Alvaro se puso enfermo al poco de comenzar la pandemia. No quería salir de casa, y tenía miedo de contagiarse. Su hermano Carlos le dijo que había conocido a alguien, un forastero, que lo mismo le podía ayudar. Alvaro aceptó el consejo de su hermano, y fue a verlo a Sotogrande. El señor fue muy amable y lo vio varias veces, hasta que se fue sintiendo mejor. Recuperado de su dolencia, Alvaro que era un hombre muy humilde y agradecido, quiso obsequiarle con frutos del huerto y también llevarlo a alguna batida de jabalíes. Al principio, el forastero aceptó los tomates y pimientos, pero se sintió algo reticente a salir al campo. Pero Alvaro fue muy insistente, y un día lo llevó a la finca donde cuidaba de una huerta y de los campos de cultivo que allí se daban.
Después de tomar un café y ponerse al día, Alvaro y Mari se
llevaron al invitado a coger frutos de la huerta. Había tomates de diverso
tipo. El invitado nunca había visto unos tomates tan enormes y con forma de
corazón. Mari le dijo que se llaman corazón de toro. También estuvieron cogiendo habas,
sandías y berenjenas. Dejaron la manguera puesta para regar y se volvieron con
dos cajas llenas de delicias. Las guardaron en la furgoneta, mientras Alvaro le
decía al invitado si le apetecería ir de caza ésta semana. Mari se fue con las otras mujeres de la finca. El hombre dijo que
sí, al parecer no tuvo otra opción. Después, cuando era ya un poco más tarde,
Alvaro dijo que se iba y para despedirse se montaron en el coche para acercarse
a donde estaba Juan, y dejar al invitado con él. Se apearon y fueron campo a
través en busca de un tractor en movimiento. Juan estaba terminando de cortar
un campo de alfalfa. Mientras esperaban que el tractor diera la vuelta al
campo, Alvaro hizo una observación sobre lo bien que crece la alfalfa y lo
rápido que se repone. -Hay varias plantas indeseadas que también están
proliferando y afectan a la calidad de las alpacas. –¡Qué complicado! Pensó el
invitado. Cuando se encontraron con él, Juan dejó el tractor en ralentí y el
invitado se subió de un salto al vehículo, tras lo cual se despidieron de
Alvaro. En una media hora terminaron la labor, pero entremedias hubo que parar
varias veces para quitar varias piedras que chocaban con las cuchillas de la
cortadora. El invitado se arrojó varias veces al suelo para buscar entre la
alfalfa las dichosas piedras. Se sintió muy bien por ayudar a Juan de esa
manera. Después fueron a guardar las máquinas y hubo que hacer un gran esfuerzo
para descolgar la cortadora del tractor. -Todo cuesta mucho trabajo en el
campo. Pensó el invitado. Con las manos llenas de grasa se fueron al cortijo y
vieron que las mujeres hablaban muy animadas en el salón de los cuernos.
Estaban muy fresquitas tomándose un refresco bajo la arboleda de cornudos
animales que colgaban de las paredes. Las saludaron un momento y fueron a
lavarse. Después, Juan se llevó al invitado a dar de comer a los cochinos.
Salieron por el salón otra vez y subieron por la plaza empedrada del cortijo
hasta el extremo superior donde estaban las bestias. Juan había cogido un cubo
lleno de pan duro, que distribuyeron entre las dos pocilgas. Juan apuntó al
estado de los animales y dio a entender que no estaban demasiado gruesos,
porque en época estival, podrían pasarlo muy mal. Justo después del verano ya
habría tiempo de engordarlos. El invitado comprobó que efectivamente no estaban
inflados, ni mucho menos. Después le preguntó a Juan por el estado de los
cochinillos, los cuales estaban en la otra pocilga. –A los dos machos los voy a
capar, y las hembras las dejo así. Ya están demasiado grandes para comérnoslos
ahora, así que crecerán e irán para jamón. Por lo visto Juan los capa él mismo,
pero las hembras no, porque no sabe cómo hacerlo. Por último, le dieron un
paseo a los perros de caza que están encerrados todo el día. Al soltarlos
formaron una algarabía y lamieron y tropezaron mil veces con los dos hombres,
en sus agitadas correrías. Se dieron una vuelta por la plantación de maíz, para
comprobar que los jabalíes habían destrozado algunas plantas. A Juan no le
importaría dar cuenta de ellos una noche. También comentaron sobre la zona de
maíz que no había crecido bien, y qué habría que hacer para que el año que
viene no vuelva a ocurrir. El invitado se sintió muy complacido por recibir
tanta información, tan fresca y natural. Juan representaba una lucha limpia
para poder seguir adelante y vivir. El invitado se veía a sí mismo, como una
especie de engendro urbano, con deseos de volver a la tierra, pero demasiado
débil e ignorante del campo y sus asperezas, como para poder unirse a esa clase
de aventura. Sintió admiración por la pureza de Juan, y de su nobleza. La tez
aceitunada y la sonrisa traviesa de Juan, eran como una afirmación de lo real, sobre
lo imaginario, y le limpiaba de los diablos interiores con los que luchaba
diariamente. Juan le dijo que él también iría a la batida de jabalíes, de modo
que el invitado no pudo escaparse del convite de ninguna de las maneras.
Al día siguiente, quedaron en la finca sobre las cuatro y
media de la tarde. De allí salieron con el todoterreno y se adentraron en el
monte. Sin salir de los carriles forestales, alcanzaron otra finca, muy lejos
de los pueblos de la comarca. Llegaron a un viejo cortijo donde el dueño les
estaba esperando. El hombre era bastante mayor, pero muy vivaracho. Les preparó
un café, mientras hablaban de las andanzas de los jabalíes y por dónde irían a
esperarlos. Para cuando llegaron a los puestos, eran ya sobre las ocho de la
tarde y el calor estival se estaba evaporando. Las bestias no tardaron
demasiado en aparecer. Eran al menos ocho o diez, de todos los tamaños y
formas. Tenían hambre, y era lógico que bajaran de las umbrías para apagar la
sed, en el abrevadero que los hombres habían preparado para acecharlos. Según
Alvaro, una vez hidratados, irían seguidamente a buscar comida, por lo tanto,
aquello era como un paso obligatorio antes de su cena. Juan fue el primero en
disparar a un jabalí de tamaño mediano y muy oscuro de pelo. A unos metros
Alvaro hizo lo mismo con un macho de cabeza enorme, es decir un arocho. El
primero cayó mortalmente herido y el de la cabezota salió como pudo del
bebedero junto con el resto del singular. Los tres se dirigieron al animal que
estaba tendido en el suelo. Sus colmillos eran como medias lunas, por eso
Alvaro lo denominó como un jabalí alunado. Juan recibió la calurosa
felicitación de los otros dos. Como el alunado no se iba a coscar, enseguida
hablaron sobre el paradero del otro. El arocho estaba malherido, y sin dudarlo
Juan y Alvaro emprendieron la búsqueda del viejo y enorme jabalí sin perder un
segundo. Se echaron las armas al hombro y fueron tras las huellas. Ambos eran
grandes expertos en seguir las pistas en el confuso océano de formas que hay en
el suelo del bosque. El invitado alcanzó un estado de embriaguez instantánea al
ver la acción, la sangre y la rapidez de los acontecimientos. Seguir las
huellas le proporcionó una oportunidad para intentar recomponerse y digerir lo
que estaba pasando. Los dos agrestes hombres siguieron las huellas y comentaban
sus formas. –Las huellas del jabalí son cuadradas, mientras que las de los
ciervos son más bien rectangulares, dijo Alvaro. –El bicho va a paso lento, las
pezuñas no están tan separadas entre sí, como cuando va a la carrera, sentenció
Juan. –Esto confirma que el animal está herido, ¿no? , -dijo el invitado. Los
dos cazadores asintieron con la cabeza. -¿Y cómo sabemos que éste es el jabalí
que estamos siguiendo? –Dijo el invitado. Alvaro le comentó que el arocho era
el jabalí más grande de los que huyeron, y que su tamaño y edad coincidía con
las formas de las huellas. Las marcas del suelo sentenciaban lo romas que
estaban las puntas de las pezuñas debido al desgaste de los años. El invitado
estaba boquiabierto con la exactitud de las pesquisas y siguió a los otros dos,
como hipnotizado adentrándose más y más en el corazón de la algaba. Al cabo de
un largo rato, los dos cazadores se miraron con expresión de complicidad.
Alvaro se puso el índice de la mano derecha en la boca, indicando la necesidad
de estar en silencio. Juan señaló a una región densa y oscura, donde crecían
lentiscos muy altos. Se escuchaba como un rumor de pisadas. Pero al cabo de un
momento, los dos hombres volvieron a mirarse, esta vez con extrañeza. Alvaro dijo, -huele como a candela... El
invitado se acercó mucho a ellos, como intrigado también. –Creo que estoy
escuchando voces de mujeres, susurró Alvaro con voz algo temblorosa. Los otros dos, mirando al suelo,
cerraron los ojos como para concentrarse más y afinar mejor el oído. –Sí, creo
que son personas, dijo Juan, con cara de enfado. El invitado también estaba
confuso y dada la situación y sin pensarlo mucho, los tres se dirigieron a
donde creían estaba la fuente de las voces. Conforme se acercaron, pudieron
escuchar claramente risas, cantos y pisadas como si hubiera gente danzando. El invitado
sintió una especie de vértigo en su estómago, mientras dejó que le impactara el ahora extraño sonido sordo de las pisadas, las risas, y el aroma de una hoguera. Lógicamente los tres hombres
habían hecho algo de ruido, especialmente cuando se hubieron acercado mucho al
lugar donde había un nutrido grupo de mujeres. Algunas estaban sentadas, otras
acostadas, y varias de pie. Muchas tenían en sus manos o cerca de ellas cuencos, cálices y vasijas. Cuando los tres hombres aparecieron, ya les habían
escuchado y por tanto, no les cogieron de sorpresa. Los tres hombres se
quedaron estupefactos contemplando a unas mujeres desnudas alrededor de una
candela y bebiendo un mejunje. El grupo no pareció asustado a la llegada de los cazadores. La mujer más mayor tenía una lanza en la mano derecha y un cáliz en la mano izquierda. Lanzó el venablo hacia el
invitado mientras profirió una especie de grito de guerra. Instantáneamente las
otras mujeres empezaron a lanzar piedras y dardos a los hombres.
Después de correr cuesta abajo sin parar hasta el cortijo, Juan y Alvaro
se dieron cuenta de que el invitado no estaba con ellos. Estaban muy alterados
y confusos. En ese estado, Juan soltó alguna carcajada nerviosa recordando a las mujeres en pelotas. El viejo del cortijo les puso algo de comer y beber. No sabían que
decir. Prefirieron esperar al invitado y calmarse un poco. Era ya muy oscuro y
no se atrevieron ni a cobrar el jabalí alunado. Se quedaron allí con el viejo,
esperando. Durmieron poco, y con las escopetas en la mano frente a la chimenea
del cortijo. Al día siguiente tempranísimo, se despertaron de unas pesadillas desagradables y caóticas, relacionadas con el episodio de las mujeres. Ninguno se atrevió a confesarle al otro lo que habían experimentado en los sueños. Después de recobrar algunas fuerzas y
recapacitar con el desayuno, emprendieron la búsqueda, aunque sólo encontraron al jabalí
arocho. No celebraron el haberlo encontrado. Alvaro y Juan apenas podían componer palabra alguna. Ni siquiera podían
llamar al invitado o si quiera vociferar algo. Se sentían embaucados por sus sentidos, traicionados por
sus mentes. Subieron otra vez al monte, siguiendo la misma trayectoria inicial,
pero ahora lo hacían respirando muy fuerte, confusos, mirando sin ver, quizás
cegados por sus pensamientos. Entre los matorrales de lentisco volvieron a visitar
el lugar de la reunión de mujeres y sólo pudieron constatar que había una
fogata apagada, cálices, vasijas con vino y poco más. Después de superar con dificultad su perplejidad, se
dieron cuenta de que había huellas de pies y de un cuerpo arrastrado hacia la
parte más angosta de la floresta. Un miedo supremo les terminó de dejar
atolondrados y paralizados. Ni portar escopetas les hizo sentirse algo más
seguros. De hecho, es posible que la sangre se les hubiera caído hasta los
pies, a juzgar por sus caras y manos pálidas como la cal de la pared. El lugar
se tornó silencioso a su alrededor, y de pronto se sintieron extraños en un
espacio que horas antes creyeron que era su dominio exclusivo. Todo se volvió
borroso. Lo último que vio Alvaro fue la cara de pavor de Juan.
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