sábado, junio 17, 2023

Los Crímenes de Frankfurt




Era el final de la década de los sesenta, y él era un psicólogo bastante mediocre. Había acabado trabajando en la cárcel de Frankfurt, simplemente porque estaba cerca de su familia, en especial su madre, la cual siempre le preparaba unos goulash que le encantaban. Tenía una novia que procedía de la Alemania Oriental, cosa que le daba cierto aire de superioridad en la relación, o al menos eso creía él. De hecho, ya era bastante mayorcito como para llamarla novia, aunque ella fuera mucho más joven. Pero eso de envejecer era otro problema mucho más difícil de afrontar que la mediocridad y las ganas de quedar por encima de los demás.  

Estaba tan aburrido de todo que tenía preparado solicitar un año sin sueldo, para probar otra forma de vida. Quizás podría dedicar esa temporada a vaguear por algún país mediterráneo y hacerse pasar por un rico norteuropeo ocioso. Justo antes de llevar su solicitud al alcaide de la prisión, tendría que ver a un recién llegado y entonces casi habría terminado la jornada. 

El prisionero había ingresado tras una sentencia firme por varios asesinatos que habían tenido un impacto mediático importante. El hombre se había entregado meses después de su último crimen. La policía no había conseguido avanzar absolutamente nada en el caso. De hecho, sino se hubiese entregado, es dudoso que jamás hubieran dado con él. Por el contrario, la policía y muchos políticos daban saltos de alegría al saber que el monstruo de Frankfurt había sido atrapado. 

Cuando se encontró con él, aunque era alto y joven, vio a un individuo hundido y pusilánime. No hubo fuerzas magnéticas entre ellos de atracción o repulsión, sino un encuentro entre dos cuerpos casi inertes, sin fuerzas gravitatorias de ningún tipo, de modo que el psicólogo se enfocó mecánicamente en explorar la adaptabilidad del nuevo en la prisión, sin interesarse en la dinámica de su mundo interior. Si hubiese sido un psicólogo joven o quizás brillante, hubiera estado muy excitado esperando la llegada de aquél asesino. Pero no. Era cuestión de hacer un trabajo y nada más. De hecho, aunque no tuvo el más mínimo interés en el prisionero, el otro le confesó que tenía ideas suicidas, pero el psicólogo no se molestó en tomar nota alguna al respecto, ni comunicó el estado mental del preso a los funcionarios. Él estaba en otro lugar, quizás bajo un sol veraniego rodeado de mujeres en bikini. Cuando terminó la entrevista se dirigió directamente al despacho del alcaide a entregar la solicitud que había introducido cuidadosamente en un pulcro sobre. Se atusó el pelo antes de llamar a la puerta y le regaló una amplia sonrisa a su jefe. 

Tras su duro trabajo se marchó a casa de su madre, que tendría dispuesta la cena. Era invierno y hacía bastante frío. El paisaje nevado había transformado por completo en cuestión de horas, el barrio de casas de su madre, que sino fuese por el manto blanco parecería una especie de factoría de clones. Llegó de noche, aparcó descuidadamente el vehículo y se relamió pensando en la humeante cena que le esperaba a unos metros. Cuando entró por la puerta se encontró un montón de correo apilado en el taquillón de la entrada, y encima de todos los papeles un diario que tenía en la portada una foto del preso que había visto antes de terminar la faena. Lo miró con falsa indiferencia. En ese momento captó que la mirada de su madre estaba posada en él y se dio un mínimo susto que quiso disimular. La madre lo saludó con cara de cierta gravedad que él quiso ignorar. En la mesa le esperaba su hermano Gunther, el cual ya había empezado a comer. Se saludaron con un breve movimiento de cejas y todos se pusieron manos a la obra como animales estabulados. Tras acabar con la enorme bandeja de salchichas y beber varios vasos de Weissbier de la marca Franziskaner, Gunther se marchó a su habitación sin decir ni buenas noches. En realidad nadie intercambió palabra alguna durante la cena. 

Gunther era un tipo extraño. Trabajaba desde su habitación como contable de varios comercios del barrio. Aunque no llevaba el pelo rapado, tenía tatuajes que si estuvieran a la vista, cualquiera hubiera podido pensar que era un hooligan violento. Pero nadie de los alrededores sabía de su vida privada, excepto su madre. Ella cuidada de Gunther y conocía muy bien su mundo. De hecho, ella lo había educado para ser obediente y sumiso. Gunther había mamado e interiorizado la creencia de la superioridad absoluta de su estirpe, en un contexto social de tensión y dudas respecto a cómo poder seguir encajando tal delirio, tras la catástrofe vivida veinte años antes. Sin embargo, su hermano se había deshecho de tales asuntos negándolo y dedicándose a hurgar su propio inconsciente para tratar de encontrar alguna neurosis de tipo erótica, con la que distraer su más que insulsa existencia. 

El psicólogo ayudó a la madre a recoger la mesa y dejarlo todo limpio. Cuando se fue a despedir, su madre lo detuvo y le dijo que estaba preocupada por Gunther, haciendo un gesto hacia el periódico que una hora antes él había mirado con fingido desdén. Esperaba que su hijo mayor entendiera el significado de su gesto.

Köhler, el asesino en serie de Frankfurt, había estado en esa casa más de una vez, invitado por Gunther. Ambos habían ido de cacería en numerosas ocasiones junto a una serie de guerreros de la liberación, para liquidar de forma aislada e impulsiva, a todo inmigrante desprevenido que encontrasen por la calle, y así dejar salir algo de su rabia mientras hacían justicia social. Pero parece que a Köhler se le fue la olla y se entregó a la policía. Köhler era un imbécil que se había dejado llevar por la presión de grupo de sus compañeros, y que en realidad no tenía instinto asesino, ni sentimiento de superioridad. Lo había hecho por sentirse parte de algo mayor y más grande que él. De hecho, un año antes de entrar en prisión, lo habían expulsado del ejército por cometer pequeños delitos y meterse en líos. Algunos  cabezas rapadas que lo habían conocido en el ámbito castrense se apiadaron de él y lo rescataron de la más triste miseria. Gunther tuvo especial interés por ayudarle, dado que habían ido juntos al colegio.

La metedura de pata de Köhler fue apoteósica, ya que había una verdadera red de activistas implicados. Hubo que mover hilos. Se decidió que Köhler cargara con todos crímenes, bajo amenaza. Así no sólo libraba a Gunther, sino a toda la cadena de personajes más o menos conocidos y con más o menos poder político que promovían tales festines y otras actividades siniestras. Como tonto que era, Köhler fue obediente y el fiscal no puso pega alguna, lo mismo que la policía, para enchironarlo a él solamente. El caso ya había causado suficiente daño en la más que fragmentada sociedad germana, como para encima sacar trapos sucios del tercer Reich.

El psicólogo miró a su madre con ingenuidad vacuna. Tras un largo instante, captó el mensaje y se lanzó a abrazarla torpemente para calmarla. Le susurró al oído que no tenía que preocuparse de nada. 

Seis meses después partía hacia Barcelona con su novia, propulsándose hacia el soñado año sabático. Unos días antes se despidió de su madre en una cena memorable, en la que su adorado goulash fue la estrella de la noche. Justo antes de salir de casa emocionado, pudo comprobar de reojo que en lo alto de la torre de cartas había un diario con la portada indicando en letras grandes el suicidio de Köhler en prisión. Su caminar se vio afectado, y conforme volvía al coche agarrado a su novia se sintió cada vez más reconfortado, fuerte, y seguro de sí mismo. Antes de que la madre cerrara la puerta, se giró y le mandó un beso cariñoso desde la distancia. Gunther, que estaba asomado por la ventana de su cuarto, lo vio marchar y adentrarse lentamente en las fauces de la noche germánica. 

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