Colgó el teléfono con satisfacción. El coche ya estaba libre de cargas y se podía hacer la titularidad del mismo. En unos días harían la operación y tendría finalmente el coche de Carmelo. Entretanto, estaba celebrando la llegada de varias cajas de vinos que había comprado en Collado. En realidad, pertenecía al club del Vino y le traían una caja con seis botellas cada tres meses, pero dado que iba a celebrar su cumpleaños, se pidió una caja extra. Abrió las dos y se deleitó al comprobar la buena calidad de los mismos. Estaban los Gaudeamus, Fundus, Caberrubia, Tio Pepe y Méritos, y todos a buen precio. Hoy no había nadie en casa a parte de él, con lo cual tenía por delante un sábado bastante reflexivo.
A su lado, en la mesa, reposaban expectantes a parte de las botellas, varios libros de Ibn Arabi. Otros más contemporáneos, como el de Ruiz Zafón y una innumerable cantidad de textos médicos también intentaban acaparar su atención. Nadie sabía cual iba a recibir el próximo bocado. En realidad, de eso se trataba. Comer de aquí y allá, nutriéndose de la variada dieta intelectual a la que acostumbraba. El día anterior, su amigo Chema le había recomendado un escritor japonés llamado Murakami, pero no estaba seguro si pillarse algún libro del susodicho, sencillamente porque Chema había comenzado a seguir a dicho plumilla tras adquirir una historia sobre corredores o maratones. Ya lo volvería a hablar con él, para estar más convencido. Seguro que Chema le daría detalles sobre Murakami y podría al fin decidirse.
La situación actual se definía como un ambiente burbujeante, dado que había acumulado ya más de cien relatos y tenía ganas de publicar cuanto antes. Paco, un amigo escritor, le había dicho que tenía que seleccionar de entre los cien relatos y publicar un libro con unos cuantos nada más. Evaristo se había apuntado a leerlos y mejorar la gramática y corregir errores.
A veces se preguntaba si su vida llevaba un camino torcido. Si quizás había sido tentado por el diablo o si su quehacer reflejaba una inclinación a que el mal lo rondase. ¿Se había entregado a una existencia blindada de espiritualidad?
Desde fuera, se podría decir que era alguien feliz. Por supuesto que tenía algunos problemas por ahí, pero todo el mundo los tiene. Lo más crítico era que no tenía ni idea de cómo vivir. En realidad, todo lo que pasaba alrededor lo vivía con gran perplejidad. Era un gran simulador. Se hacía pasar por una persona normal, pero en su fuero interno, andaba siempre perdido. Estupefacto, atónito, enajenado, asombrado...absorto. Los qualia de la experiencia eran sin duda vividos con gran deleite, a pesar de lo inquietante. Porque al fin y al cabo, por muy extraño que fuese vivir bajo su propio pellejo, era la vida lo que tenía en sus manos, y la vida es un constante asombro.
Se fue a dar una ducha. Al salir se fue secando frente al enorme espejo del cuarto de baño. De pronto, imbuido en su propia vergüenza de ser él mismo, se sintió como desdoblado completamente. Es como si hubiesen encajado un USB detrás de su nuca con su verdadero Yo como un implante, mientras que el cuerpo y parte de la actividad mental fuera la del recipiente o más bien, el solar del que tendría gobierno. Pero es que no era un buen terreno donde cultivar su alma. Ambos se rechazaban.
Se sintió mareado y tuvo que retirar la vista de su imagen especular para poder gestionar tamaña sensación de repudio y oprobio. Se vistió como pudo, medio alterado y confuso. Intentando dejar atrás semejante atentado contra la integridad psíquica bajó al salón donde todavía esperaban pacientes y anhelantes una enorme pila de libros y varias botellas de vino. Allí se encontró con un hombre sentado y cabizbajo. Llevaba turbante y un atuendo islámico muy elegante. El escritor pudo reconocer que vestía una túnica blanca y una blusa de tela fina de color verde. El hombre elevó la vista y mostró su semblante atezado al escritor. La sensación fue una combinación de estupor y encantamiento, es decir, una especie de sesión hipnótica, mesmerizante. El individuo del turbante empezó a hablar en un tono muy sosegado;
-Bienvenido a la vida, amigo -dijo el desconocido-.
-Gracias, no tengo el gusto de conocerle -contestó el escritor-.
-Si que me conoces, pero te da vergüenza reconocerlo. ¡Que Alá sea misericordioso contigo! Soy uno de tus acompañantes. Somos de los que llevan una vida errante. Viajamos sobre todo a lo largo de las costas para aislarnos de los hombres. Hoy soy digno de tí. El Altísimo me ha permitido venir a visitarte.
-Shaykh, el honor es mío. Ahora lo he reconocido. Siento haberle faltado al respeto.
El escritor no sabía si en realidad sus palabras salían de su boca o directamente de dentro. Se sintió cercano al sabio, el cual se mostró extremadamente humilde y magnánimo con sus gestos y presencia.
-Shaykh, tu visita me llena de calma y serenidad. El que estés aquí en este momento es un regalo que no merezco. No te preguntaré porqué he sido elegido, bastante suerte he tenido hoy.
Después de esas palabras, solo hubo silencio. Estuvieron bastante rato juntos, sentados uno frente al otro. El escritor le ofreció una copa de vino, pero no pronunció palabra para comunicarlo. Bebieron sin abrir botella alguna e Ibn Arabi le leyó algunos pasajes de sus libros sin tener que abrirlos. El sabio se fue diluyendo entre la misma materia que lo rodeaba, como una nube que se disipara poco a poco. Cuando parecía haberse disuelto por toda la habitación, el escritor se dio cuenta que se sentía algo más anclado en su propio organismo, aunque al mismo tiempo, percibía una mayor indiferencia por lo que acontecía.
Se acordó que mañana tendría que pedir un préstamo, y que su rutina volvería a manifestarse como reina de su experiencia cotidiana. Sonrió desde dentro, sintiendo refugio en su carne. Ahora se dio cuenta que su cuerpo podía no ser más que un mero abrigo. Que su cara y brazos no eran otra cosa que un sofisticado títere que respondiera a los invisibles hilos de su pensamiento.
Agradeció a la divinidad la experiencia y guardó en secreto su íntimo deseo de encontrarse de nuevo con Ibn Arabi y con otros sabios del pasado. Se preguntó si sería pecado el desear hablar con sabios del futuro.
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