miércoles, julio 18, 2007




De Sueño en Sueño


Vuelvo por las noches del trabajo, conduciendo mi coche a través de la lluvia espesa. Busco la paz en la negrura de la carretera, pero las luces de los coches deslumbran mis ojos. Es una sensación paradójica el resentir la soledad de la conducción y a la vez odiar la presencia de los otros conductores. Me veo perdido en una marabunta de trastos metálicos, que como hormigas despavoridas salen en todas direcciones sin rumbo alguno, sin propósito.

Mientras trato de encontrar el camino de vuelta en este país donde entre muchas otras cosas raras, se conduce al revés, intento escuchar música para distraerme. Poco a poco, el caos de coches y camiones va desvaneciéndose y me voy ensimismando casi sin darme cuenta. Al poco rato el coche, como una nave espacial, parece estático y sumergido en el éter celestial, solamente dando señales de actividad con el ronroneo del motor. La música en el coche, que se percibe estático, marca entonces un ritmo imposible. Pero esa música que sirve para facilitar ese tiempo de espera entre distancias siderales, como una onírica hibernación interestelar, evoca mi vida en Sevilla. Y al moverme entre nubes grises y espesas, Sevilla se vislumbra en mi memoria como el fantasma de un amor imposible. El rock reventado de Silvio parece ayudarme a colocarme entre las callejuelas de una Sevilla de fin de semana. En ese estado semihipnótico, en el que me encuentro cuando vuelvo a casa cada noche, me transporto por un rato al pasado donde me reencuentro con esas calles vacías de un sábado por la noche. Esas avenidas del desencuentro con las mujeres. Allí donde recuerdo mis fracasos y mi desamor. Donde las lágrimas se vierten a la vía pública, y forman un sinuoso río de sentimientos incontrolables.

El viaje sobre el asfalto me ha puesto en contacto una vez más con mi pasado, mi tierra, mi memoria. Ha sido como caer en un trance, en donde flashbacks sacuden mi conciencia y hacen mi rutinaria vuelta del trabajo, una experiencia irreal. El llegar finalmente a casa, a mi refugio, me llena de regocijo. Abro la puerta y me alegro de reconocer mi pequeño mundo. Cuando pongo el cerrojo, reclino la cabeza sobre la puerta por un momento, y me pregunto si realmente vivo en Inglaterra, o es que lo estoy soñando. Sacudo la cabeza, como para espantar tal pensamiento y confundido, me dirijo hacia el salón para enchufar la tele. Quizás es un intento desesperado de que la caja tonta me devuelva, sino al escenario de lo “real”, al menos al un escenario intranscendente. No hay como un programa de televisión para anestesiar dudas existenciales.

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