiado mucho conocimiento con Serafín para cuando zarparon de Isbilia. Sin embargo, los días juntos navegando, hicieron que Zaíd comprendiera con profundidad las motivaciones de su amigo para realizar una singladura sin retorno. De hecho, Zaíd quedó confuso en el puerto de Sebta, y tras verlo zarpar, volvió a recoger sus cosas y se lanzó a buscar un pescador que lo ayudara a alcanzar la nao de Serafín. Zaíd no pudo dejarlo marchar, y decidió en aquél momento, partir al Nunca Jamás con su amigo. Zaíd sabía que Serafín moriría en el intento de llegar a Erroris Insula si intentaba alcanzarla él solo. El nombre arcano de Al-Borani vino a su mente como una advertencia que no pudo ignorar.

Serafín le recibió con los brazos abiertos, y muy felices marcharon hacia lo desconocido. Todavía quedaba Milila, donde debían de hacerse de grandes provisiones. Los días que llevaron alcanzar la vieja ciudad, les permitieron estrechar aún más su amistad y respeto mutuo. Al fin llegaron al puerto, donde pasaron algún tiempo tratando de obtener información sobre la misteriosa isla y cómo llegar hasta ella. Los marineros y pescadores eran algo reacios a hablar sobre el lugar y los amigos no podían saber si era porque quizás la zona era un buen caladero o debido a algún otro motivo que desconocían. El caso es que, tras visitar cada fonda y cada cofradía de pescadores, consiguieron arrancar varios consejos para poder alcanzar la ansiada isla. De hecho, necesitaron usar algo más que eso. Su ingenio, su tesón y su dominio del miedo se vieron incrementados con la experiencia de navegar hacia el norte desde Milila, para encontrar Erroris Insula. Partieron antes del amanecer, habiendo realizado sus mediciones y cálculos con ayuda de las estrellas. No fue fácil llegar, porque el viento se volvió errático y racheado, a unas cuarenta millas de Milila, y las brumas dificultaron mucho el avistamiento de la isla. Probablemente algunos vientos del sur arrastraron calima y aumentaron las dificultades visuales, pero gracias a sus instrumentos ópticos, sus compases y astrolabios, lograron avistar al fin, el Lugar de No Retorno. Antes de atracar en algún refugio seguro, se dedicaron por precaución a circunnavegar el islote, para estudiarlo bien. La isla tenía una longitud de algo más de una milla y poseía dos playas, una de poniente y otra de levante. El resto era inaccesible. En su parte más ancha, la isla no debía de extenderse más de seiscientos codos. Su superficie era muy plana y estaba cubierta de matorral y árboles muy chatos. Al aproximarse el barco, vieron un canal subterráneo. Más tarde descubrirían que podían atravesar la isla de una punta a otra a través del canal. Fue algo sorprendente descubrir la existencia de esta extraña formación. Desgraciadamente, cuando se acercaron más a la isla, advirtieron que no estaban solos…por un momento se acordaron de las caras de los pescadores de Milila…

Efectivamente, había una embarcación bastante grande atracada en un improvisado muelle, en un refugio que se situaba en el extremo oriental de la playa de levante. No tuvieron otra elección que dirigirse allí. Los corsarios se habían percatado de la presencia del pequeño buque, y los esperaron en el muelle. Al acercarse más, estimaron que aquello era una galera de unos cien codos de eslora, y de unos cuatro mil quintales de peso. De modo que, entre galeotes, marinos e infantes, tendría que haber unos trescientos o cuatrocientos hombres en la isla. Algo nada esperanzador para nuestro asceta. El encuentro fue muy pacífico. En realidad, dada la desproporción entre los dos grupos, los isleños sintieron sobre todo curiosidad y algo de desconfianza de los dos temerarios marineros. El capitán de los corsarios se presentó cortésmente y les invitó a tierra. Turgut era un hombre muy astuto, y rápidamente se dio cuenta que los dos visitantes no eran gente vulgar. Captó algo muy especial en los modales y en la expresión verbal de los dos hombres, e instantáneamente comprendió que aquello podría dar lugar a un gran problema, o quizás a una gran amistad. Aunque Turgut era de origen otomano, los oficiales, soldados y marineros eran casi todos andalusíes, magrebíes y rifeños. Los galeotes eran sin embargo esclavos británicos y francos, capturados en incursiones por la región, y utilizados como chusma para bogar. Los hombres hablaron y tomaron té, al atardecer, al abrigo de una gran jaima. Turgut no se andó con rodeos y les explicó que vivían bajo el encantamiento de un brujo que no les permitía marchar de la isla más que para asediar barcos extranjeros y capturar botines. Serafín y Zaíd no dieron crédito a sus oídos. El mago vivía en el centro de la isla, donde la cueva subterránea se abría y dejaba espacio para una enorme bóveda, en la que se hizo un extraordinario palacio. Nadie tenía permitido ir a ver al alquimista, pero él sí podía verlos y comunicarse con ellos a través de sus pensamientos. De hecho, Gibarian sabía de la presencia de los neófitos.

Por la noche, llegó el momento de dormir, y se retiraron al barco para descansar. Los dos hombres soñaron con Gibarian, el cual les explicó desde la cueva palaciega, que era discípulo de dos corrientes alquimistas. La de Geber y la de Ibn Sina. Se había refugiado en el Occidente huyendo de la decadencia, pero se había encontrado con la inminente caída de Al-Andalus. Atormentado por el futuro del Islam, decidió escapar a la Isla de Nunca Jamás. En realidad, Gibarian los estaba esperando. Quizás Gibarian había llamado a Serafín durante años, y le había mostrado el camino en sueños.

Ya en la vigilia, y con mareos, los dos hombres volvieron a tierra, para comprobar que la galera había zarpado muy temprano. En realidad, se levantaron muy tarde, atolondrados por sus sueños y pensamientos. Un oficial había quedado al mando de un puesto de vigilancia y al verlos desde una pequeña almenara, les invitó a desayunar en la jaima. Syd, puedo notar que han soñado mucho. Aquí en la isla, todo el mundo sueña con intensidad. -¿Qué os ha dicho Gibarian? ¿Podéis decírmelo?- Dijo Al-Sufí. Zaíd respondió que habían venido para llevar a cabo una importante misión, y que estarían bajo el mando de Gibarian, como el resto de los isleños. Cuando Turgut volvió al cabo de unas cuantas semanas con muchísimas provisiones y tesoros, la isla parecía un hervidero de actividad. Ahora ya sabía qué papel tenían los dos jóvenes en Al-Borani. La galera avistó al llegar una nueva construcción en la isla, que podía verse desde la distancia. Al mando de Al-Sufí y bajo los dictados de Serafín, los infantes y esclavos estaban construyendo una estructura con rocas y madera para erigir un telescopio en la cúpula.

Turgut se reunió con Zaíd en la gran jaima. –He traído muchos libros, Syd. Gibarian me ha dicho que necesitáis todos los libros del mundo-. –Así es-. Dijo Zaíd. –Tenéis que atacar a todas las naves que intenten alcanzar las torres de Hércules, tanto si vienen del norte, como si vienen de Oriente-. ¿Y si son naos musulmanas?-. –Entonces las dejaréis marchar a cambio de entregar todos los libros que lleven consigo-. Sentenció Zaíd. Serafín estaba muy ocupado puliendo una lente del diámetro de un codo, y cuando no estaba en ello, se dedicaba a leer los libros que Gibarian había acumulado durante toda su vida y tenía guardados en una librería subterránea, cerca de dónde él mismo vivía.

Turgut dejó de ver a Serafín por la superficie de la isla, al menos durante el día, y sólo se veía con Zaíd, el cual se encargaba de dirigir la obra del gran telescopio y de otras tareas científicas. Serafín se consagró al estudio y se recluyó en una cueva cercana a la bóveda palaciega de Gibarian. Allí cerca, en lo más profundo de la isla, estaba la biblioteca. Había miles de pergaminos y manuscritos de todas las épocas. Gibarian le había encomendado la inmensa tarea de averiguar cuándo llegaría el Fin. Y no sólo el fin de Al-Ándalus, sino también el fin del mundo. Pasaron varios años, tras los cuales Serafín pudo realizar muchos descubrimientos astronómicos y acumular muchísimos conocimientos procedentes de todos los rincones del planeta. Una noche, cuando Serafín había terminado con sus observaciones, bajó de la torre y se dirigió a la jaima de Turgut para tomar un té. El capitán le dijo que hacía algún tiempo que no encontraba libros nuevos, mientras jugaban al ajedrez. Serafín asintió mientras preparaba una respuesta a dicha noticia. –Ya lo sé, de hecho, le he pedido a Gibarian que te deje marchar a ti y a tus hombres-. De pronto, los ojos de Turgut se llenaron de lágrimas y se puso de rodillas frente a Serafín, en señal de agradecimiento. Turgut muy turbado le dijo; -¡sabía que tú traerías mi libertad, Syd! Te debo lealtad hasta el fin de mis días-. Tras la aprobación de Gibarian, Turgut marchó con la mayoría de los hombres. Sólo quedaron unos cuantos esclavos y varios infantes andalusíes fieles a la misión de Serafín. Al-Sufí también quiso quedarse y capitanear una nao capturada por Turgut, para traer periódicamente provisiones desde Milila y proteger la isla de foráneos. Habían acumulado tal caudal de tesoros que tendrían oro y plata para aprovisionarse de avituallamientos durante siglos, si es que fuera posible ser tan longevo. Turgut decidió asentarse en Milila. Allí formaría una familia. Gracias a la generosa pensión ofrecida por Gibarian en forma de un gran tesoro, pudo dedicarse en exclusiva a proteger la ciudad, y los secretos de Al-Borani.  De hecho, Turgut se convertiría en el fiel guardian y proveedor de Al-Borani a partir de entonces.

Tras varios años de vida sólo a unos metros de Gibarian, Serafín acudió a su llamada. Nunca lo había visto. En realidad, Serafín estaba tan dedicado a sus tareas que casi no reparó en ello. Se comunicaba con Gibarian a través de los sueños, y por ello sentía que de algún modo lo conocía. En un momento dado, Gibarian se dejó ver. Serafín pudo adentrarse en la bóveda palaciega para confirmar lo que los infantes y Turgut le habían contado años atrás. Toda ella estaba alicatada con maravillosos azulejos y piedras preciosas, creando complejas formas y dibujos geométricos que embriagaban la vista. Gibarian estaba sentado en una cátedra de madera, frente a un inmenso despacho lleno de legajos, enormes libros y algunos instrumentos misteriosos. La tenue luz que dejaban pasar los lucernarios con forma de estrella de ocho puntas, hacían un extraño juego visual, que iluminaba perfectamente los documentos que Gibarian tenía frente a él. Al fondo, había también focos de luz, creados al efecto, para poder trabajar en un enorme laboratorio donde se encontraban toda clase de artilugios como crisoles, almireces, quemadores, goteros, pipetas y matraces de todos los tamaños y formas.  

-Syd, usted me ha llamado-. Serafín no pudo mantener la vista, y le miraba casi de reojo. –Sí, gracias por venir, necesitaba verte. Hace años que estás trabajando junto a mí, y quería que supieras que te has ganado mi plena confianza-. Gibarian era un hombre muy alto, de largas barbas. Su gran turbante lo hacía todavía más portentoso. Bajo una túnica de lana blanca llamada mofarrex, vestía una lujosa aljuba, y para las piernas unos zaragüelles. El conjunto resultaba algo recargado y extraño. Era invierno y quizás el viejo alquimista necesitaba estar muy forrado de ropa para no helarse. -Pero entonces, ¿porqué solo lleva unas albarcas de cuero para los pies, mientras que yo llevo borceguíes y estoy helado?-. Se preguntó Serafín.  Gibarian, no prolongó mucho su conversación, de hecho, fue muy parco, y rápidamente pasó a darle algunas instrucciones y planos para mejorar el mecanismo de giro del telescopio de cuatro metros que habían construido hace un tiempo, y también le dio un legajo con más instrucciones para hacer algunas mediciones en tierra sobre un incipiente eclipse. En cuanto a Serafín, él dio a Gibarian un informe verbal de sus progresos con las lecturas y estudios de los últimos libros que habían conseguido sobre astronomía, física, química y metafísica. En este sentido, Serafín confirmó que los datos acumulados, más los cotejados con los documentos de la biblioteca señalaban sin duda alguna que la Tierra era un planeta esférico, que rotaba alrededor del Sol, como lo hacían los otros planetas del Sistema Solar. Al mismo tiempo, había interpretado la existencia de importantes anomalías en la órbita de la Tierra y también entre la Tierra y la Luna. El próximo eclipse debería de servir de experimento para comprobar la posición de algunos astros, gracias a la ocultación del Sol por la Luna. En cuanto a procesos químicos, había conseguido aislar varios metales y gases a su nivel más elemental, y también había observado propiedades eléctricas y magnéticas en organismos vivos y en algunas piedras traídas de canteras procedentes de Tharsis. Gibarian pareció complacido. Serafín se había esforzado muchísimo durante años para conseguir aportar un conjunto de teorías y modelos robustos que pudieran satisfacer el apetito de conocimiento de Gibarian, y el suyo mismo. Le había costado sudor y lágrimas, de hecho, pasó por un largo periodo de oscuridad y confusión antes de conseguir reunir todos sus datos de un modo comprensible. Pero Gibarian era un alquimista. Sabía que Serafín debía de pasar por una fase de Calcinatio, donde romper, quemar y destruir todo lo aprendido, para después empezar a re-asimilar tanto lo viejo como lo nuevo en un flamante edificio científico.  El maestro dispuso ante el iniciado los ingredientes para encontrar no sólo respuestas para entender el mundo a la luz de los nuevos datos, sino también un camino para ayudarle a encontrarse a sí mismo. Gibarian quería que Serafín destilara el devenir de su propia personalidad como premio a su encuentro con el conocimiento y la sabiduría.

-Zaíd, me siento muy confuso. No pude prever que llegaría tan lejos. En realidad, todo ha sido gracias a ti. No hubiera podido llegar a esta isla sin tu ayuda. Pero ahora, no sé qué hacer conmigo mismo. He acumulado tanta riqueza, tantos conocimientos que me siento perdido, abrumado por la cantidad de incongruencias que veo en ellos. Ahora me doy cuenta de que en realidad la isla que buscaba no era otra cosa que mi propio fin. Pero al quedarme aquí a trabajar noche y día, he encontrado un nuevo Yo. Solamente huía del fin de Al-Andalus, y ahora he encontrado un principio. No lo entiendo. Lo siento, a lo mejor te estoy confundiendo a ti también, querido hermano-.  Zaíd le escuchó con los ojos muy abiertos. Quiso consolar a Serafín, pero también pensó que quizás su amigo del alma necesitaba una elaboración honesta y abierta, como la que le acababa de entregar. –Serafín, tus palabras me acongojan, me llenan de pena. Ahora al hablarte siento que todo tiene sentido. Quizás esto era necesario. Yo también me sentía solo y perdido en Isbilia. Es muy gratificante haber podido encontrar las respuestas que tanto anhelaba años atrás. Sé que has sufrido mucho estos años, confrontado con datos difíciles de aceptar. La Tierra no es más que un objeto que gira alrededor de un objeto gigante que arde. Las estrellas son soles lejanos, probablemente hogar de tantos planetas como el nuestro. Estamos perdidos en una nebulosa enorme de estrellas. Hay muchas otras, en el vasto océano del espacio. Hemos comprobado que la luz tarda un tiempo en llegar desde el sol y que por tanto, las luces de las estrellas y nebulosas lejanas no son más que imágenes del pasado, que viajan por el espacio. Es una ardua tarea encajar todo esto querido hermano. Lleva su tiempo. Pero creo que también hay que celebrar estos hallazgos. Es motivo de regocijo no permanecer nunca más en tan ciega ignorancia, como la que hemos vivido hasta ahora. Quiero que te des cuenta que ahora es momento de pasar a un estado de toma de conciencia y responsabilidad-. –Es cierto querido Zaíd, tienes razón, debemos casar estos conocimientos con lo que Ibn Arabi nos dice. Pero sin faltarte al respeto quiero compartir contigo mi aciago sentir, el cual brota de un abismo interior. He podido comprobar que el universo entero es un enorme vacío, donde flotan insignificantes gotas de materia, que como partículas de vapor están esparcidas al azar, y se pierden por el espacio, sin rumbo-. Zaíd asintió compungido, y tras un lapso le recordó que el sabio Ibn Arabi nos señala que la nada no es lo mismo que el vacío. Lo compartió con su íntimo amigo, en voz baja, con mucha ternura. Pronunciaba cada palabra muy despacio, para que alcanzaran el alma de Serafín y no se perdieran por el camino. La profunda y mutua revelación, concluyó también aludiendo a otras gemas de Ibn Arabi. -Desde la materia prima al intelecto superior existe una unidad que todo lo conecta. Conocer mejor este mundo es conocer el pensamiento del Creador, -le dijo Zaíd. Serafín se sintió abrazado por la enorme compasión que su amigo le entregaba.

Gibarian habló con ellos en sueños esa misma noche. Les explicó que en algún momento llegaría el fin de todos ellos. Pero él iba a ser el primero en marcharse. –Durante toda mi vida he estudiado la obra del Creador; ahora veo a Dios trabajando, afanándose en cada ser, en cada fenómeno que observamos. Pronto me reuniré con Él-.

-Serafín, Gibarian me habló anoche-. Ambos se reunieron como siempre en el desayuno, antes de laborar. –A mí también hermano, y ¿qué te ha dicho?-. –Me ha dicho que es hora de que empecemos a tomar decisiones nosotros, él necesita retirarse, está muy cansado-. Serafín sintió que Gibarian sólo se había presentado a Zaíd como una entidad metafísica, no como una persona real. En efecto, Zaíd no lo vio nunca. Quizás era necesario. Ese día ambos se fueron a pescar juntos. Probablemente era una buena época para la pesca, no sólo para los humanos. decenas de aletas de una misteriosa especie animal se asomaban por doquier, acechando un enorme banco de sardinas. Serafín tomó la caza de los enormes peces como una señal. A partir de entonces, ya no volvió a aparecer por la superficie de la isla, la cual quedó a cargo de Zaíd y de Al-Sufí. De hecho, Gibarian se esfumó, como si nunca hubiera existido, y dejó a Serafín ocupar la cúpula palaciega. De alguna manera Gibarian no había abandonado la isla. Sintieron su marcha, pero quedó una presencia muda, que todos podían barruntar. Al rezar por las noches, notaron que podían llegar algo más lejos en apaciguar sus corazones, haciéndolos sentir más cercanos a la bóveda astral. Zaíd continuó con las observaciones astronómicas, avanzando más y más con descubrimientos cada vez más profundos sobre el orbe celeste, y ellos mismos. Serafín se proyectó hacia una dimensión más filosófica y espiritual, como lo había hecho antes su maestro Gibarian al final de su vida. Había abrazado por completo la tradición sufí, para unificar su propia voluntad con la voluntad del Creador. Pero todavía tenía trabajo y camino por recorrer. Ahora debía de compilar todos los conocimientos y crear una obra suprema, un magnum opus que sirviera para relanzar la cultura de Al-Andalus. En sus cavilaciones también pensó en que la obra podría guardarse en la isla esperando resucitar nuestra civilización cuando vinieran tiempos mejores. Con el paso de los años, fue prevaleciendo el segundo plan, el cual se fue desarrollando más alla, al fabricar una máquina de impresión para poder distribuir copias por todas las bibliotecas del mundo islámico. Con todo ello, los habitantes de la isla continuaron su labor indefinidamente. Conforme morían, iban siendo reemplazados por jóvenes ávidos de conocimiento, que recogían el testigo e iban expandiendo el ambicioso programa de investigación de Al-Borani. Serafín, Zaíd y Al-Sufí pasaron los últimos hálitos de vida trabajando como el primer día, entregados a su magnum opus, y a su impresión y distribución por el mundo civilizado. La isla sigue siendo un enigma, y aunque hoy la pueblan solo algunos infantes e investigadores, desconocen que debajo de la superficie se encuentra la mayor biblioteca de la Edad Media, y se guardan todos los secretos de la alquimia, la filosofía, astronomía y de la metafísica. Los grandes sufíes que la construyeron aún siguen esperando el momento en que Al-Andalus vuelva, y sus hijos retomen la gran misión de armonizar la vida de los hombres con la obra del Creador. Pero entretanto, pueden descansar tranquilos sabiendo que salvaron al mundo de la ignorancia.

sábado, julio 17, 2021

La Precesión de los Equinoccios

 

Llevaba varios meses en la base lunar que estaba a unos 5km al sur del cráter Clavius. El lugar era un pozo natural, que permitía el escondrijo perfecto para los terrícolas, evitando así el constante bombardeo de pequeños meteoritos y la reducción del efecto a largo plazo de la exposición a los rayos cósmicos. Aún así, las colonias lunares estaban en su estado embrionario y había mucho que aprender. El ingeniero Rodrigo Tenedor, estaba muy preocupado con su salud. No estaba muy seguro de que la Luna fuera un lugar apropiado para la vida humana, o al menos todavía. España tenía trece plantas dentro la caverna de Clavius. Había varias cavernas habitadas en diferentes regiones lunares. Clavius era la más antigua. La caverna tenía unos cien metros de diámetro, con unos ochenta metros cuadrados habitables en cada planta. En realidad, los colonos vivían cómodamente dentro de las cavernas. O todo lo cómodo que se puede estar, teniendo en cuenta que uno está a unos seis días en nave espacial de la Tierra. En la Tierra los llamaban ya, “selenitas”, porque los humanos habían conseguido estar ya más de un año viviendo de forma continuada en el satélite. Tenedor andaba angustiado y sin ganas de nada. El psicólogo clínico del equipo médico internacional, le había dado varios consejos, y estaba monitorizando su progreso. Pero Tenedor no las tenía todas consigo. El tema de las fotopsias lo tenía muy agobiado. No le gustaba nada ir como un colgado, experimentando destellos de luz y puntos luminosos que no existen. Por supuesto, se había excluido toda patología ocular o cerebral. Pero Tenedor se encontraba cada vez más inquieto y amilanado con ello. Nadie estaba seguro de si sus fotopsias era producto del estrés o de algo más, y esto le causaba mayor preocupación. Desde el programa Apolo de la NASA, los astronautas se quejaban de que, en la oscuridad, podían percibir luces, puntitos y nubes, con una frecuencia aproximada de uno cada tres minutos. El fenómeno no desaparece al cerrar los ojos, y en el caso de Tenedor, esto interfería con su sueño. Todavía no se había esclarecido si las cascadas de luz se creaban al sufrir el humor vítreo, o el nervio óptico, el impacto de un rayo cósmico. Tampoco quedaba claro si los centros de procesamiento visual cerebrales estarían afectados por la radiación ionizante. El pasar tanto tiempo en el espacio, podría aumentar las posibilidades de que un núcleo atómico pesado alterase las células de la materia gris. Allí todo el mundo asumía los riesgos y estaba claro que una menor gravedad, una falta de atmósfera natural y salidas esporádicas a la superficie lunar no podían sentarle bien a nadie. Pero Tenedor se encontró no sólo con fotopsias, sino también con sus miedos, justo a las pocas semanas de llegar a la base Clavius. Y sus miedos no eran fáciles de gestionar.  

En las plantas bajo el mando español convivían cincuenta hombres y mujeres. La planta siete estaba ocupada con laboratorios de España, y desde la planta ocho hasta la diecinueve, estaban destinadas para alojamiento y gestión de todas las funciones vitales. Las plantas cincuenta y cincuenta y uno, tenían un gimnasio y un restaurante-cafetería donde se podían congregar al mismo tiempo, una sexta parte de los trescientos habitantes de la base. Eran las plantas que Tenedor frecuentaba, pero todo el mundo podía ir a los otros restaurantes y gimnasios para mezclarse con los demás residentes. Tenedor se llevaba bastante bien con su equipo y en especial con los del mando argentino. Toda la base era de habla hispánica, con lo cual, se había establecido una gran amistad entre todos, quizás una excepción con respecto al resto de las bases lunares, que no eran tan dadas a la alegría y a la expresión de afecto. Tenedor disfrutaba de la compañía de sus compañeros y frecuentaba tanto los restaurantes como los gimnasios. No dudó en compartir sus problemas con los más allegados y confirmó que podía confiar en todos. El psicólogo era argentino, y se había ganado el respeto de los residentes espaciales. Era el doctor Juan Zamora. Al fin y al cabo, hacía falta un gran profesional que fuera capaz de absorber la manifestación de toda tensión y todo problema, y el doctor Zamora era precisamente el hombre para el puesto. Tenedor y Zamora se encontraron una vez más en el restaurante. Se apartaron de los demás para buscar un sitio tranquilo y poder hablar sin trabas.

-¿Cómo sigues con las fotopsias?- Tenedor se quedó pensativo, y esperó un rato antes de contestar. En realidad, se sentía muy agradecido por el interés genuino del doctor, y también quería procesar esa sensación de afecto tan importante, que se convierte en una gema de preciado valor en un lugar tan hostil como el espacio exterior. –Pues no muy bien doctor, la verdad es que cada vez estoy más preocupado por el asunto- . Zamora se quedó mirándolo con preocupación. Él sabía que Tenedor era un hombre íntegro, y su preocupación era totalmente honesta. Tenedor le contó que las cosas se estaban poniendo muy feas. A parte de las fotopsias, en las últimas horas estaba experimentando un miedo desaforado, algo que nunca había vivido antes. –Sé que no es natural, pero me produce vívidas pesadillas, y un estado de alerta difícil de soportar-. Tenedor sentía como si los núcleos límbicos de su cerebro encargados de hacerle experimentar miedo se hubieran desatado completamente. Era un miedo completamente absurdo desde un punto de vista racional. Pero de tal intensidad, que sentía pavor hasta de respirar. Cualquier cosa podía ser una amenaza. Pero eso no era lo peor. Tenedor le explicó que estaba sintiendo el mero hecho de existir como algo ominoso. Percibía una horrible sensación que le anticipaba que algo absolutamente devastador fuera a suceder…y él no iba a poder evitarlo. Zamora se inquietó muchísimo. Trató de consolar a Tenedor y tras el almuerzo se puso en contacto con los oficiales médicos de las otras bases, así como con el control central en la Tierra. Nadie estaba seguro de cómo proceder. En realidad, Tenedor no mostraba signo exterior de ansiedad, ni expresaba pensamientos de inminente descontrol que pudiera de alguna manera ponerlo a él o al equipo en peligro. La hipótesis de los rayos cósmicos alterando el procesamiento cognitivo y emocional del paciente podían suponer un estudio altamente interesante, pero a la vez bastante inquietante.

Al día siguiente, de nuevo en la cafetería, todo el mundo se quedó mudo ante lo que vieron. Estaban todos allí, no faltaba nadie. Había una pantalla enorme desde donde la Tierra retransmitía las noticias más relevantes del día. Una oficial de las agencias espaciales internacionales informó que la Tierra estaba sufriendo un colapso electromagnético. La actividad solar se había incrementado a niveles catastróficos, y el viento solar era ahora una especie de aliento letal, que iba a freír el planeta azul en unos días. Era extraño, pero al igual que varios fenómenos se habían puesto de acuerdo para garantizar la vida en nuestro planeta durante mucho tiempo, ahora esos mismos procesos se habían conjurado para borrarla de la faz de la Tierra. Todos los hombres y mujeres de la base Clavius se pusieron de pie. Algunos empezaron a llorar y a abrazarse. La oficial continuó con gravedad, dando más detalles. Dijo que el movimiento de precesión de la Tierra se iba a acelerar, posiblemente alterando de manera errática los ciclos día-noche, aumentando así el nivel de caos global y de amenaza a la biosfera. Tenedor sintió como si su corazón se desplomase al suelo. Las piernas empezaron a temblarle y tuvo que tirarse al suelo para sentir algo de estabilidad. Zamora estaba a su lado,  ahora tenía la cara de color azul, y su expresión estaba congelada. Todos estaban aterrados. Pensaron que era el fin de todo lo que conocían. Y tenían razón. Ahora era el principio de una nueva humanidad. Los tres mil habitantes de la Luna iban a ser el único legado humano vivo de todo el sistema solar. Zamora se extrañó de sus propios pensamientos. Quizás debería de estar preocupándose exclusivamente del destino de su familia en la Tierra, cosa que hizo. Pero también le asaltaron otras cavilaciones. Quizás Tenedor había sufrido una especie de aceleración y vertiginoso procesamiento de datos ayudado por los rayos cósmicos. A lo mejor, sus miedos fueron un presagio, una anticipación ante una catástrofe, que su mente inconsciente había predicho, pero que su Yo consciente no podía aceptar o incluso comprender. Ambos se miraron con gran pesar, como leyéndose el pensamiento.

   

viernes, julio 16, 2021

El Viejo y el Mar (Homenaje a Carl Gustav Jung)

 

Hubo una vez un hombre que vivió tanto tanto tanto, que toda la gente que conocía se acabó muriendo antes que él. En su tristeza, pudo comprobar que este fenómeno ocurría una y otra vez. Y él nunca se moría. Cuando joven, había sido muy temeroso de contraer enfermedades y era conocido por su timidez. Tales circunstancias le hicieron muy estudioso del cuerpo y la mente, y acabó convirtiéndose sin quererlo en el médico de la comarca. Paradójicamente, y a pesar de ganar confianza al aumentar su experiencia con las dolencias de otros, él nunca caía enfermo. Esto le hizo vivir con una perpetua actitud de perplejidad, que los demás interpretaron como un síntoma de excentricidad y propio de su carácter ascético. En un momento dado, y después de haber probado el celibato durante años, llegó a casarse, pero tras una vida entera de familia, se quedó viudo. Bastante después murieron sus hijos. Pero lo peor fue ver desaparecer a sus nietos. Años de desesperación parecían corroer su alma, pero siguió viviendo, hasta que en un momento dado, el viejo decidió marcharse a un lugar donde nadie lo conociera y así no tuviera que sentir el dolor de más duelos y la desazón que su extrema longevidad causaba a sus amigos, descendientes y vecinos. Un día, se despidió de todos y se marchó con aquello que pudo llevar en un carro. Se dirigió con su mula hacia el mar. No sabía a dónde iba, ni le importaba. Simplemente se puso de camino hacia donde creía que el mar se encontraba. En realidad, tenía todo el tiempo del mundo. Tras muchos meses y aventuras, llegó a lo que pareció un pueblo de pescadores. Las playas a ambos lados del pueblo eran larguísimas. Había mucho espacio y tranquilidad para vivir. Así que compartió sus artes de médico, curó al enfermo y aprendió a cambio, las que corresponden a la pesca. Se construyó un chozo algo apartado del pueblo y allí continuó viviendo, a la espera de que al fin, Dios se dignara a llevárselo en su seno. El viejo, de nombre Okap, continuó su existencia de forma ilimitada. No se sabe durante cuánto tiempo permaneció allí, en aquél chozo. Curiosamente, un día Okap se dio cuenta de que durante toda su existencia, había estudiado muchísimo y había también aprendido una barbaridad sobre el cuerpo y la mente. Sus conocimientos de matemáticas le permitieron establecer una curva descendente, que tenía crestas ocasionales, seguidas de algunos “pozos”, desde donde el aprendizaje parecía recuperarse, tras un periodo de menor actividad. Después de esos periodos, Okap volvía a aprender más cosas, porque o bien profundizaba en el saber, o bien se dirigía a una nueva disciplina o ciencia para aprenderla. Así descubrió que debido a su enorme capacidad para educarse, había seguido existiendo durante varias generaciones. La curva le mostraba que poco a poco se acercaría a su fin, puesto que cada día aprendía menos cosas. Esto le proporcionó una gran paz, sabiendo que alcanzaría un punto de la curva donde su vida debería de detenerse de manera natural. Acercarse al mar y aprender a pescar y vivir cerca del mundo marino, inyectó más vida y más conocimiento a su existencia. Okap supo que eso hizo expandir la curva aún más hacia el infinito, pero ahora estaba más sereno, sabiendo que tarde o temprano, sino se movía de allí, acabaría aprendiendo todo, y al final podría reunirse con sus seres queridos en otro mundo. Conforme Okap se fue adaptando al ambiente y sintió que tras muchos años dominó por completo todo lo que constituía el saber y la vida en el mar, notó que se hizo algo más viejo. Se sintió más indiferente a todo y a la vez más contento. A esas alturas podía husmear el viento al salir de la covacha, y predecir cómo iba a ser el día. También curaba con gran efectividad a la gente del pueblo. En general, ya no había casi nada que se le resistiera. Sabía de plantas, de animales, del Cielo y la Tierra. Aunque era popular y respetado en el pueblo, selló un pacto con los habitantes de no revelar su identidad, más allá de los confines de la villa. De este modo se aseguraba limitar su conocimiento y la expansión de su sabiduría a través de más personas. Poco a poco, sintió que su mente volaba con facilidad sobre el mar, incluso en sus profundidades. Su cuerpo era cada vez más liviano y comía menos. Los que le vieron por última vez, lo recordaron como alguien que estaba en sus huesos, pero que parecía a la vez extremadamente fuerte y sano. Okap percibió que sus sensaciones eran cada vez más mágicas. Creía poder levitar y carecer de necesidades perentorias, cuando al fin, se fue desvaneciendo. Su cuerpo se fue transformando en una materia arenosa y medio gaseosa, que se podía mover al ritmo de la salada brisa. Okap, un momento antes de desaparecer recordó que era alquimista.