sábado, julio 01, 2023

La Doma y la Bestia

 


Prefiero confesar el trasfondo de esta historia desde un principio. Estoy aterrado, vivo con un constante temor. Quizás lo sé todo y no debería. Lo mejor para una persona es vivir y afrontar su presente sin mayor preocupación que resolver aquello que tiene literalmente entre manos. Yo nunca fui así. Al contrario, siempre he vivido el pasado, el futuro y lo peor de todo, he sufrido las más oscuras fantasías propias y ajenas como si fuesen latigazos autoinflingidos. Por eso tengo alma de escritor. El reguero de tinta que discurre con esta narración me lleva finalmente a un sentimiento ambivalente de culpa y odio. Sigue el reguero.


Anoche iba a ser mi último día de Feria. Una Feria que no he ansiado, igual que todo lo bueno que me rodea. Estar aquí es un esfuerzo, respirar un suplicio. Ahora que la vida me guiña un ojo, resulta que mis deseos se jubilaron anticipadamente. De hecho, dejo pasar lo que acontece con desdén, una y otra vez. Espero que todos me perdonen.


Al llegar al Real, me situé una vez más como buen sevillano, en un escenario potencialmente peligroso. Con desconfianza había atravesado las calles de los Remedios, al atardecer ya oscuras pero atiborradas de feriantes que como nerviosas hormigas iban sedientas de manzanilla y baile en dirección a sus casetas. Reconocí una vez más el escenario ferial, saturado de polvo y magia. Las luces de los farolillos y las mujeres enjaezadas en sus faralaes me hipnotizaban a mi pesar. Yo solo buscaba el origen de una amenaza. Al adentrarme entre los límites entre la Calle del Infierno y la ciudad de lona construida para el placer, pude reconocer varias furgonetas azules de la polícia que maniobraban para tomar posiciones. Su presencia me reconfortó. De hecho, me acerqué hacia ellas, para permitir que la cercanía de los uniformes me inyectaran un tranquilizante de corta duración. Disfruté de los ademanes y la autoridad de los uniformados. Incluso me sentí afortunado de poder ayudar a un agente que se había colocado mal su chaqueta. Su respuesta agradecida y masculina reverberó adecuadamente hasta activar la memoria de mi padre, un policía de pro.


Conforme avanzaba, me fui aproximando a Pascual Márquez, comprobando los movimientos de los hombres, sintiendo temor por ocasionales griteríos y potenciales amenazas sobre todo de muchachos jóvenes demasiado afectados por el alcohol y sobre todo ahogados en su propio Ego supurante. No ocurrió nada malo. Llegué hasta la caseta y saludé al guarda. Un hombre recio, aunque muy pequeño. Su estoicismo y bondad brotaba de su mirada seca, como el esparto. Le pregunté cómo le había ido el día y me dijo que se había desmayado del calor. Me dolió escuchar su relato sosegado, admitiendo sin rabia que la compañía de seguridad no permitía llevar calado un sombrero bajo el sol de justicia que había castigado la Feria toda la semana. Agradecido por compartir su dolor sereno, avancé hacia el interior de la caseta y paso a paso fui saludando a los feriantes todas caras conocidas, ninguna amiga. 


Mi mujer y mi hija me esperaban dentro. Llevaban todo el día festejando la vida. Pacientes y dulces me recibieron con vino y gambas. Me relajé comprobando que aquello no estaba atestado y me podía sentar donde quisiera. Elegí un ángulo visual hacia el exterior, con la espalda pegada a la pared. Me actualizaron sobre las incidencias del día, regalándome sonrisas y anécdotas sobre sus bailes que narraban como si acabaran de hacer la primera comunión. Querían arrancarme una sonrisa y les fui permitiendo que lo hicieran, mientras miraba el reloj de vez en cuando, ansiando volver a casa. Fueron pelando la amargura de mi psique, hasta ir dejando al aire un Yo algo menos paranoico. La niña se marchó con sus amigas a la Calle del Infierno, acompañadas por un adulto. Eso me hizo sentir menos preocupado, pero el estómago me daba punzadas. Un poco más tarde llegaron nuestros amigos de siempre, con los que nos tomamos vino y jamón, y nos hicimos fotos, mientras compartíamos nuestra perplejidad al comprobar que la vida avanza, los hijos maduran, mientras nosotros nos resistimos en vano a experimentar ese proceso del cual empezamos a estar más que hartos. En realidad, todo el mundo está perplejo en su interior, sólo pudiendo reconocer dicha perplejidad en soledad. Estamos viviendo un mundo sin tiempo, donde cada instante está ocurriendo a la vez que el otro o el de más allá. Nuestra niñez, está ahí en esa esquina, mientras que la adolescencia se encuentra al lado, cerca de la caseta, y la adultez, canosa, está sentada mirándolo todo con cara de desahucio. Con ello, la velada transcurrió dentro de lo razonable, con idas y venidas a varias casetas. Saludando a mucha gente, recibiendo miradas y guardándome el deseo en los bolsillos, como billetes de autobús arrugados que nunca podrán llevar a ningún sitio. Supongo que debo ser atractivo, pero ya es algo inútil. A pesar de todo, guardo a buen recaudo cada mirada, cada deseo, porque me hacen daño aunque también, por si acaso. El pecado me castiga, igual que el peligro. Soy un acumulador de dolor, que se arrastra por doquier absorbiéndolo como si fuera ectoplasma. Pero soy un pecador, como buen cristiano. Por tanto, hay que mantener toda la radioactividad a buen recaudo, como fuera alpechín. Para que no contamine las limpias aguas de la vida en sociedad.


La noche siguió avanzando y como es lógico hubo que seguir bebiendo y bailando. Algunos visitantes e invitados renovaron la sangre de la caseta, y también causaron controversia. Una gitana muy morena bailaba como una loca, cazando miradas, lanzando embrujos, hasta que su gitano se enfadó lo suficiente, que no fue mucho, porque iba muy aliñado de fino y de otros productos químicos y moléculas importadas de Colombia. El hombre me propinó una torta con la mano izquierda cosa que me sorprendió y también me agradó mucho. Fue como hacerme un enorme favor. Me sacó de un solo golpe toda la neurosis que tenía acumulada durante años en las venas, y dejó espacio para que la escasa testosterona que me quedaba brotara sin freno. Es de agradecer y también es un fenómeno paradójico que un drogata me curase de mi enfermedad mental a base de bofetadas. Aquella torta generosa como el beso de una madre, la disfruté a fondo. El infinito de mi pensamiento pudo analizarlo todo hasta la saciedad, y aunque fuesen milisegundos después cuando le lancé un directo de izquierda, en realidad todo ya había sucedido. El gitano se había labrado una noche truncada por él mismo, aunque fuera veinte años más joven que yo. Me propinó una patada muy original, debido a que también fue con la zurda, tras lo cual recibió cuatro o cinco ganchos que fueron un disfrute mayúsculo. Debí de reventarle los dientes y la nariz, pero para mí fue como cortar un cinco jotas, o servirme un exquisito paté de hígado de pato. Parece que entre los golpes, otros carcamales y jóvenes se unieron a la pelea, puesto que vi sillas y mesas volar por doquier. Las mujeres salieron a fuera corriendo y tras esto, vi a los hombres salir propulsados de un lado a otro por empujones y golpes titánicos, como si Neo o Morfeo estuviesen golpeando a varios malvados agentes de Matrix. De hecho, las paredes se rompían y caíamos a otra caseta y otra y otra. Rompíamos todo lo que había, sin respetar nada, ni las mesas repletas de jamón y catavinos. Al final cientos, miles de sevillanos se unieron a nuestra pelea, sacando lo mejor de nosotros mismos. Toda la Feria sucumbió al dios ancestral con fauces de acero, y tras la prueba, el miedo fue borrado de la faz de los hombres. Al fondo, las flamencas, en el albero, lloraban y gritaban, pero era un coro griego, necesario en toda tragedia.


Cuando aquello terminó, mis puños tenían el tamaño de guantes de boxeador, y mi corazón latía con plenitud, mi alma estaba limpia, serena. Conocí al fin la verdad tras el miedo. La paz de la guerra y el perdón después de la paranoia. La sangre bendecía nuestras caras y cuerpos. Todos estaban cansados e indiferentes ante la policía. Cuando llegaron todo el mundo parecían haber recibido una dosis masiva y colectiva de haloperidol. Eso son los milagros de la lucha, desconocidos para mí hasta ese momento. De hecho, seguimos bebiendo incluso, con risas rotas, pero risas al fín y al cabo. La destrucción dio paso a una emigración pacífica al barrio de Los Remedios a comer jeringos con chocolate con sabor sanguinolento. Los hombres me siguieron ciegamente, como indios inspirados por un Gandhi de la guerra. Dormí como nunca, con el pecho henchido, orgulloso de la sevillanía y el círculo de preguntas y respuestas sin fin, se cerró finalmente. El miedo quiso domar mi vida pero una bestia me salvó.

2 comentarios:

DCM dijo...

La doma y la bestia, el Yin y el Yang, la mente o el corazón.
Es un equilibrio que hay que intentar mantener para no perderse ni como bestia ni como borrego.
Tomate una crucampo bro, te la has ganao

Andalu dijo...

Gracias bro, después de tantas Cruzcampos me tendré que tomar una Alhambra contigo, un abrazo