Después de once años perdido en medio de la mar océana, volvió al reino de los humanos. No se sabe porqué nuestro querido Dios, quiso darle esa existencia. Ni él mismo pudo comprender para qué pasó parte de su vida en un minúsculo archipiélago con unas cuantas palmeras. Pero era un hombre de su época. Un luchador, un soldado del imperio. Ni la más terrible soledad, ni la incomprensión de éste mundo, podía arrebatarle su vida. Para morir se requería algo más que eso.
No carece de ironía que el primer puerto donde puso el pie tras su largo destierro fuese Cartagena de Indias, allí donde se dirigía su patache antes de naufragar. Su emoción le hizo llorar a raudales un trece de Junio de 1534. Se dijo a sí mismo que nunca olvidaría ese día. Desde allí partió hacia España en donde encontró fortuna y casó con una mujer de Canarias, lugar donde decidió asentarse hasta su muerte. Eligió la isla de El Hierro, la más pequeña de todas las Canarias, quizás porque estaba más a poniente que ninguna otra. Desde allí dirigió sus empresas, que estaban todas dedicadas a la carrera de Indias.
Cuando estaba a punto de morir, postrado ya, sus hijos y nietos le suplicaron que les contara cómo fue su vida en el banco de arena donde sobrevivió solo tantos años. En realidad, nunca quiso hablar de ello, y su familia supo de la historia por la fama que creció a su alrededor en las islas, no porque él estuviera dispuesto a hablar de aquello. Al fin, accedió a contar su aventura, justo antes de morir. Temblándole la voz, y después de mucho silencio, el hombre le dijo a sus vástagos que afortunadamente ya no se acordaba de nada. Todo el mundo se quedó perplejo. Nadie se atrevió a insistir, temiendo herir los sentimientos del anciano. Presintiendo lo extraño de su contestación, intentó aclarar con mucha dificultad, su respuesta.
-(...) hijos míos, os aseguro que es verdad lo que digo. No recuerdo nada de aquella soledad, no me queda nada de aquél infierno. Creo que me he curado de semejante dolor con vuestra presencia, con la ayuda de vuestra madre y abuela. Decidí hace tiempo abandonar el pasado y así curar mis heridas, vivir con vosotros, amar ésta tierra. Eso es lo que tengo en mi corazón, eso es lo que me llevo. Soy prueba de que vale la pena vivir ahora y que todo lo malo no es nada, viendo cómo cada día me recordáis el gozo de vuestra compañía. Quizás precisamente por eso lo he olvidado todo. Porque desde entonces, nunca más he estado solo. Os doy las gracias por vuestra presencia, por compartir nuestras vidas.
El hombre cerró los ojos, suspiró. Todos empezaron a llorar en silencio. En su mundo interior, puso rumbo a un lugar desconocido, una vez más, al mando de su patache. Sintió que en su último viaje su barco no se hundiría, y que al otro lado de su aventura le esperaría de nuevo, la gloria y el amor.
2 comentarios:
Ojalá, todos encontráramos un final tan relajante para nuestro micro relato personal.
Tomate una CruCampo bro, te la has ganao
Gracias broder, todos los cuentos no deben de acabar mal...brindo por tí
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