Llevaba años fuera de su patria, de su ciudad. Creía haber aprendido mucho, haber visto toda clase de personas, paisajes y ambientes. Ahora quizás debía saber qué decidir, qué hacer. ¿Se quedaría en un estado permanente de búsqueda o su querencia le haría retornar a los fueros de antaño? ¿Se alojaría de forma indefinida en el último lugar donde había puesto una pica, o sería apropiado seguir adelante, sin echar raíces?
Caviló durante bastante tiempo lo que tenía que hacer.
Pensar es un privilegio y sobre todo cuando se usa para saber adónde dirigir y
plantar los pies. Examinaba la experiencia diaria, y esa era la mejor brújula
para saber por dónde continuar. Se dejaba impresionar por los acontecimientos,
los cuales le atravesaban como balas. Dejaba que las palabras de la gente le
hicieran daño. Así sabría qué hacer. Sufrir y sentir el dolor era señal de
estar en el mundo. ¡Dispara! No respondería con una ráfaga cargada de cólera,
sino que se mantendría impasible, para después reparar en las impresiones,
marcas y heridas causadas. Se tomaría el pulso, se auscultaría su propio
corazón, para hacer un exámen de los daños causados. No era inmune al
sufrimiento, todo lo contrario. Es que había aprendido a valorar las relaciones con
las personas tanto a partir de las delicias del conectar con el otro, como de
la procesión de roces, colisiones y desencuentros que se destilan al encuentro con un ser humano. Dolor y placer son sólo manifestaciones necesarias en la liturgia de adorar a nuestros congéneres.
Asumió que era momento de volver. Lo captó a través del sentimiento veraz y profundo de hastío y aburrimiento que llevaba acumulando durante años. Un hartazgo de unas gentes que no podía siquiera calificar como decadentes. Sus costumbres, modos de vida y ambientes en general proyectaban un intento fallido de cultura. Los sonidos que engarzan las palabras y los significados parecían forzados y faltos de fuerza y convicción. La vida misma carecía de esencia o propósito. Su música era la plasmación más evidente de lo efímero e intrascendente que era vivir allí. Sus composiciones carecían de resonancia emocional, de conectividad, de armonía. Bastaba volver a una ciudad o distrito donde había trabajado años antes para comprobar que no quedaban restos ni señales de uno mismo. En aquellos países, supuestamente hegemónicos, la gente moría rápido, y eran rápidamente sustituidos por otros que jamás los recordarían. Los humanos se apilan en todas direcciones y se concentran como animales estabulados, sin dignidad. Si, es verdad que hay más posibilidades de relacionarse, pero la forma de relacionarse es frágil y tan cambiante que todo se rompe y deshace con facilidad, que no importa casarse, tener hijos o abrazar una profesión. Mañana todo puede cambiar, y se puede vivir al día siguiente con una nueva pareja, con nuevos hijos, en una nueva ciudad, sin que nadie recabe en ello. Todo se le hacía ahora una carga demasiado incómoda para llevar a diario. Lo que al principio fue una liberación, ahora se tornaba algo accesorio. De hecho, cuando se marchó tantos años atrás de su país natal, en el fondo se había pertrechado de un arsenal de frustración y de rabia antes de partir. Había decidido que sus sueños se materializarían en otra tierra, o que la tierra prometida estaría más allá, plus ultra. -Me he equivocado- pensó ahora. -Quizás el paraíso es el lugar que abandoné- le susurraban todas y cada una de sus células con pertinaz insistencia.
Se dio cuenta que deseaba que su persona importara algo a alguien. Creyó que era preciso que al menos un igual lo declarase enemigo o amigo de verdad, contrincante o amante platónico o arquetípico. Aquí sin embargo, las cosas era fugaces. Se vivía en una clase de libertad en la que realmente no le importas a nadie. Y tu tampoco puedes amar, porque las personas son tan esquivas como las escamas de un pez. Hacer el amor, es imposible. Si acaso se puede hacer el sexo. ¿Y qué es eso? A lo que se dedican los perros en celo. A acatar un ritual genético donde nadie tiene parte substancial en el reparto de personajes. ¿Quién es el que concibe al otro? ¿Quién querrá fundirse con el otro o mezclarse con su sangre? Esas declaraciones no son traducibles a los lenguajes de aquellos reinos nórdicos, plagados de organismos que obedecen actos reflejos. Cambias de coche, de vivienda, como el que cambia cada día de camisa para ir al trabajo. Las ciudades son muy parecidas unas a las otras. Siempre las mismas marcas y los mismas grandes cadenas, colocando sus tiendas en las calles más importantes, hacían que unas fueran clones de las otras, y lógicamente los mismos ciudadanos parecieran extrañamente como versiones más o menos imperfectas de sus vecinos de la ciudad de enfrente. Así, meditando sobre todo esto, decidió despedirse de su trabajo fijo. No pasó nada, como siempre. Hubo una despedida, unos abrazos, como tantas otras veces. Pero ésta vez no se marchaba de Peterborough, ni de Cambridge, para ir a Witham o a Liverpool. En este caso, cambiaría de idioma, de país, de cultura, de forma de pensar y de sentir. Cambiaría el purgatorio por el paraíso. Transmutaría su alma una vez más, como un alquimista.
Una duda le importunó al hacer las maletas. Se preguntó si al volver encontraría que todo había cambiado. Se le empañó la vista, pero al cabo de unas horas quedó atrás. Sin embargo, mientras se calzaba el cinturón de seguridad en el avión de partida, le volvió a asaltar ese pensamiento, pero quizás de forma más somática. Con un dolor punzante en el diafragma.
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