lunes, octubre 30, 2023

El Escudero

El niño lo fue siguiendo durante varias leguas a una distancia prudencial. Parecía tener una fé ciega en que lo alcanzaría en un momento dado. De hecho, el perseguido no iba deprisa, pero él era solo un renacuajo. El caballero recorría el camino con su semental, embutido en su armadura, cargado de espadas y demás armamento militar, mientras que él, un pequeño gorrión descalzo y con solo unos harapos por ropaje, lo perseguía sigilosamente, como un duende de los bosques. 

El soldado había aparecido solo, por la aldea, llamando la atención de los niños inmediatamente. Iba cabizbajo y silencioso. Solo lo advirtieron gracias al bufar de su caballo y el choque de las herraduras contra el empedrado. La niebla lo dejó que se materializara allí en medio de la minúscula plaza, para asimismo desaparecer de igual modo tras abastecerse de algunas viandas. Pero el más pequeño de todo el pueblo no pudo sino seguirlo, sediento de curiosidad e hipnotizado por la poderosa figura de aquél gigante.

Dejaron atrás un apretado sotobosque tras el que se abrió un profundo valle. Al fondo estaba una abadía muy oscura, con una torre altísima en el centro de la misma. El niño estaba ya agotado, y se desvió al río para calmar su sed y aliviar sus piececitos. Para cuando reemprendió el camino, el gigante ya había llegado a la abadía. 

Los monjes lo recibieron en silencio y diligentemente. De alguna manera, debían  de estar  esperándolo. Se llevaron el corcel a las cuadras, mientras que él se dirigió a encontrarse con el abad. Algunos edificios estaban medio derruidos, incluyendo una iglesia antigua. El niño llegó mucho más tarde, y en medio de la oscuridad, casi a tientas, sólo pudo encontrar refugio allí, donde creyó que nadie podía verle. Al día siguiente, estaba muy débil, casi sin fuerzas. Estaba agazapado entre las ruinas, tiritando de frío. Cuando despertó se encontró en medio de una imagen sobrecogedora. El enorme soldado estaba rezando de rodillas frente al maltrecho altar. Las dos paredes que todavía sostenían un quebradizo techo era altísimas, y creaban un juego de luces fantasmagórico, que la bruma matutina no hizo sino enaltecer más aún. Parecía ensimismado en su meditación profunda, quizás recordando batallas o a una mujer a la que amó. Después de largo rato, aparecieron varios monjes, que avistaron al pequeño salvaje. Se lo echaron en los brazos, puesto que el chico estaba prácticamente sin aliento, muy demacrado y débil. Al llevarlo a la abadía, no pudo decir palabra alguna. Solo derramar unas lágrimas señalando al silencioso caballero que ahora se había girado hacia los monjes, dejando ver una cara barbuda, con una enorme cicatriz que le atravesaba la cara de un lado a otro. 

Los monjes lavaron y dieron un suculento desayuno al pequeño. También le dieron ropa nueva, aunque quizás algo más grande de lo debido. En ese momento comenzaron los cantos de maitines con bastante retraso debido a la inesperada aparición del niño. El caballero apareció en la abadía y escuchó junto al niño los cantos espirituales hasta que tras su conclusión, los monjes se retiraron hacia los huertos y zonas de trabajo para dar comienzo a las labores diarias. El eco de las voces todavía resonaban en lo alto de los infinitos arcos de piedra, cuando el abad y el guerrero hablaron en un lenguaje desconocido para el chico. El niño entendió de alguna manera, que el héroe reemprendería su viaje, y espontáneamente rompió a llorar en silencio. 

Él mismo se dio por derrotado y se marchó a casa sin decir adiós. Desecho y abandonado a su suerte, se entregó a su propia pena tratando de contener su llanto con gran esfuerzo. Al rato de caminar empezó a notar los sonidos secos de la cabalgadura y el golpeteo de los aceros. Sintió el poderoso aliento del caballo por encima de los hombros pero no quiso volverse. Al poco, el caballero ya estaba a su altura. De pronto sintió como si levitara, y se alzó hacia los cielos como por encanto. Cuando se dio cuenta, estaba montado delante del héroe, llevando las riendas del caballo. Dieron media vuelta y se adentraron en el infinito paisaje de las montañas nevadas que les llevarían a otro mundo. Sus almas se habían encontrado para proyectarse más allá de la imaginación y de los horizontes. Quién sabe cuántas aventuras correrían juntos. El pequeño mozalbete sonreía ahora hacia dentro, aprendiendo ya a vivir como un hombre.      


2 comentarios:

Paul Winterwind dijo...

Accattivante

Andalu dijo...

Grazie my darling