Cuando se acercaron a la finca de Don Tenorio, se mantuvieron cerca de las paredes de piedra, por allí por donde las frondosas encinas esparcían sus frutos más allá de la finca, y caían justo por el camino. Tenían mucha hambre, casi más hambre que sus padres. Los amigos decidieron llenar sus bolsillos con las turgentes bellotas que estaban hinchadas gracias a las lluvias de los últimos meses. Entre risas y juegos, fueron recogiendo todas las que pudieron. El pequeño Antonio, había traído un minúsculo zurrón donde pudo echar algunas más. La chiquilla del grupo, Margarita, era la que tenia los bolsillos más pequeños. Sus brazos desnudos y morenos, parecían dos palitos tiesos, en contraste con su vestidito de color vainilla. Ahora que ya se iban a marchar, el capataz del cortijo salió escopetado a caballo y vio a los niños imbuidos en sus juegos. Se dirigió a ellos saliendo de la finca a toda prisa. Los abordó y reprendió por coger las bellotas antes de dirigirse al galope al cuartelillo. Cuando los niños estaban llegando ya a la entrada del pueblo, les estaba esperando una pareja de civiles con sus fusiles y sus tricornios. Sus figuras se apreciaban inconfundibles, a pesar de ser sólo unas sombras en la lejanía. Eran siluetas oscuras enfiladas hacia los pequeños, y que imponían como toros bravos. Estaban sentados en unas rocas, junto al capataz, que estaba de pie, con las piernas abiertas y las manos en las caderas, en expresión desafiante. Los niños sintieron gran preocupación y miedo, pero no pudieron sino acercarse casi sin poder respirar. Cuando llegaron a la altura de los adultos, uno de los civiles les dijo que se acercaran más, que los iban a esposar. Les quitaron las bellotas y los esposaron como si fuesen criminales. Los pasearon por todo el pueblo, para vergüenza pública.
Antonio despertó de la pesadilla de forma brusca. Se sintió
dolido e ínfimo. Reducido casi a polvo, entre gigantes llamas de humillación
que deshacían su mente en escamas de ceniza. Revivía la pesadilla una y otra
vez. Antonio había vivido y sobrevivido muchas carencias y golpes asestados
durante su humilde existencia. Pero, no entendía porqué ahora, a sus setenta y
ocho años, revivía una y otra vez esa pesadilla. Había criado a sus hijos con
cariño. Había sido leal a una esposa y compañera. -¿Porqué me castiga mi mente
con las fechorías que me hicieron de niño?- Se lamentaba.
La pandemia ha hecho estragos, y Antonio se ha sentido muy
solo. Las pesadillas han arreciado desde entonces. Un día decidió ir al
botiquín de la casa y tragarse todas las pastillas que encontró. Se puso muy
malo, y sus hijos lo llevaron al hospital.
Meses después, cuando ya se fue normalizando la vida social
acudió al psicólogo.
Estaba muy nervioso en la sala de espera. Varios minutos
después de su hora de la cita, se acercó a la puerta y llamó con los nudillos.
Le abrió un hombre en bata blanca y le dijo que si podía esperar un momento, y
le volvió a cerrar la puerta. Al cabo de unos minutos, otro hombre con aspecto
de profesional sanitario (pero sin bata) salió de la consulta. Entonces el de
la bata le buscó con la mirada y le pidió que entrara. El hombre le preguntó
que porqué tenía tanta prisa. En realidad, debería de haber esperado a que se
le llamara, le comentó con voz baja, como para no enfadarlo. Antonio respondió con
voz temblorosa que él es una persona muy formal, y quería estar seguro de que
estaba en el lugar y momento adecuado. Dicho comentario abrió la puerta de la preocupación,
y el psicólogo, en lugar de sentarse detrás de su despacho, le dijo a Antonio
que se sentara en la mesa redonda, tras lo cual él se sentó a su lado, muy
cerca. Inconscientemente Antonio percibió el gesto y decidió hablar. -Nadie me
entiende- Le dijo al hombre de la bata blanca. He visitado ya a muchos médicos.
Estoy muy cansado. No tengo ganas de vivir. No sé porqué.
Juntos rememoraron su sueño, recorriendo sus detalles.
Reviviendo sus miedos, sus angustias, su dolor. Antonio vivía como un hombre
destruido por su pasado. Su huida hacia delante, solo le permitió posponer una
inevitable confrontación con la levedad de su existencia. Una confrontación
brutal con la aplastante sensación de que una vida no vale nada, porque vio
muchas vidas sucumbir al capricho de los hombres. Porque fue testigo de la
crueldad, y de lo arbitrario de la violencia y del castigo. Y no sabía qué
hacer con todo ello. Ahora que tenía todo el tiempo del mundo. Ahora que había
concluido su labor de padre, de trabajador. Ahora que podía disfrutar de vivir
seguro y tranquilo. ¡Qué sinsentido!
Antonio le dijo que tampoco había vivido con una mujer de la
que hubiera estado enamorado. Su mujer. La quería, era buena persona, excelente
madre. Pero no había estado enamorado de ella, jamás. Hubo que casarse. Aquella
época no permitía deslices. ¡Qué verdad tan enorme! Ahora sus palabras flotaban
en la consulta como ominosos dirigibles y eran tan grandes que iban a hacer
estallar todo a su alrededor. Su culpa era tóxica, lo envenenaba. En lo más
íntimo de su bondad había crecido algo ponzoñoso. ¿Cómo era posible?
Antonio se sintió aliviado al exponer el tósigo y deshacer
su encanto con la ayuda del otro. Exploraron cómo dejar el pasado atrás. Decidieron
cómo reconciliarse con su vida, resolviendo sus turbaciones sobre el amor y redirigiéndose
hacia su existencia con más compasión. Buscaron sentido a un mundo sin sentido.
Aceptaron el antes y el después de un país destrozado por la guerra. Hoy era el
momento para enterrar a la muerte. Y celebrar la vida. Se abrazaron al
despedirse.
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