sábado, noviembre 05, 2022

Sueños Rancios

Sevilla es un lugar algo especial, aunque algunos analfabetos piensen que su Cruzcampo no tenga sabor. ¿Cómo no va a tener sabor una Cruzcampo si estás apostado en el bar Jota, mientras muerdes un trocito de bacalao seco? ¡Hijos del Mal! Doy las gracias a esos cebollinos. Me ayudan a entender porqué estoy majareta por esta inalcanzable metrópoli. El caso es que por otro lado, hay razón en pensar que la ciudad es como una mala mujer. Una criatura imposible de entender. Eso sí que tenemos que admitirlo. Hoy, sábado otoñal, era un día de visita para nosotros, y deslizándome por su piel morena, me di cuenta que estaba soñando despierto, algunos sueños rancios. Iba con mi hija, adolescente, o pequeña mujer según se quiera interpretar, y como un ilusionado padre me puse a contarle las mil y una historias de esa ciudad donde me crie, mezclando lo personal y lo histórico. Eso a sabiendas de que podía saturar su pequeña cabecita. Iríamos de compras aprovechando el buen tiempo esperando que mis ganas de narrar no se interpusieran con su disfrute epicúreo y esa forma tan femenina de ir por el mundo.

Pasando por la Coca-Cola le revelé que a principios de los años ochenta salimos del Instituto Joaquín Turina un soleado invierno, como si fuéramos seguidores de Diego Corriente, a cortar la autovía N-IV para poder forrar de libros nuestra vacía biblioteca. El Instituto que estrené, había nacido sin ningún libro...¿Cómo era esto posible? Lo peor fue encontrar que al rato de estar sentados en medio del asfalto aparecieran varios Zetas plagados de policías y de entre ellos saliera mi padre, bigotudo y cabreado vestido de madero. Atravesó con aire de autoridad la alfombra de chicos que hacían cánticos de protesta y me hizo un gesto con la cabeza, mientras decía con voz neutra; -vete de aquí. -Mi hija se reía, no sé si por incredulidad-. El haber pasado una enorme vergüenza dio sus frutos y la biblioteca del insti se llenó de libros al fin. 

Seguimos con el coche hasta llegar cerca del Parque de Maria Luisa. Queríamos aparcar por allí para después recorrer la ciudad a pie. Le dije que fuera a ver una estatua de mármol blanco escondida bajo un enorme árbol, pero como no le acompañé se quedó como confusa. Le dije que se acercara sola a ver si entendía el porqué de mi sugerencia. Al final descubrió al poeta que me dio mi nombre, menos mal. Le costó percatarse. Bajo las protectoras sombras del parque, fuimos acercándonos hacia la Fábrica de Tabacos, ladeando el Restaurante La Raza, que ya perdió su licencia y yacía abandonado, así como le pasara años antes al Montpensier, que todavía permanece en el mismo estado a solo unos metros. Le hice un guiño interior a Jesús Quintero, ese periodista épico, que en paz descanse, y otrora fuese dueño de aquél fabuloso edificio. No hace muchos años fotografié a la ínclita figura por la calle Sierpes unas navidades, junto a mi amigo Antonio del Pino. Fue amable y humilde, como tiene que ser. No le dije nada de eso a la niña. En cambio, quise enseñarle los secretos de las blancas piedras que hacen de elegante valla del restaurante, donde se pueden contemplar varios amonites fosilizados, un espectáculo gratuito de moluscos cefalópodos extintos, que se exponen pulidos a los pies  de bellas esculturas. Ella no decía nada. Solo escuchaba. 

Pasamos por el Casino de la Exposición y paramos en el semáforo mirando a la Universidad. Allí de pronto recordé la entrevista que me hicieron justo al salir de selectividad, en la esquina con la calle San Fernando. Una periodista me preguntó qué tal me estaban saliendo los exámenes. Recordé lo curioso de sentir el futuro desde el pasado. Fui optimista en aquél momento a pesar de los nervios, pensando en los padres que estarían recibiendo el mensaje radiofónico. Seguí contándole a la niña los prodigios de la ciudad que construyó la primera gran fábrica de occidente, que luego fue un presidio y más tarde una fabulosa universidad. Ella continuó más o menos con la misma expresión de perplejidad adolescente, sobre todo cuando contempló el enorme foso que rodea la cuadrícula de la fábrica. Yo en mi fuero interno sentí la frágil victoria que obtuve aprobando por los pelos una selectividad a la que no me había preparado. Entre tanto, iba reconociendo cada uno de los fabulosos árboles selváticos que pueblan la ciudad, prueba de su iniciático encuentro con la historia moderna. Las jacarandas en cambio, permanecían muy discretas a todo lo largo de las avenidas, soltando  disimuladamente alguna semilla de vez en cuando. Todavía quedaba mucho para que dieran su espectáculo floral morado. Mi criaturita tomó nota de la enorme diversidad botánica de los parques, otra prueba irrefutable del precoz estreno renacentista de la ciudad. Anduvimos a todo lo largo de la calle Palos de la Frontera, en dirección Palacio de San Telmo. Allí disfrutamos de la presencia hidalga de varios héroes sevillanos apostados en la cornisa del palacio.

Cuando alcanzamos el Hotel Alfonso XIII en dirección al casco antiguo, giré la cabeza hacia los Remedios y volví a notar el brote de otro recuerdo. Una sonada manifestación que me hizo perder más días de clase. En ésta ocasión ya como estudiante en la Universidad. Se trató de nuestra protesta para emancipar los estudios de Psicología de los de Filosofía, que en aquél distante momento de la historia de la ciudad, todavía compartía título. A los futuros psicólogos nos enfurecía estar compartiendo facultad con los filósofos, no por desprecio a su materia, sino porque nos veíamos a nosotros mismos como científicos y sobre todo sanitarios. La ciudad estaba todavía adormecida en su añoranza por tiempos pasados. Quizás se vivía con actitud indiferente al estrés y a lo frenético de la vida moderna. Seguro que en los noventa el estar loco era cosa de unos pocos nada más. Por tanto, más huelgas y tráfico cortado. En esa ocasión, hubo otra entrevista callejera espontánea de la que fui objeto, ésta vez también para la radio. En lugar de esperanzas, hubo una disputa de números, puesto que el periodista dudó de mi capacidad de estimación. Yo aseguré que había más de mil alumnos sentados en el suelo de la avenida de la República Argentina...Cuando interesa, las exageraciones no pueden formar parte de los testimonios andaluces. No es justo. 

Ya bien entrados por la avenida de la Constitución, empezaron a surgir los fantasmas de las varias librerías desaparecidas que visitaba con frecuencia. A esas alturas me di cuenta de lo absurdo de vivir en una urbe en la que los ciudadanos jóvenes debían cortar las calles para exigir recursos totalmente básicos y elementales, para seguidamente conseguirlos tras la protesta. Me pregunto a qué se dedicaban entonces los gerentes, directores, decanos, rectores y demás gerifaltes hispalenses. Quizás es la genética de una ciudad fracturada entre reyezuelos y peones que nunca se hablan, y que hacen como que los demás no existen. Una verdadera ensoñación kafkiana estilo andaluz.

Menos mal que tras mucho callejear, al final llegamos a Jesús del Gran Poder, y ella pudo comprar sus puntas de bailarina. Volvimos contentos y sin acritudes por el mismo camino disfrutando de los escaparates de las exquisitas tiendas que ahora decoran las calles de la viejuna Sevilla. Ella satisfecha con sus compras y yo habiendo recuperado muchos recuerdos. Al llegar a la Capilla de Santa María de Jesús cogimos por la calle San Fernando, por lo que me tuve que enfrentar a un último recuerdo periodístico y de protesta. La manifestación tuvo lugar un cuatro de diciembre y venía del Prado de San Sebastián haciendo mucho ruido. Tanto ruido que no podía ni oír mis pensamientos. A los de Canal Sur se les ocurrió preguntarme a mí, el porqué de celebrar el 4D, cosa que hice con diligencia y muchísima prudencia a pesar de la súbita aparición de la periodista con su cámara apostado detrás de ella. Dudo que llegara a salir por la TV dado que no podría haber sido objeto de mofa y desprecio. Fui muy consciente de la maldad del PSOE y de su odio al andalucismo, por tanto no podía permitir que esos jíbaros me usaran para hacer de nuestra manifestación una siniestra reliquia del único movimiento nacionalista decente de éste país. Así que hablé al estilo de un abogado sevillano, hierático y apoderado de todos los andaluces en ese momento. En este lance, no me sentí con fuerzas para contarle esa última narración a la jovencita. Ya me había aguantado durante tres horas. Me guardé la anécdota para mí. Doblé las imágenes,  las sensaciones, muy bien dobladitas, y las planché mejor que si fueran camisas, para dejarlas puestecitas en el armario de mi corazón. Al menos me di cuenta de la diferencia entre una autoridad educativa y los políticos frente a las demandas de los intelectuales. Al fin y al cabo, los educadores nos entregaron lo que pedimos; nuestros libros y nuestros títulos. Los políticos socialistas nunca nos dieron nacionalismo, ni prosperidad. 

Al final todo condujo a un enorme vacío, pero gracias a Dios y a la física cuántica, el vacío no es lo mismo que la nada. Por tanto, ya habrá quien desentierre todo esto un día, y le de sentido.   


2 comentarios:

Paul Winterwind dijo...

Procrear. Tener una hija y/o un hijo al que transmitirle el amor de la sabiduría pretérita. Nunca es en vano. Heredar palabras es el mejor verso.

Andalu dijo...

Sin duda, la palabra, el mejor don