viernes, abril 22, 2022

Nadar y Guardar la Ropa

 Después de almorzar, me dí cuenta que la piscina se había quedado vacía. Todo el mundo estaba descansando o retozando por ahí. En aquellos años, se decía que no se podía uno bañar después de comer. Pero claro, siempre hay alguien que tiene que romper las costumbres. Los adultos estaban todavía en las mesas del restaurante tomando café y fumando. Era una piscina grande. Para mí era olímpica, de lo grande que era, teniendo en cuenta que yo debería de tener unos ocho años. 

No le dije nada a mis padres, en realidad yo estaba al alcance de sus ojos. Pero parecían bastante entretenidos en su tertulia de adultos. Así que me senté en el borde de la piscina y empecé a pensar cómo me iba a tirar y ejercitar un poco mis habilidades natatorias. No sabía nadar, pero de eso se trataba. 

Me bajé con cuidado y me sumergí en el agua tibia. Hacía mucho calor. Era muy agradable estar mojado. Estaba pertrechado con mis flamantes y enormes gafas de buzo de color añil. En aquella época te dejaban estar en una piscina con unas gafas de cristal. No pasaba nada. Me agarré a la baldosa que sobresalía más allá de la pared alicatada del vaso de la enorme alberca y me lancé hacia el centro, pensando en que podía dar unas brazadas y volver de nuevo seguro al filo. 

Lo hice varias veces con total éxito y me fui sintiendo más cómodo poco a poco. En realidad, las gafas me daban ese punto extra de seguridad, porque podía medio nadar y medio bucear. Cuando había hecho varios trayectos, quizás hice un gesto brusco con la cabeza, porque las gafas se separaron de mi cara y empezó a entrarme agua a raudales. Me cegué con las burbujas y la confusión, y me quedé a unos metros de la zona de seguridad, hundiéndome a veces, tragando mucha agua, y otras veces subiendo hacia arriba para coger aire, antes de volver a tragar agua una vez más. Probablemente, al principio perdí la orientación, y eso me aterró. No sabía en qué dirección estaba mirando. Todo era borroso. 

Creo que pasé así mucho tiempo, porque en un momento dado, pude ver los pies de un adulto, dirigidos hacia mi, en sus chanclas justo en el borde de la piscina. Se quedó ahí quieto. Mientras tanto, yo seguía subiendo y bajando y tragando más y más agua. En algún momento dado, coordiné lo suficiente como para acercarme lentamente a la pared y por fin, agarré el vuelo de una baldosa con mis deditos. Los pies del adulto habían desaparecido. 

Cuando salí del agua, lo hice con mucho cuidado como para no llamar la atención. Estaba pasando mucha vergüenza. También noté que sentía preocupación. Era una sensación algo contradictoria. Pensé que cómo era posible que nadie se hubiera dado cuenta (me refiero a la enorme cantidad de gente que había en las inmediaciones de la piscina), y después capté un sentimiento de tristeza dentro de mí al ver que quizás me podría haber ahogado allí mismo, sin que nadie lo hubiera notado. Una vez que ocurrió el pequeño desastre, no quería que nadie se diera cuenta de lo que había pasado, aunque sabía que alguien me había espiado. Después de calmarme y superar las náuseas por haber ingerido el agua fuertemente clorada, me levanté despacio, con las gafas en una mano, y me acerqué temblando a la mesa de mis padres a coger una toalla.

Mi padre estaba buscando encontrarse con mi mirada. Me hice el longui, pero sus penetrantes ojos verdes consiguieron cruzarse con los míos. Su mueca indicaba que él fue el que presenció mi angustioso aprendizaje tipo Tarzán. El aprendizaje para gestionar mis propias decisiones, mis riesgos y mis errores. No me gustó nada su actitud, tengo que confesar. La vida de los hombres como él, exudaba demasiado paternalismo benigno. Más de lo que yo podía soportar. Y yo era un niño prepúber, y me dolía muchísimo vivir de esa manera. De nuevo, ansiaba liberarme del yugo de los hombres, esos semidioses que quería imitar, y que no podía alcanzar de ninguna de las maneras. 

Mucho más tarde, mi padre me dio a entender que él no hubiera permitido que me pasara nada, pero eligió dejarme sentir el miedo y la angustia, para que pudiera afrontarlo por mí mismo. De nuevo me sentí confuso. Por una parte recuerdo sentirme bien, al saber que él estuvo al acecho y alerta, pero por otro lado, me sentí débil e incapaz de eliminar la obvia incompetencia y el riesgo que asumí, sin  contar con nadie para que me asistiera y pudiera convertirme en un nadador sin tener que arriesgar nada. Efectivamente, mi niñez fue una especie de humillación eterna, un calvario que hay que pasar, hasta que al final te toca ser grande y fuerte. Quería hacer las cosas solo, porque detestaba el poder impúdico del adulto, su despotismo y el omnipresente comentario y recordatorio de lo torpe, ingenuo o infantil que yo era. 

Con los años he seguido metiéndome en muchos líos, de los cuales he salido, aunque no siempre indemne. Retrospectivamente puedo ver, que quizás no haya nunca hecho demasiado caso al miedo, a pesar de lo travieso, atrevido o arrojado que he sido. Ahora sí lo escucho más y me he vuelto más sensato. Cuando miro atrás me doy cuenta que he arriesgado muchas veces la vida sin necesidad. He debido de pasar mucho miedo siendo temerario, pero la furia y la rabia, me podían más. No soportaba que el miedo me castigara de esa manera, pero eso no era nada comparado con la amenaza de no ser suficiente o no dar la talla. Ante ello podía responder con una tremenda furia, que ahora compruebo me ha catapultado hacia muchas cimas, que quizás en realidad, no hubiera alcanzado de no haber vivido en una sociedad tan absolutista y poco sensible con las dificultades y retos de la infancia. 

Ahora quiero todavía nadar y guardar la ropa. Y casi en la mayoría de las ocasiones, mis emociones están a mi servicio, pero eso mismo; en casi la mayoría de las ocasiones nada más. 

2 comentarios:

Paul Winterwind dijo...

Se desnuda en cada letra que hilvana
con la maestría de una lanza

No es maestro de esgrima
(demasiado poca cosa
y de pijos)

más bien
entra en las venas.

Andalu dijo...

Gracias sister, eres sabia y poeta a parte de gran alienista...xxx