martes, agosto 03, 2021

Encuentros en la Tercera Fase

Un mes más y puntualmente, El Monte me había enviado su correspondencia con comics, coleccionables y también con efemérides culturales. Había estado esperando el correo con ansiedad, y al encontrar mi paquete en el buzón, estallé de júbilo. No pude evitar romper el envoltorio allí mismo, sin importarme que los vecinos al pasar me vieran en tal estado de excitación. Hice una lectura rápida de los contenidos in situ. Una de las actividades del almanaque cultural me entusiasmó al extremo. Se trataba de un taller de astronomía con el profesor José Luis Comellas en el salón de eventos del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Sevilla. En aquella época la caja de ahorros se encontraba en el pico de su actividad filantrópica y había organizado un evento invitando al ínclito Don José Luís Comellas, que, aunque era profesor de historia en la Hispalense, era un gran aficionado a la astronomía y un personaje entrañable de la ciudad. Con gran ilusión me desplacé yo solo hacia el centro. Quizás era el único de mi barrio en acudir a dicha llamada. Desde el extrarradio, la experiencia constituía una verdadera excursión. Gracias a que mi madre me proporcionó un nomenclátor, pude estudiar el recorrido más idóneo. Había que coger el autobús hasta la estación términus, cosa que no me detuvo. Yo debería de tener unos catorce años o algo más. Por aquella época el billete de autobús debía de costar unas 19 o 20 pesetas con la compañía Damián Millán, la única que se adentraba al Parque Alcosa y que obviamente no era municipal, sino privada.

La aventura de salir del barrio y andar solo por la ciudad, ocurrió un sábado por la mañana. Uno de esos sábados fresquitos en los que sólo hacen uso del autobús unos cuantos viajeros y se puede prestar atención a todos los lugares por los que vas pasando. Nuestro barrio más próximo en dirección Sevilla era Santa Clara, y después está el Polígono de San Pablo, o er Políngano, como se le conoce por estos lares. Después, alcanzábamos el Greco y tras eso la ciudad se abría como una flor, dejándonos atónitos al ver el hotel Los Lebreros. El Corte Inglés debería ser sólo un proyecto, o si acaso estaría en obras. Al fondo a la izquierda, una especie de palangana de cemento gigantesca, rodeada de un feo erial…no pegaba nada con el lugar. Después pasaría por la avenida de San Francisco Javier con sus edificios de oficinas, para después torcer a la derecha hacia la Enramadilla, y admirar el edificio Sevilla 1,  y tras ello, disfrutar de la vista ante la flamante facultad de Económicas. El resto del camino era recto hacia el Prado, subiendo por un puente que hoy ya no existe y dejaba pasar la vía del tren a la Estación de San Bernardo, también desaparecida. Desde el Prado, iría rodeando el Palacio de Justicia, con su enorme escudo imperial, para cruzar la avenida de Menéndez Pelayo y adentrarme por los Jardines de Murillo casi acariciando la romántica muralla de los Alcázares. Allí me sumergiría en una pequeña versión de selva amazónica, para después atravesar el barrio Judío por la calle Agua y salir al Patio de los Naranjos. En aquellos lugares uno podía transportarse a cualquier momento de la historia; Edad Media, Renacimiento, Época Islámica, Romana…lo que uno quisiera en realidad. Pasear por la Catedral y ver el inmenso faro urbano de la Giralda, y sentirse empequeñecido por la inmensa y dilatada historia de la ciudad, iba a ser un buen anticipo de un taller sobre astronomía, el cual en sí, ya implica una actitud de aceptación sobre la insignificancia de uno mismo. La ciudad parecía adormilada y pude contemplar toda su arquitectura y fisonomía sin distracciones. Dejé atrás la Plaza de San Francisco y Sierpes, y al llegar a la Campana empecé a notar cómo el corazón se aceleró sin control. El nomenclátor me había guiado bien. Estaba ya en la calle Laraña. El relativo silencio de la ciudad todavía a medio despertar, hizo el camino una experiencia más personal, más interior y privada. La ciudad se había entregado a mi curiosidad, a mi sed de belleza. A los pies del regio palacio del Marqués de la Motilla me situé para ver bien el moderno edificio donde se emplazaba el salón de actos. Desde allí crucé la calle muy nervioso.

En el salón de actos del Monte, no cabía un alfiler. Ya estaba lleno cuando llegué. Todos los niños estaban expectantes y sinceramente desde el minuto uno, Don José Luis tuvo enganchada a la audiencia. Sin duda era un buen pedagogo y tenía muchas tablas hablando para el público universitario. Una gran experiencia tuvo lugar allí, que posiblemente instigó una gran ilusión a muchísimos niños sevillanos interesados en la astronomía, cosmología y astrofísica. Sin embargo, conforme escuchaba su visión del cosmos, sentí algo sobre Don José que no era congruente, pero no sabía lo que era. Ahora entiendo que, paradójicamente, el taller no instigaba una sensación de humildad, sino más bien lo contrario. Esta actitud es típica en nuestra cultura y es quizás producto de la travesía por el desierto que hemos pasado tras transitar por varios períodos de austeridad, pero también es connatural al ser humano mostrar algo de narcicismo e incluso de competitividad. Y también de excesivo orgullo. A mí eso no me ayudó, porque quizás yo mismo quise llegar más lejos de lo debido aquél mismo día. Demasiado lejos. Cuando Don José Luís concluyó su extraordinario paseo por el firmamento, y nos mostró las mil y una maravillas que silenciosas son testigos de la vastedad de la creación, todos parecimos muy complacidos, aunque puede que no todos.

Muchos niños hicieron preguntas y el diálogo con Don José Luis fue muy fructífero. Yo me quedé el último, esperando poder hablar directamente con él. Don José Luis me dejó preguntarle mil y una cosas sobre el universo, en el estrado, con todo el salón de actos para nosotros. Un enorme privilegio. Aquél formidable espacio vacío, con una bóveda oscura, me recordaba la enormidad del firmamento y su soledad. Enfrentado a todas las cuestiones, quedó una última. Don José Luis estuvo muy templado en todas sus explicaciones. No puedo saber si esperaba una última pregunta. Quizás no debí hacerla. ¿Qué había más allá del universo, de sus principios y quizás de su final? Don José Luis me dijo que estaba Dios, a lo cual yo le pregunté si no habría una mejor explicación. Sin turbarse lo más mínimo, Don José Luis se quedó pensativo durante un lapso que me pareció tremendamente extenso. Sentí hundirme por dentro en la espera. Tras cavilar me recomendó que me dirigiera a la Asociación Astronómica Albireo, sita en la Plaza de San Francisco. –Allí la gente piensa como tú…- El niño que era yo, se sintió avergonzado y me di cuenta que había podido herir sus sentimientos. Dejé a Don José Luis allí arriba en el estrado, solo, y yo me marché sin mirar atrás, con la cabeza hincada en el pecho. Mientras me iba alejando, noté cómo dejaba atrás cada fila de asientos, a cada paso sintiéndome más postrado y quizás perdido en mis sentimientos de extrañeza ante todo. Había venido a por respuestas, a sentirme conectado con gente como yo. Sin embargo, volvía a casa, en un autobús herrumbroso, lleno de dudas y vergüenza, a uno de los barrios más humildes de la ciudad. Cuando alcancé el lejano suburbio del Parque Alcosa, ya había decidido que un día volvería al centro de la ciudad para unirme a la Asociación Astronómica Albireo, y quizás también bautizarme como ateo. ¡Que desazón tan grande ser ateo en Sevilla! ¡Qué insignificante era yo, siendo un niño que pensaba! Estaba completamente aislado, era un auténtico sedicioso. Quizás mi corazón partió de la ciudad en aquél momento para vagar por el universo vacío, como un alma en pena. A partir de entonces, tendría que buscar a mis iguales. No los que yo creía. Eran aquellos que como yo, habían sido señalados. Al menos y para consuelo de mi estrecha visión del mundo, esos que debía conocer estaban organizados. Pero al mismo tiempo llevaban el San Benito de insurgentes culturales. Una especie de andalusíes resucitados. Quizás el espíritu de uno o varios herejes antepasados habían secuestrado mi alma.

No mucho después, tras unirme a Albireo descubrí que don José Luis fue socio número uno y fundador… 

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