lunes, abril 04, 2022

La Fiebre del Viernes Noche

Su papá le llevó a los pinares de Aznalcázar como había prometido. Salieron de Sevilla, a buena hora. Todavía quedaba bastante luz del día para poder encontrar el lugar en que todos se congregarían. El padre ya conocía a varios socios de Albireo, y quería darle una sorpresa a su hija. De modo que a tiro hecho se plantó en el solar de un antiguo caserón que estaba perdido en medio del bosque. Para cuando llegaron, estaba ya todo el grupo allí preparado. Eran al menos unos veinte astrónomos aficionados, todos bien atareados ya, con prisas y moviéndose entre aparatos de todos los gustos y colores. Para el neófito, aquello parecía un mercadillo, o una especie de campamento improvisado. Los coches estaban todos con los maleteros abiertos, rodeados de cajas de plástico y de metal esparcidas por todo el suelo. Sillas y mesas de camping también estaban por doquier, colocadas alrededor de la instrumentación astronómica. La niña, de nombre Rebeca, quedó estupefacta. Siempre había soñado con ver las estrellas a través de un telescopio. Pero aquello era demasiado para su pequeño cerebro. Allí se juntaban hombres y mujeres, niños y niñas de todas las edades, como abejas sobrevolando un campo de flores. En este caso, las flores eran los maravillosos telescopios que con gran orgullo erguían sus cuerpos para apuntar al espacio exterior. Estaban soportados por trípodes, que podían ser de madera o metal. De ellos colgaban cables, y parecían abultados por la óptica que llevaban adosada. Por ejemplo, los aficionados a la astrofotografía tenían acopladas magníficas cámaras, que hacían que los telescopios parecieran dispositivos maquiavélicos, construidos con oscuros propósitos. Todo lo contrario a lo que pretendían sus constructores y dueños. Rebeca se sintió arrebatada por el espectáculo. No sabía a dónde mirar, no sabía cómo mirar. Sus ojos iban a estallar, lo mismo que su apresurado corazón. Tenía la naricita roja de frío, y los dedos de sus manos estaban ya cianóticos a pesar de que no había empezado todavía la fiesta.

Poco a poco, fue recuperando la razón, y se fue calmando. Intentó recomponerse y pidió a su padre que le diera una mantita que pudiera portar. Se fue percatando que su padre andaba saludando a la gente, y gastaba bromas con ellos. El ambiente era relajado y a la vez, bullicioso y activo. Había que dejarlo todo listo antes del anochecer. Rebeca tuvo que atreverse y romper el conjuro de su vergüenza. Le preguntó a otro niño sobre el telescopio de su padre. El niño le contó que tenían un telescopio algo antiguo. Un reflector, hecho a mano. La montura tenía motor y era ecuatorial. Juan, que era el chaval, le dijo a Rebeca que su padre había pulido el espejo del reflector. 11,5 centímetros de espejo pulidos con esmero y cariño, para poder reflejar con la mayor fidelidad las joyas nocturnas del firmamento. Rebeca suspiró profundamente tras examinar el aparato. Tenía un sabor vintage tremendamente atractivo. Juan dejó que inspeccionara las lentes, y pudieron hablar de su equivalencia con un telescopio refractor. Rebeca entendió que era un aparato capaz de entregar un buen nivel de luminosidad y dar juego a un principiante, durante años. Más adelante, se atrevió con otro reflector, ésta vez era uno con montura Dobson, con un diseño mucho más simple, pero comparativamente mucho mayor en tamaño y envergadura. El dueño era un estudiante de física con pinta de pijo, con muchos rizos y enormes gafas. El chico le explicó las ventajas de un telescopio de éstas características. Era otra máquina hecha a mano. Gran trabajo para un muchacho tan joven. El sol estaba ya en el horizonte. La noche elegida, era un viernes de invierno, donde los aficionados con telescopios buscarían planetas y los que portaban prismáticos irían a evaluar estrellas variables.

Cuando ya uno tenía que ir casi a tientas, y se necesitaban linternas rojas para no molestar, Rebeca llegó al telescopio de Ricardo. El padre, que estaba por ahí, hablando con unos y con otros, la dejó ir revoloteando de un telescopio a otro, sin problemas. Disfrutaba viéndola ganar confianza y explorar, preguntar y aprender cosas de esa gente tan amable. Se sorprendió de las ganas con las que Rebeca respondió ante el encuentro científico del que ella estaba exprimiendo cada segundo. La dejó hacer. 

Como decía, Ricardo se encontraba frente a un telescopio refractor, de color blanco. Tenía unos dos metros de largo, y lo acababa de recoger de la aduana hacía unos días. Le había costado una fortuna. Era sin duda, el espectáculo de la noche. Flamante estructura de un blanco mate, con un telescopio buscador de un tamaño tan grande, que en otro aparato hubiera sido el telescopio principal. Cada detalle estaba acabado con esmero y solidez. La montura, el portaocular, el porte…Ricardo fue muy atento con Rebeca y atendió las miles de preguntas que le hizo con mucho cariño y paciencia. Tras un largo interrogatorio el padre de Rebeca se acercó con una Cruzcampo para aliviar la seca garganta del astrónomo.

Era la hora de empezar. Todos los telescopios con montura, estaban alineados ya con la estrella polar. Los que estaban trabajando con fotografías exigían autocontrol y restricciones con las luces por razones obvias. Rebeca lloró de emoción al ver Marte a través de un telescopio Celestron CPC 800. Como estaba ya oscuro, nadie pudo percatarse de sus lágrimas. No podía creer que ante sus ojos, el planeta rojo se dejaba ver de esa manera, insinuando su geografía con tonalidades rojas y verdosas. Necesitó tiempo para recuperarse. Más tarde, fue a visitar a Juan con su reflector de 11.5cm, después de dar cuenta de un bocata de filete empanado que le había hecho su madre. Juan y el padre estaban con sus sentidos fijados en Saturno, que se encontraba por la constelación de Cáncer. Fue otro golpe tremendo para la niña. No sabía si aquello fue una sacudida mental, corporal o espiritual. Los añillos del misterioso planeta eran sólo una insinuación, pero en realidad eran un gran logro para dicho telescopio. Y para Rebeca. Se sintió desnuda ante el mundo. Pero no desnuda, sin ropa. Sino desnuda de lo poco que sabía. Sintió que caía por un precipicio hasta abrazar el vacío cósmico. Allí donde podía contemplar su propia ignorancia y su extrema pequeñez y brevedad como criatura viva. Quizás demasiado para digerir por un corazón de tan sólo doce años.

Cuando ya estaba borracha de amor y emoción, Ricardo tuvo que poner la guinda al postre, al mostrarle Júpiter y varios de sus satélites, a todo color…Salió tambaleando y pidiéndole al padre algo de zumo. Había gastado toda la glucosa que tenía en la sangre. Sentía mareos y experimentaba algunas fotopsias que probablemente añadieron más confusión a su mente, colmada de sensaciones y pensamientos extremos. Siguió toda la noche con mucha hambre, hablando cada vez más, con todos. Su padre no podía aguantar la risa y el gozo. Se sintió emocionado de ver a su hija vivir con tanta intensidad.

Después de tantas sensaciones, se acercó al grupillo de chavales jóvenes, estudiantes de física algo jipis, que eran de la sección de estrellas variables de la Agrupación Astronómica Albireo. Combinaban técnicas psicológicas basadas en la percepción humana, para estudiar el brillo aparente de las estrellas que habían elegido y que llevaban siguiendo desde hacía meses. Una de ellas era la estrella Algol. Rebeca sólo quiso deleitarse con lo que los chicos le contaron sobre la importancia de la observación amateur en este campo de la astronomía.

Ya era tarde para una niña y su papá le dijo que era hora de volver. Tras despedirse de todos y de haber experimentado la magia más increíble que había podido soñar, volvió por donde vino. Por la oscuridad de la carretera que la devolvía a la mundanal corona metropolitana de la ciudad. Pasó por La Puebla, Coria, Gelves, y luego por la S-30 hasta alcanzar el Parque Alcosa. Volver a vivir subyugada por las luces de la ciudad le pareció un suplicio y una vulgaridad. Las calles de Alcosa le parecieron aburridas y mediocres, como sus ciudadanos, sólo interesados por lo inmediato, por lo banal y lo puramente humano. ¡Qué triste se sintió Rebeca aquél sábado! Cuánto echó de menos aquél maravilloso espectáculo donde pudo mirar al infinito. Y lo peor de todo…¿Con quién iba a compartir sus sentimientos? Su padre no sabía que había metido a Rebeca en un gran aprieto. ¿Cómo se puede sostener la vista ante la mirada de Dios durante un instante y después volver a su casa como si nada hubiera pasado?

A partir de ahora, su vida sería más difícil. No sólo había intuido que era diferente. Estaba embargada por preocupaciones que le absorbían profundamente. Se sentía inundada por sentimientos que raptaban su alma y la transportaban a atalayas inalcanzables para otros. A partir de ese día, había constatado que ella era diferente y que eso no tenía remedio alguno. Demasiado diferente…pero aquella noche, la oscuridad la había iluminado. Empezaba a vislumbrar un camino, su camino.

4 comentarios:

Paul Winterwind dijo...

Qué gran padre. Bellísimo.
Y de Paul, nada.

Andalu dijo...

Jajaja gracias

Anónimo dijo...

Que mágico saber que se puede ser diferente y tan diferente como aquella noche de Rebeca!
La cual la llevaria a ser tan grande, como ella quisiera…
Espero un día poder ver Marte con un telescopio Celestron CPC 800
Y aunque a Diario me siento desnuda ante el mundo! Al contemplar mi propia ignorancia sigo aspirando creer que puedo saber más allá de lo que hay aquí! ⚡️✨🤚🏻💫

Andalu dijo...

Me alegro mucho que te haya gustado el relato y te haya hecho sentir mejor, un afectuoso saludo