sábado, abril 23, 2022

Lejos del Paraíso

 Llevaba años fuera de su patria, de su ciudad. Creía haber aprendido mucho, haber visto toda clase de personas, paisajes y ambientes. Ahora quizás debía saber qué decidir, qué hacer. ¿Se quedaría en un estado permanente de búsqueda o su querencia le haría retornar a los fueros de antaño? ¿Se alojaría de forma indefinida en el último lugar donde había puesto una pica, o sería apropiado seguir adelante, sin echar raíces?

Caviló durante bastante tiempo lo que tenía que hacer. Pensar es un privilegio y sobre todo cuando se usa para saber adónde dirigir y plantar los pies. Examinaba la experiencia diaria, y esa era la mejor brújula para saber por dónde continuar. Se dejaba impresionar por los acontecimientos, los cuales le atravesaban como balas. Dejaba que las palabras de la gente le hicieran daño. Así sabría qué hacer. Sufrir y sentir el dolor era señal de estar en el mundo. ¡Dispara! No respondería con una ráfaga cargada de cólera, sino que se mantendría impasible, para después reparar en las impresiones, marcas y heridas causadas. Se tomaría el pulso, se auscultaría su propio corazón, para hacer un exámen de los daños causados. No era inmune al sufrimiento, todo lo contrario. Es que había aprendido a valorar las relaciones con las personas tanto a partir de las delicias del conectar con el otro, como de la procesión de roces, colisiones y desencuentros que se destilan al encuentro con un ser humano. Dolor y placer son sólo manifestaciones necesarias en la liturgia de adorar a nuestros congéneres.

Asumió que era momento de volver. Lo captó a través del sentimiento veraz y profundo de hastío y aburrimiento que llevaba acumulando durante años. Un hartazgo de unas gentes que no podía siquiera calificar como decadentes. Sus costumbres, modos de vida y ambientes en general proyectaban un intento fallido de cultura. Los sonidos que engarzan las palabras y los significados parecían forzados y faltos de fuerza y convicción. La vida misma carecía de esencia o propósito. Su música era la plasmación más evidente de lo efímero e intrascendente que era vivir allí. Sus composiciones carecían de resonancia emocional, de conectividad, de armonía. Bastaba volver a una ciudad o distrito donde había trabajado años antes para comprobar que no quedaban restos ni señales de uno mismo. En aquellos países, supuestamente hegemónicos, la gente moría rápido, y eran rápidamente sustituidos por otros que jamás los recordarían. Los humanos se apilan en todas direcciones y se concentran como animales estabulados, sin dignidad. Si, es verdad que hay más posibilidades de relacionarse, pero la forma de relacionarse es frágil y tan cambiante que todo se rompe y deshace con facilidad, que no importa casarse, tener hijos o abrazar una profesión. Mañana todo puede cambiar, y se puede vivir al día siguiente con una nueva pareja, con nuevos hijos, en una nueva ciudad, sin que nadie recabe en ello. Todo se le hacía ahora una carga demasiado incómoda para llevar a diario. Lo que al principio fue una liberación, ahora se tornaba algo accesorio. De hecho, cuando se marchó tantos años atrás de su país natal, en el fondo se había pertrechado de un arsenal de frustración y de rabia antes de partir. Había decidido que sus sueños se materializarían en otra tierra, o que la tierra prometida estaría más allá, plus ultra. -Me he equivocado- pensó ahora. -Quizás el paraíso es el lugar que abandoné- le susurraban todas y cada una de sus células con pertinaz insistencia. 

Se dio cuenta que deseaba que su persona importara algo a alguien. Creyó que era preciso que al menos un igual lo declarase enemigo o amigo de verdad, contrincante o amante platónico o arquetípico. Aquí sin embargo, las cosas era fugaces. Se vivía en una clase de libertad en la que realmente no le importas a nadie. Y tu tampoco puedes amar, porque las personas son tan esquivas como las escamas de un pez. Hacer el amor, es imposible. Si acaso se puede hacer el sexo. ¿Y qué es eso? A lo que se dedican los perros en celo. A acatar un ritual genético donde nadie tiene parte substancial en el reparto de personajes. ¿Quién es el que concibe al otro? ¿Quién querrá fundirse con el otro o mezclarse con su sangre? Esas declaraciones no son traducibles a los lenguajes de aquellos reinos nórdicos, plagados de organismos que obedecen actos reflejos. Cambias de coche, de vivienda, como el que cambia cada día de camisa para ir al trabajo. Las ciudades son muy parecidas unas a las otras. Siempre las mismas marcas y los mismas grandes cadenas, colocando sus tiendas en las calles más importantes, hacían que unas fueran clones de las otras, y lógicamente los mismos ciudadanos parecieran extrañamente como versiones más o menos imperfectas de sus vecinos de la ciudad de enfrente. Así, meditando sobre todo esto, decidió despedirse de su trabajo fijo. No pasó nada, como siempre. Hubo una despedida, unos abrazos, como tantas otras veces. Pero ésta vez no se marchaba de Peterborough, ni de Cambridge, para ir a Witham o a Liverpool. En este caso, cambiaría de idioma, de país, de cultura, de forma de pensar y de sentir. Cambiaría el purgatorio por el paraíso. Transmutaría su alma una vez más, como un alquimista.

Una duda le importunó al hacer las maletas. Se preguntó si al volver encontraría que todo había cambiado. Se le empañó la vista, pero al cabo de unas horas quedó atrás. Sin embargo, mientras se calzaba el cinturón de seguridad en el avión de partida, le volvió a asaltar ese pensamiento, pero quizás de forma más somática. Con un dolor punzante en el diafragma.    

viernes, abril 22, 2022

Nadar y Guardar la Ropa

 Después de almorzar, me dí cuenta que la piscina se había quedado vacía. Todo el mundo estaba descansando o retozando por ahí. En aquellos años, se decía que no se podía uno bañar después de comer. Pero claro, siempre hay alguien que tiene que romper las costumbres. Los adultos estaban todavía en las mesas del restaurante tomando café y fumando. Era una piscina grande. Para mí era olímpica, de lo grande que era, teniendo en cuenta que yo debería de tener unos ocho años. 

No le dije nada a mis padres, en realidad yo estaba al alcance de sus ojos. Pero parecían bastante entretenidos en su tertulia de adultos. Así que me senté en el borde de la piscina y empecé a pensar cómo me iba a tirar y ejercitar un poco mis habilidades natatorias. No sabía nadar, pero de eso se trataba. 

Me bajé con cuidado y me sumergí en el agua tibia. Hacía mucho calor. Era muy agradable estar mojado. Estaba pertrechado con mis flamantes y enormes gafas de buzo de color añil. En aquella época te dejaban estar en una piscina con unas gafas de cristal. No pasaba nada. Me agarré a la baldosa que sobresalía más allá de la pared alicatada del vaso de la enorme alberca y me lancé hacia el centro, pensando en que podía dar unas brazadas y volver de nuevo seguro al filo. 

Lo hice varias veces con total éxito y me fui sintiendo más cómodo poco a poco. En realidad, las gafas me daban ese punto extra de seguridad, porque podía medio nadar y medio bucear. Cuando había hecho varios trayectos, quizás hice un gesto brusco con la cabeza, porque las gafas se separaron de mi cara y empezó a entrarme agua a raudales. Me cegué con las burbujas y la confusión, y me quedé a unos metros de la zona de seguridad, hundiéndome a veces, tragando mucha agua, y otras veces subiendo hacia arriba para coger aire, antes de volver a tragar agua una vez más. Probablemente, al principio perdí la orientación, y eso me aterró. No sabía en qué dirección estaba mirando. Todo era borroso. 

Creo que pasé así mucho tiempo, porque en un momento dado, pude ver los pies de un adulto, dirigidos hacia mi, en sus chanclas justo en el borde de la piscina. Se quedó ahí quieto. Mientras tanto, yo seguía subiendo y bajando y tragando más y más agua. En algún momento dado, coordiné lo suficiente como para acercarme lentamente a la pared y por fin, agarré el vuelo de una baldosa con mis deditos. Los pies del adulto habían desaparecido. 

Cuando salí del agua, lo hice con mucho cuidado como para no llamar la atención. Estaba pasando mucha vergüenza. También noté que sentía preocupación. Era una sensación algo contradictoria. Pensé que cómo era posible que nadie se hubiera dado cuenta (me refiero a la enorme cantidad de gente que había en las inmediaciones de la piscina), y después capté un sentimiento de tristeza dentro de mí al ver que quizás me podría haber ahogado allí mismo, sin que nadie lo hubiera notado. Una vez que ocurrió el pequeño desastre, no quería que nadie se diera cuenta de lo que había pasado, aunque sabía que alguien me había espiado. Después de calmarme y superar las náuseas por haber ingerido el agua fuertemente clorada, me levanté despacio, con las gafas en una mano, y me acerqué temblando a la mesa de mis padres a coger una toalla.

Mi padre estaba buscando encontrarse con mi mirada. Me hice el longui, pero sus penetrantes ojos verdes consiguieron cruzarse con los míos. Su mueca indicaba que él fue el que presenció mi angustioso aprendizaje tipo Tarzán. El aprendizaje para gestionar mis propias decisiones, mis riesgos y mis errores. No me gustó nada su actitud, tengo que confesar. La vida de los hombres como él, exudaba demasiado paternalismo benigno. Más de lo que yo podía soportar. Y yo era un niño prepúber, y me dolía muchísimo vivir de esa manera. De nuevo, ansiaba liberarme del yugo de los hombres, esos semidioses que quería imitar, y que no podía alcanzar de ninguna de las maneras. 

Mucho más tarde, mi padre me dio a entender que él no hubiera permitido que me pasara nada, pero eligió dejarme sentir el miedo y la angustia, para que pudiera afrontarlo por mí mismo. De nuevo me sentí confuso. Por una parte recuerdo sentirme bien, al saber que él estuvo al acecho y alerta, pero por otro lado, me sentí débil e incapaz de eliminar la obvia incompetencia y el riesgo que asumí, sin  contar con nadie para que me asistiera y pudiera convertirme en un nadador sin tener que arriesgar nada. Efectivamente, mi niñez fue una especie de humillación eterna, un calvario que hay que pasar, hasta que al final te toca ser grande y fuerte. Quería hacer las cosas solo, porque detestaba el poder impúdico del adulto, su despotismo y el omnipresente comentario y recordatorio de lo torpe, ingenuo o infantil que yo era. 

Con los años he seguido metiéndome en muchos líos, de los cuales he salido, aunque no siempre indemne. Retrospectivamente puedo ver, que quizás no haya nunca hecho demasiado caso al miedo, a pesar de lo travieso, atrevido o arrojado que he sido. Ahora sí lo escucho más y me he vuelto más sensato. Cuando miro atrás me doy cuenta que he arriesgado muchas veces la vida sin necesidad. He debido de pasar mucho miedo siendo temerario, pero la furia y la rabia, me podían más. No soportaba que el miedo me castigara de esa manera, pero eso no era nada comparado con la amenaza de no ser suficiente o no dar la talla. Ante ello podía responder con una tremenda furia, que ahora compruebo me ha catapultado hacia muchas cimas, que quizás en realidad, no hubiera alcanzado de no haber vivido en una sociedad tan absolutista y poco sensible con las dificultades y retos de la infancia. 

Ahora quiero todavía nadar y guardar la ropa. Y casi en la mayoría de las ocasiones, mis emociones están a mi servicio, pero eso mismo; en casi la mayoría de las ocasiones nada más. 

lunes, abril 04, 2022

La Fiebre del Viernes Noche

Su papá le llevó a los pinares de Aznalcázar como había prometido. Salieron de Sevilla, a buena hora. Todavía quedaba bastante luz del día para poder encontrar el lugar en que todos se congregarían. El padre ya conocía a varios socios de Albireo, y quería darle una sorpresa a su hija. De modo que a tiro hecho se plantó en el solar de un antiguo caserón que estaba perdido en medio del bosque. Para cuando llegaron, estaba ya todo el grupo allí preparado. Eran al menos unos veinte astrónomos aficionados, todos bien atareados ya, con prisas y moviéndose entre aparatos de todos los gustos y colores. Para el neófito, aquello parecía un mercadillo, o una especie de campamento improvisado. Los coches estaban todos con los maleteros abiertos, rodeados de cajas de plástico y de metal esparcidas por todo el suelo. Sillas y mesas de camping también estaban por doquier, colocadas alrededor de la instrumentación astronómica. La niña, de nombre Rebeca, quedó estupefacta. Siempre había soñado con ver las estrellas a través de un telescopio. Pero aquello era demasiado para su pequeño cerebro. Allí se juntaban hombres y mujeres, niños y niñas de todas las edades, como abejas sobrevolando un campo de flores. En este caso, las flores eran los maravillosos telescopios que con gran orgullo erguían sus cuerpos para apuntar al espacio exterior. Estaban soportados por trípodes, que podían ser de madera o metal. De ellos colgaban cables, y parecían abultados por la óptica que llevaban adosada. Por ejemplo, los aficionados a la astrofotografía tenían acopladas magníficas cámaras, que hacían que los telescopios parecieran dispositivos maquiavélicos, construidos con oscuros propósitos. Todo lo contrario a lo que pretendían sus constructores y dueños. Rebeca se sintió arrebatada por el espectáculo. No sabía a dónde mirar, no sabía cómo mirar. Sus ojos iban a estallar, lo mismo que su apresurado corazón. Tenía la naricita roja de frío, y los dedos de sus manos estaban ya cianóticos a pesar de que no había empezado todavía la fiesta.

Poco a poco, fue recuperando la razón, y se fue calmando. Intentó recomponerse y pidió a su padre que le diera una mantita que pudiera portar. Se fue percatando que su padre andaba saludando a la gente, y gastaba bromas con ellos. El ambiente era relajado y a la vez, bullicioso y activo. Había que dejarlo todo listo antes del anochecer. Rebeca tuvo que atreverse y romper el conjuro de su vergüenza. Le preguntó a otro niño sobre el telescopio de su padre. El niño le contó que tenían un telescopio algo antiguo. Un reflector, hecho a mano. La montura tenía motor y era ecuatorial. Juan, que era el chaval, le dijo a Rebeca que su padre había pulido el espejo del reflector. 11,5 centímetros de espejo pulidos con esmero y cariño, para poder reflejar con la mayor fidelidad las joyas nocturnas del firmamento. Rebeca suspiró profundamente tras examinar el aparato. Tenía un sabor vintage tremendamente atractivo. Juan dejó que inspeccionara las lentes, y pudieron hablar de su equivalencia con un telescopio refractor. Rebeca entendió que era un aparato capaz de entregar un buen nivel de luminosidad y dar juego a un principiante, durante años. Más adelante, se atrevió con otro reflector, ésta vez era uno con montura Dobson, con un diseño mucho más simple, pero comparativamente mucho mayor en tamaño y envergadura. El dueño era un estudiante de física con pinta de pijo, con muchos rizos y enormes gafas. El chico le explicó las ventajas de un telescopio de éstas características. Era otra máquina hecha a mano. Gran trabajo para un muchacho tan joven. El sol estaba ya en el horizonte. La noche elegida, era un viernes de invierno, donde los aficionados con telescopios buscarían planetas y los que portaban prismáticos irían a evaluar estrellas variables.

Cuando ya uno tenía que ir casi a tientas, y se necesitaban linternas rojas para no molestar, Rebeca llegó al telescopio de Ricardo. El padre, que estaba por ahí, hablando con unos y con otros, la dejó ir revoloteando de un telescopio a otro, sin problemas. Disfrutaba viéndola ganar confianza y explorar, preguntar y aprender cosas de esa gente tan amable. Se sorprendió de las ganas con las que Rebeca respondió ante el encuentro científico del que ella estaba exprimiendo cada segundo. La dejó hacer. 

Como decía, Ricardo se encontraba frente a un telescopio refractor, de color blanco. Tenía unos dos metros de largo, y lo acababa de recoger de la aduana hacía unos días. Le había costado una fortuna. Era sin duda, el espectáculo de la noche. Flamante estructura de un blanco mate, con un telescopio buscador de un tamaño tan grande, que en otro aparato hubiera sido el telescopio principal. Cada detalle estaba acabado con esmero y solidez. La montura, el portaocular, el porte…Ricardo fue muy atento con Rebeca y atendió las miles de preguntas que le hizo con mucho cariño y paciencia. Tras un largo interrogatorio el padre de Rebeca se acercó con una Cruzcampo para aliviar la seca garganta del astrónomo.

Era la hora de empezar. Todos los telescopios con montura, estaban alineados ya con la estrella polar. Los que estaban trabajando con fotografías exigían autocontrol y restricciones con las luces por razones obvias. Rebeca lloró de emoción al ver Marte a través de un telescopio Celestron CPC 800. Como estaba ya oscuro, nadie pudo percatarse de sus lágrimas. No podía creer que ante sus ojos, el planeta rojo se dejaba ver de esa manera, insinuando su geografía con tonalidades rojas y verdosas. Necesitó tiempo para recuperarse. Más tarde, fue a visitar a Juan con su reflector de 11.5cm, después de dar cuenta de un bocata de filete empanado que le había hecho su madre. Juan y el padre estaban con sus sentidos fijados en Saturno, que se encontraba por la constelación de Cáncer. Fue otro golpe tremendo para la niña. No sabía si aquello fue una sacudida mental, corporal o espiritual. Los añillos del misterioso planeta eran sólo una insinuación, pero en realidad eran un gran logro para dicho telescopio. Y para Rebeca. Se sintió desnuda ante el mundo. Pero no desnuda, sin ropa. Sino desnuda de lo poco que sabía. Sintió que caía por un precipicio hasta abrazar el vacío cósmico. Allí donde podía contemplar su propia ignorancia y su extrema pequeñez y brevedad como criatura viva. Quizás demasiado para digerir por un corazón de tan sólo doce años.

Cuando ya estaba borracha de amor y emoción, Ricardo tuvo que poner la guinda al postre, al mostrarle Júpiter y varios de sus satélites, a todo color…Salió tambaleando y pidiéndole al padre algo de zumo. Había gastado toda la glucosa que tenía en la sangre. Sentía mareos y experimentaba algunas fotopsias que probablemente añadieron más confusión a su mente, colmada de sensaciones y pensamientos extremos. Siguió toda la noche con mucha hambre, hablando cada vez más, con todos. Su padre no podía aguantar la risa y el gozo. Se sintió emocionado de ver a su hija vivir con tanta intensidad.

Después de tantas sensaciones, se acercó al grupillo de chavales jóvenes, estudiantes de física algo jipis, que eran de la sección de estrellas variables de la Agrupación Astronómica Albireo. Combinaban técnicas psicológicas basadas en la percepción humana, para estudiar el brillo aparente de las estrellas que habían elegido y que llevaban siguiendo desde hacía meses. Una de ellas era la estrella Algol. Rebeca sólo quiso deleitarse con lo que los chicos le contaron sobre la importancia de la observación amateur en este campo de la astronomía.

Ya era tarde para una niña y su papá le dijo que era hora de volver. Tras despedirse de todos y de haber experimentado la magia más increíble que había podido soñar, volvió por donde vino. Por la oscuridad de la carretera que la devolvía a la mundanal corona metropolitana de la ciudad. Pasó por La Puebla, Coria, Gelves, y luego por la S-30 hasta alcanzar el Parque Alcosa. Volver a vivir subyugada por las luces de la ciudad le pareció un suplicio y una vulgaridad. Las calles de Alcosa le parecieron aburridas y mediocres, como sus ciudadanos, sólo interesados por lo inmediato, por lo banal y lo puramente humano. ¡Qué triste se sintió Rebeca aquél sábado! Cuánto echó de menos aquél maravilloso espectáculo donde pudo mirar al infinito. Y lo peor de todo…¿Con quién iba a compartir sus sentimientos? Su padre no sabía que había metido a Rebeca en un gran aprieto. ¿Cómo se puede sostener la vista ante la mirada de Dios durante un instante y después volver a su casa como si nada hubiera pasado?

A partir de ahora, su vida sería más difícil. No sólo había intuido que era diferente. Estaba embargada por preocupaciones que le absorbían profundamente. Se sentía inundada por sentimientos que raptaban su alma y la transportaban a atalayas inalcanzables para otros. A partir de ese día, había constatado que ella era diferente y que eso no tenía remedio alguno. Demasiado diferente…pero aquella noche, la oscuridad la había iluminado. Empezaba a vislumbrar un camino, su camino.