martes, octubre 24, 2023

Culpad a Gilda, Chavales

La cantante vestía un extraño traje negro, algo anticuado que dejaba al descubierto los hombros. Se había desecho de unos guantes larguísimos mientras cantaba, y con ello y su cimbreante cintura, había hipnotizado a toda la audiencia. Porque sus brazos desnudos se habían transformado en piernas, y su boca...su boca se había tornado en otra cosa aún más inquietante. Tras la intervención, pareció perder los papeles y el dueño del local acabó dándole una tremenda bofetada, evitando la orgía que una marabunta de hombres en smoking trataban de materializar allí mismo. Todo era tan irreal. Tan sensual, que no podía tener nada que ver con su vida. Afortunadamente, algo le distrajo y se alejó de la televisión. 

Parece que el suelo tembló y todo el mundo quedó paralizado de terror. Él salió de la casa, olvidándose de todos los que estaban allí. Conforme se fue alejando de la ciudad que se rompía bajos sus pies, sus penas y confusión también se quedaron como ancladas allí, en la distancia. Iba tambaleándose al ritmo del seísmo, pero continuó andando hacia ninguna parte, sin miedo, sin memoria.

Ahora estaba perdido entre un profundo bosque de alcornoques. Conforme se adentraba en el corazón de la selva de corcho y las almohadas de hojas, el silencio se apoderó de su mente. Los árboles empezaron a mostrar su verdadera presencia. Su majestuosidad, les daba una particular resonancia. Él no sabía si quizás deliraba. Gilda se asomaba entre los claroscuros del sotobosque, allá al fondo. Sus brazos se movían a ritmo de una canción inexistente, y su cabello leonino afirmaba una feminidad rotunda. Quizás quería jugar al esconder.

El suelo era blando, como las nubes que poblaban la atmósfera. Le invitaba a continuar adentrándose más y más en lo desconocido. Siguió adelante, quizás persiguiendo a Gilda o alguna ninfa, que también quiso engañarlo.  Hasta que encontró un estanque. Y al lado del estanque un enorme y antiguo alcornoque. Tan alto que llegaba al infinito. Pensó que sería un lugar perfecto para colgarse del cuello. Pero al pensar en ello, el cielo se oscureció y el estanque frunció el ceño. El enorme árbol se quedó ahí, algo inquieto, sin saber qué hacer con sus grandes ramas como candelabros. Pasaron siglos, y vio pasar a otros hombres, que también quisieron colgarse desde los brazos del sagrado alcornoque. También vio pasar a muchas Gildas y a muchas ninfas. De hecho, pasaron muchos eones hasta que el estanque recobró su color original. Y al final, sus pensamientos le dejaron marchar. A través de las espesas copas, empezó a ver un claro y se dirigió a lo que podría ser una pradera. Pensó que no tenía sentido salir del bosque. Creyó que jamás volvería a ver a nadie, sintiendo una secreta euforia en su fuero interno. Pero al final encontró la claridad, la expansión de la luz y la desnudez de la tierra. Se sentó allí justo en el borde entre las torres arbóreas y la planicie durante horas, dejando que el firmamento descargara toda el agua dulce del mundo. La pradera se encharcó muy lentamente. Pero el hombre fue paciente. Se dio cuenta que las arenas de la pradera eran permeables y comprendió porqué allí en medio, los del pueblo habían construido un pozo. Sí, en medio de la nada. Ahora tenía sentido. En efecto, tras la lluvia vino el sol y tras el sol desapareció el enorme charco, que fue tragado sin prisas por las arenas de la pradera, como por arte de magia. Tras disfrutar del espectáculo tomó dirección sur y desapareció entre las colinas, dejando atrás el hermoso y oscuro bosque de alcornoques. Desde la altura quiso mirar por última vez a la linde de aquel océano verde y pudo otear la figura negra de Gilda, reclamándolo sin éxito. 

Siguió hasta caer exhausto, recordando de pronto de dónde venía. Supo que no era libre. Y se sintió presa de sus recuerdos, de sus obligaciones. Se sintió cargado de identidades y armaduras, trajes, gafas y corbatas. Al menos pudo escapar a otra dimensión gracias al terremoto. Había que culpar a Gilda de todo. Ella lo amaba, ella deseaba asumir toda la culpa. Lo alejó de su mundo. Lo irreal quiso saltar desde el vacío tubo de rayos catódicos hasta alcanzarlo y darle de lleno en su hipotálamo. Quién sabe cuando volverá a ser la víctima de los terremotos pélvicos de Gilda.  

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