La humanidad es una especie que siempre está al borde del
colapso, aunque no lo parezca. Vivimos en la falsa seguridad a salvo de nuestra inopia, sin saber que el fín siempre está acechando. Y ese ominoso saber hace a los hombres que guardan dicho secreto, muy precavidos. Ellos son los paladines que nos protegen de la caída a una sima catastrófica. En muchas ocasiones los humanos han estado a punto de desaparecer del
planeta. Pero desde hace siglos, el peligro no es ya el desaparecer como raza,
sino el dejar de ser humanos, y convertirnos en bestias. Durante la Edad Media,
Europa atravesaba una era oscura donde muchos de los progresos que los hombres
lograron anteriormente, parecieron esfumarse y dejarse atrás, casi como por arte
de magia. La gente pasaba hambrunas y la muerte se paseaba por las calles a la luz del día con
impunidad, y sin misericordia. La brutalidad campaba a sus anchas, y muchos
pueblos retornaron a una forma de vida primitiva y animalesca. Sin embargo, el
pueblo andaluz supo crear un refugio civilizador, y prosiguió su camino después
de la era romana, enfrentándose a los retos que surgían en su horizonte
cultural, sin llegar a caer por el precipicio de la ignorancia. El Islam fue el
revulsivo que avivó y renovó el proyecto cultural Andaluz y el Mediterráneo,
ayudando a dar continuidad a las formas de vida establecidas durante el
Imperio, las cuales daban prioridad a la vida social, al progreso y expansión
de la experiencia humana. Por eso, Andalucía se convirtió en Al-Ándalus, y
rápidamente volvió a ser la luminaria de Occidente. Un verdadero faro de sabiduría
y conocimiento, que alumbró a toda Europa, para que nada de lo aprendido
pudiera olvidarse jamás. A pesar de todo, la amenaza de decadencia y destrucción
es constante, y tras generaciones de emprendedores y científicos, Al-Ándalus entró
en una crisis existencial muy importante. Todo esto ocurrió hace muchos siglos.
En aquél momento del pasado remoto de Al-Andalus vivía en Isbilia, un hombre muy especial.
Isbilia se había transformado en un reino de Taifas porque se había
independizado del Califato Cordobés. Un gran error, que Al-Ándalus pagaría muy
caro. Muchos sabios se dieron cuenta de la deriva que esto implicaba. En esta
historia se narra la experiencia de un hombre que trató de hacer algo al
respecto, y de todos los paladines que le acompañaron en su esfuerzo para evitar la
pérdida de la civilización.
Dicho hombre, se llamaba Serafín, y aunque en ese momento
podrían haber pensado que era judío, en realidad, era un poco de todo. Serafín
era demasiado listo y culto como para caer atraído por una sola religión o un
solo credo. En realidad, él era como su misma patria, alguien hecho para el
saber y para acoger a toda la diversidad de pensamiento humano. Además, Serafín
era demasiado curioso, y eso de alguna manera lo llevó a hacer cosas sorprendentes.
Serafín se dedicaba a pulir lentes para telescopios y gafas.
El gran Ibn-Gafeki, oculista cordobés, le había enseñado cómo pulirlas y dado
que los andaluces por esa época eran muy duchos en la astronomía, Serafín
aprendió a ganarse la vida construyendo aparatos para científicos de la
universidad, y sabios de la corte. Serafín tenía una tienda donde pasaba la
mayor parte de su tiempo. Estaba atestada de telescopios y de estanterías
llenas de monóculos, gafas y lupas de todas las formas y tamaños. Pulir las
lentes era un trabajo meticuloso y requería bastante tiempo, pero los científicos
pagaban bien y podía mantenerse concentrado en este negocio, el cual estaba
situado en la Judería, dentro de las murallas de la ciudad. Después de años
dedicándose a dicha industria, había decidido tener un alumno. Un primo lejano
se había quedado huérfano, y al saber de las actividades de Serafín, no dudó en
irse a vivir con él. El joven se llamaba Nifares. En realidad, Serafín no
ganaba suficiente como para tener un socio o un colaborador, pero él tenía
otros planes, y simplemente quiso transmitir sus conocimientos antes de partir.
A cambio, Nifares tenía que cuidar de la tienda mientras él dedicaría un gran
esfuerzo en construir un barco, con el que se marcharía de la ciudad para no
volver. La nao debía de ser suficientemente grande para permitirle viajar con
comodidad por la costa, e incluso adentrarse mar adentro. Estimó que necesitaría
una nave de unos veinticuatro codos de eslora. Cerca de la Torre del Oro había
un astillero donde se puso manos a la obra. De este modo, Serafín podría
compatibilizar la supervisión a Nifares con las labores de pulir lentes y atender
la tienda, con los trabajos en el astillero. Como había ahorrado bastantes
morabetines de muy buena ley, pudo contratar a un maestro armador para tener a
alguien siempre ocupado con el barco. Las tareas de planificación, compra de
materiales y supervisión estarían en manos de él. Nifares llevaba ya siete años
trabajando en la tienda, y el barco estaba ya en su noveno año de construcción
cuando se aproximó el momento crítico. Ahora había que empezar a aprovisionar
el barco y empezar a colocar palos, velas, tambuchos y escotillas. Serafín
estaba muy afanoso. Su plan iba a pasar a una nueva fase de tremenda
importancia, y durante los últimos meses pasaba más tiempo por las atarazanas
del Arenal, pujando por el precio de los aparejos, que en la tienda.
Por aquél entonces había muchas controversias sobre las
teorías del mundo, y algunos de los más aventajados sabios andalusíes ya intuían
que quizás el centro del Universo no era la Tierra, o si quiera el Sol. Para
nuestro ilustrado protagonista, los humanos debían de estar relegados a una posición
muy humilde en el mundo, quizás flotando en una isla esférica, en medio del
vacío. Tales pensamientos serían insoportables para mayoría de los mortales de
aquella época. Pero los andalusíes eran hombres fuertes de espíritu, capaces de
entender que el Vacío no es la Nada. El Vacío no era temido por ellos, era más bien un enigma,
puesto que dicho vacío debía de ser la espina dorsal de este mundo.
Serafín conocía no sólo la ciencia de Al-Andalus, sino
también tuvo acceso a las teorías de Aristarco, Estratón y otros ínclitos
alejandrinos. Con todo ese acervo en sus manos, creía haber encontrado un filón
de material científico y filosófico al que requería dedicar el resto de sus
días. Para ello necesitaba realizar un viaje sin retorno desde el Guadalquivir
hacia el Levante. Así podría encontrar un lugar remoto donde nadie pudiera
molestarlo y seguir aprendiendo hasta el fin de sus días. Si pudiera alejarse
lo suficiente, sus ojos jamás tendrían que testificar el fin de Al-Andalus. Su
aventura lo llevaría a Al-Yazirat Tarif y después cruzaría el estrecho hasta
Sebta, tras lo cual haría escala en Milila, y finalmente su términus debería de
ser la Isla de Al-borani, a la que los antiguos cartógrafos, debido a la
dificultad de situarla correctamente en las cartas náuticas, la habían llamado
Erroris Insula.
Uno de los últimos sacrificios de Serafín antes de su marcha,
fue el de vender sus libros. Fue doloroso tener que deshacerse de ellos para poder
llevar algo de caudal para su viaje de ultramar, pero de alguna manera tuvo una
sensación instintiva, casi hipnótica de que quizás el sacrificio le llevaría a
encontrar un gran tesoro de valor incalculable.
Aunque Nifares sabía que heredaría la tienda de Las Lentes,
en realidad, no podía creer que esto fuera a suceder nunca. Por eso, cuando
llegó el día, lloró mucho e imploró a su maestro que no se marchara. Días
antes, habían impregnado el casco del barco con una especie de betún líquido
para impermeabilizar el casco, reducir la adherencia de los escaramujos al mismo, y aumentar su velocidad de avance. La nave estaba terminada, y parecía un misterioso pez
oscuro, esperando lanzarse al agua. Fue una despedida muy triste, pero Serafín
estaba convencido de que debía marchar. Sus conocimientos sobre política e
historia le sugerían que el fin de Al-Ándalus estaba próximo. Los andalusíes se
habían dedicado a cuestionar el poder califal a través de luchas intestinas,
que sólo llevaron a fortalecer los reinos cristianos del norte. Esto los llevó
a dividirse y debilitarse frente a unos enemigos cada vez mejor equipados y con
más ansias de expansión. Por tanto, su marcha no era más que el anticipo de lo
que miles de andaluces se vieron abocados a plantearse no mucho después, sólo
que él ya había pasado por un profundo duelo mucho antes que la mayoría. Su
propia sabiduría empezaba a marcarle el camino hacia el futuro.
Serafín sabía que el mundo iba a desmoronarse una vez más, y no sabía si un día, podría volver a reconstruirse, pero al menos quería terminar sus días en paz. Quizás no era el único que tenía malos presentimientos. Su amigo Zaíd, que nació en uno de los pueblos de pescadores que orillaban la desembocadura del Guadalquivir, le prometió capitanear la nao hasta Sebta para darle tiempo a adquirir destrezas marineras, y una vez allí, tendría que continuar en solitario. Por tanto, zarpó con Zaíd, desde Isbilia hacia el mar, una primavera, necesitando algunas semanas hasta llegar a Al-Yazirat Tarif. Por fortuna, habían elegido bien el momento de zarpar, gracias a los conocimientos de navegación marítima de Zaíd. El calado del barco, el tamaño de las velas, el control del timón y muchos otros parámetros también fueron los justos para poder navegar con éxito desde el río hasta la costa y más allá. Al llegar al mar, la brisa salada los inundó de alegría. Las costas a ambos lados tenían arena dorada y reluciente y más atrás un infinito tapiz boscoso. Fue una experiencia sublime poder alcanzar allí donde el Guadalquivir muere y da paso al ancho Océano Atlántico, de frías aguas y sabrosísimo pescado. En su regocijo, decidieron atracar en el pueblecito de pescadores de la margen izquierda del río, un pueblo algo misterioso y que los sabios todavía no saben ponerse de acuerdo sobre qué nombre tenía en aquél momento. Pongamos que se llamaba Shaluca, del latín sub lucare, es decir, “tras el bosque”, debido a la densidad de las algabas de la comarca. Shaluca era un puerto muy pequeño y lleno de pequeños botes que se mecían con las olas cerca de la orilla como si fueran cunas. Justo antes de llegar empezaron a recoger las velas y dejar al navío acercarse a puerto con su propia inercia. Los niños que jugaban en la orilla se tiraron hacia el mar para darles la bienvenida y chapotearon formando una algarabía, dándoles así una más que cordial entrada. Les ayudaron a sujetar bien el barco y los jóvenes más mayores les alargaron a tierra con un pequeño balandro. Allí comieron con los lugareños y aprendieron las historias y mitos de la diosa Venus, madre de todo el orbe. El Islam al fin y al cabo era solo una religión recién llegada y demasiado joven. Aquí Tartessos todavía blandía su bandera identitaria en el inconsciente colectivo.
Conforme dejaron atrás el delta y el horizonte descubrió al ancho mar. Allí los vientos los ayudaron a moverse hacia el Este, hasta el extremo sur de la Península Ibérica. Lentamente se acercaron hasta Al-Yazirat Tarif. Allí el mar estaba complicado y tuvieron que trasluchar para poder largar el ancla en un lugar seguro. Desde allí esperaron unos días para ser propulsados por los vientos hasta alcanzar Sebta, la cual estaba bajo la Taifa de Malaca. La mayor parte del tiempo sopló el siroco, y algunos días hubo tramontana. Paso a paso, puerto a puerto, Serafín se reafirmaba en su viaje. Se maravillaba de contemplar la diversidad cultural de cada lugar andalusí, del embrujo de sus gentes y del entusiasmo que tenían por la vida. Se despedía de todos ellos, sabiendo que un poder descomunal acabaría marchitando su país. Al alcanzar la enfilación natural de las torres de Hércules, la épica geografía les señalaba de manera grandiosa que estaban en los límites occidentales del mundo conocido. Justo allí cruzaron el estrecho que separa Europa de África.
Una vez llegados a Sebta, el estado mental de los aventureros cambió por completo. Habían alcanzado un punto de inflexión en el viaje. Allí Serafín se despidió de Zaíd, del cual se sintió profundamente agradecido. Zaíd, era un joven muy estudioso y ya había intercambiado mucho conocimiento con Serafín para cuando zarparon de Isbilia. Sin embargo, los días juntos navegando, hicieron que Zaíd comprendiera con profundidad las motivaciones de su amigo para realizar una singladura sin retorno. De hecho, Zaíd quedó confuso en el puerto de Sebta, y tras verlo zarpar, volvió a recoger sus cosas y se lanzó a buscar un pescador que lo ayudara a alcanzar la nao de Serafín. Zaíd no pudo dejarlo marchar, y decidió en aquél momento, partir al Nunca Jamás con su amigo. Zaíd sabía que Serafín moriría en el intento de llegar a Erroris Insula si intentaba alcanzarla él solo. El nombre arcano de Al-Borani vino a su mente como una advertencia que no pudo ignorar.
Serafín le recibió con los brazos abiertos, y muy felices
marcharon hacia lo desconocido. Todavía quedaba Milila, donde debían de hacerse
de grandes provisiones. Los días que llevaron alcanzar la vieja ciudad, les
permitieron estrechar aún más su amistad y respeto mutuo. Al fin llegaron al
puerto, donde pasaron algún tiempo tratando de obtener información sobre la
misteriosa isla y cómo llegar hasta ella. Los marineros y pescadores eran algo
reacios a hablar sobre el lugar y los amigos no podían saber si era porque
quizás la zona era un buen caladero o debido a algún otro motivo que desconocían.
El caso es que, tras visitar cada fonda y cada cofradía de pescadores,
consiguieron arrancar varios consejos para poder alcanzar la ansiada isla. De
hecho, necesitaron usar algo más que eso. Su ingenio, su tesón y su dominio del
miedo se vieron incrementados con la experiencia de navegar hacia el norte
desde Milila, para encontrar Erroris Insula. Partieron antes del amanecer,
habiendo realizado sus mediciones y cálculos con ayuda de las estrellas. No fue
fácil llegar, porque el viento se volvió errático y racheado, a unas cuarenta
millas de Milila, y las brumas dificultaron mucho el avistamiento de la isla. Probablemente
algunos vientos del sur arrastraron calima y aumentaron las dificultades
visuales, pero gracias a sus instrumentos ópticos, sus compases y astrolabios,
lograron avistar al fin, el Lugar de No Retorno. Antes de atracar en algún
refugio seguro, se dedicaron por precaución a circunnavegar el islote, para
estudiarlo bien. La isla tenía una longitud de algo más de una milla y poseía
dos playas, una de poniente y otra de levante. El resto era inaccesible. En su
parte más ancha, la isla no debía de extenderse más de seiscientos codos. Su
superficie era muy plana y estaba cubierta de matorral y árboles muy chatos. Al
aproximarse el barco, vieron un canal subterráneo. Más tarde descubrirían que
podían atravesar la isla de una punta a otra a través del canal. Fue algo
sorprendente descubrir la existencia de esta extraña formación. Desgraciadamente,
cuando se acercaron más a la isla, advirtieron que no estaban solos…por un
momento se acordaron de las caras de los pescadores de Milila…
Efectivamente, había una embarcación bastante grande
atracada en un improvisado muelle, en un refugio que se situaba en el extremo
oriental de la playa de levante. No tuvieron otra elección que dirigirse allí.
Los corsarios se habían percatado de la presencia del pequeño buque, y los
esperaron en el muelle. Al acercarse más, estimaron que aquello era una galera
de unos cien codos de eslora, y de unos cuatro mil quintales de peso. De modo
que, entre galeotes, marinos e infantes, tendría que haber unos trescientos o cuatrocientos
hombres en la isla. Algo nada esperanzador para nuestro asceta. El encuentro
fue muy pacífico. En realidad, dada la desproporción entre los dos grupos, los
isleños sintieron sobre todo curiosidad y algo de desconfianza de los dos
temerarios marineros. El capitán de los corsarios se presentó cortésmente y les
invitó a tierra. Turgut era un hombre muy astuto, y rápidamente se dio cuenta
que los dos visitantes no eran gente vulgar. Captó algo muy especial en los
modales y en la expresión verbal de los dos hombres, e instantáneamente
comprendió que aquello podría dar lugar a un gran problema, o quizás a una gran
amistad. Aunque Turgut era de origen otomano, los oficiales, soldados y
marineros eran casi todos andalusíes, magrebíes y rifeños. Los galeotes eran
sin embargo esclavos británicos y francos, capturados en incursiones por la
región, y utilizados como chusma para bogar. Los hombres hablaron y tomaron té,
al atardecer, al abrigo de una gran jaima. Turgut no se andó con rodeos y les
explicó que vivían bajo el encantamiento de un brujo que no les permitía
marchar de la isla más que para asediar barcos extranjeros y capturar botines.
Serafín y Zaíd no dieron crédito a sus oídos. El mago vivía en el centro de la
isla, donde la cueva subterránea se abría y dejaba espacio para una enorme
bóveda, en la que se hizo un extraordinario palacio. Nadie tenía permitido ir a
ver al alquimista, pero él sí podía verlos y comunicarse con ellos a través de
sus pensamientos. De hecho, Gibarian sabía de la presencia de los neófitos.
Por la noche, llegó el momento de dormir, y se retiraron al
barco para descansar. Los dos hombres soñaron con Gibarian, el cual les explicó
desde la cueva palaciega, que era discípulo de dos corrientes alquimistas. La
de Geber y la de Ibn Sina. Se había refugiado en el Occidente huyendo de la
decadencia, pero se había encontrado con la inminente caída de Al-Andalus.
Atormentado por el futuro del Islam, decidió escapar a la Isla de Nunca Jamás.
En realidad, Gibarian los estaba esperando. Quizás Gibarian había llamado a
Serafín durante años, y le había mostrado el camino en sueños.
Ya en la vigilia, y con mareos, los dos hombres volvieron a
tierra, para comprobar que la galera había zarpado muy temprano. En realidad,
se levantaron muy tarde, atolondrados por sus sueños y pensamientos. Un oficial
había quedado al mando de un puesto de vigilancia y al verlos desde una pequeña
almenara, les invitó a desayunar en la jaima. Syd, puedo notar que han soñado
mucho. Aquí en la isla, todo el mundo sueña con intensidad. -¿Qué os ha dicho
Gibarian? ¿Podéis decírmelo?- Dijo Al-Sufí. Zaíd respondió que habían venido
para llevar a cabo una importante misión, y que estarían bajo el mando de
Gibarian, como el resto de los isleños. Cuando Turgut volvió al cabo de unas
cuantas semanas con muchísimas provisiones y tesoros, la isla parecía un
hervidero de actividad. Ahora ya sabía qué papel tenían los dos jóvenes en
Al-Borani. La galera avistó al llegar una nueva construcción en la isla, que
podía verse desde la distancia. Al mando de Al-Sufí y bajo los dictados de
Serafín, los infantes y esclavos estaban construyendo una estructura con rocas
y madera para erigir un telescopio en la cúpula.
Turgut se reunió con Zaíd en la gran jaima. –He traído
muchos libros, Syd. Gibarian me ha dicho que necesitáis todos los libros del
mundo-. –Así es-. Dijo Zaíd. –Tenéis que atacar a todas las naves que intenten
alcanzar las torres de Hércules, tanto si vienen del norte, como si vienen de
Oriente-. ¿Y si son naos musulmanas?-. –Entonces las dejaréis marchar a cambio
de entregar todos los libros que lleven consigo-. Sentenció Zaíd. Serafín
estaba muy ocupado puliendo una lente del diámetro de un codo, y cuando no
estaba en ello, se dedicaba a leer los libros que Gibarian había acumulado
durante toda su vida y tenía guardados en una librería subterránea, cerca de
dónde él mismo vivía.
Turgut dejó de ver a Serafín por la superficie de la isla,
al menos durante el día, y sólo se veía con Zaíd, el cual se encargaba de
dirigir la obra del gran telescopio y de otras tareas científicas. Serafín se
consagró al estudio y se recluyó en una cueva cercana a la bóveda palaciega de
Gibarian. Allí cerca, en lo más profundo de la isla, estaba la biblioteca.
Había miles de pergaminos y manuscritos de todas las épocas. Gibarian le había
encomendado la inmensa tarea de averiguar cuándo llegaría el Fin. Y no sólo el
fin de Al-Ándalus, sino también el fin del mundo. Pasaron varios años, tras los
cuales Serafín pudo realizar muchos descubrimientos astronómicos y acumular
muchísimos conocimientos procedentes de todos los rincones del planeta. Una
noche, cuando Serafín había terminado con sus observaciones, bajó de la torre y
se dirigió a la jaima de Turgut para tomar un té. El capitán le dijo que hacía
algún tiempo que no encontraba libros nuevos, mientras jugaban al ajedrez. Serafín
asintió mientras preparaba una respuesta a dicha noticia. –Ya lo sé, de hecho,
le he pedido a Gibarian que te deje marchar a ti y a tus hombres-. De pronto,
los ojos de Turgut se llenaron de lágrimas y se puso de rodillas frente a
Serafín, en señal de agradecimiento. Turgut muy turbado le dijo; -¡sabía que tú
traerías mi libertad, Syd! Te debo lealtad hasta el fin de mis días-. Tras la
aprobación de Gibarian, Turgut marchó con la mayoría de los hombres. Sólo
quedaron unos cuantos esclavos y varios infantes andalusíes fieles a la misión
de Serafín. Al-Sufí también quiso quedarse y capitanear una nao capturada por
Turgut, para traer periódicamente provisiones desde Milila y proteger la isla
de foráneos. Habían acumulado tal caudal de tesoros que tendrían oro y plata
para aprovisionarse de avituallamientos durante siglos, si es que fuera posible
ser tan longevo. Turgut decidió asentarse en Milila. Allí formaría una familia.
Gracias a la generosa pensión ofrecida por Gibarian en forma de un gran tesoro,
pudo dedicarse en exclusiva a proteger la ciudad, y los secretos de Al-Borani. De hecho, Turgut se convertiría en el fiel
guardian y proveedor de Al-Borani a partir de entonces.
Tras varios años de vida sólo a unos metros de Gibarian,
Serafín acudió a su llamada. Nunca lo había visto. En realidad, Serafín estaba
tan dedicado a sus tareas que casi no reparó en ello. Se comunicaba con
Gibarian a través de los sueños, y por ello sentía que de algún modo lo
conocía. En un momento dado, Gibarian se dejó ver. Serafín pudo adentrarse en
la bóveda palaciega para confirmar lo que los infantes y Turgut le habían
contado años atrás. Toda ella estaba alicatada con maravillosos azulejos y
piedras preciosas, creando complejas formas y dibujos geométricos que
embriagaban la vista. Gibarian estaba sentado en una cátedra de madera, frente
a un inmenso despacho lleno de legajos, enormes libros y algunos instrumentos
misteriosos. La tenue luz que dejaban pasar los lucernarios con forma de
estrella de ocho puntas, hacían un extraño juego visual, que iluminaba
perfectamente los documentos que Gibarian tenía frente a él. Al fondo, había
también focos de luz, creados al efecto, para poder trabajar en un enorme
laboratorio donde se encontraban toda clase de artilugios como crisoles,
almireces, quemadores, goteros, pipetas y matraces de todos los tamaños y
formas.
-Syd, usted me ha llamado-. Serafín no pudo mantener la
vista, y le miraba casi de reojo. –Sí, gracias por venir, necesitaba verte.
Hace años que estás trabajando junto a mí, y quería que supieras que te has
ganado mi plena confianza-. Gibarian era un hombre muy alto, de largas barbas.
Su gran turbante lo hacía todavía más portentoso. Bajo una túnica de lana
blanca llamada mofarrex, vestía una lujosa aljuba, y para las piernas unos
zaragüelles. El conjunto resultaba algo recargado y extraño. Era invierno y
quizás el viejo alquimista necesitaba estar muy forrado de ropa para no helarse.
-Pero entonces, ¿porqué solo lleva unas albarcas de cuero para los pies, mientras
que yo llevo borceguíes y estoy helado?-. Se preguntó Serafín. Gibarian, no prolongó mucho su conversación,
de hecho, fue muy parco, y rápidamente pasó a darle algunas instrucciones y
planos para mejorar el mecanismo de giro del telescopio de cuatro metros que
habían construido hace un tiempo, y también le dio un legajo con más
instrucciones para hacer algunas mediciones en tierra sobre un incipiente
eclipse. En cuanto a Serafín, él dio a Gibarian un informe verbal de sus
progresos con las lecturas y estudios de los últimos libros que habían
conseguido sobre astronomía, física, química y metafísica. En este sentido,
Serafín confirmó que los datos acumulados, más los cotejados con los documentos
de la biblioteca señalaban sin duda alguna que la Tierra era un planeta
esférico, que rotaba alrededor del Sol, como lo hacían los otros planetas del
Sistema Solar. Al mismo tiempo, había interpretado la existencia de importantes
anomalías en la órbita de la Tierra y también entre la Tierra y la Luna. El próximo
eclipse debería de servir de experimento para comprobar la posición de algunos
astros, gracias a la ocultación del Sol por la Luna. En cuanto a procesos
químicos, había conseguido aislar varios metales y gases a su nivel más
elemental, y también había observado propiedades eléctricas y magnéticas en
organismos vivos y en algunas piedras traídas de canteras procedentes de
Tharsis. Gibarian pareció complacido. Serafín se había esforzado muchísimo
durante años para conseguir aportar un conjunto de teorías y modelos robustos
que pudieran satisfacer el apetito de conocimiento de Gibarian, y el suyo mismo.
Le había costado sudor y lágrimas, de hecho, pasó por un largo periodo de oscuridad y
confusión antes de conseguir reunir todos sus datos de un modo comprensible. Pero
Gibarian era un alquimista. Sabía que Serafín debía de pasar por una fase de Calcinatio,
donde romper, quemar y destruir todo lo aprendido, para después empezar a
re-asimilar tanto lo viejo como lo nuevo en un flamante edificio científico. El maestro dispuso ante el iniciado los
ingredientes para encontrar no sólo respuestas para entender el mundo a la luz
de los nuevos datos, sino también un camino para ayudarle a encontrarse a sí
mismo. Gibarian quería que Serafín destilara el devenir de su propia personalidad
como premio a su encuentro con el conocimiento y la sabiduría.
-Zaíd, me siento muy confuso. No pude prever que llegaría
tan lejos. En realidad, todo ha sido gracias a ti. No hubiera podido llegar a
esta isla sin tu ayuda. Pero ahora, no sé qué hacer conmigo mismo. He acumulado tanta
riqueza, tantos conocimientos que me siento perdido, abrumado por la cantidad de incongruencias que veo en ellos. Ahora me doy cuenta de que
en realidad la isla que buscaba no era otra cosa que mi propio fin. Pero al
quedarme aquí a trabajar noche y día, he encontrado un nuevo Yo. Solamente huía
del fin de Al-Andalus, y ahora he encontrado un principio. No lo entiendo. Lo
siento, a lo mejor te estoy confundiendo a ti también, querido hermano-. Zaíd le escuchó con los ojos muy abiertos. Quiso consolar
a Serafín, pero también pensó que quizás su amigo del alma necesitaba una
elaboración honesta y abierta, como la que le acababa de entregar. –Serafín, tus
palabras me acongojan, me llenan de pena. Ahora al hablarte siento que todo
tiene sentido. Quizás esto era necesario. Yo también me sentía solo y perdido
en Isbilia. Es muy gratificante haber podido encontrar las respuestas que tanto
anhelaba años atrás. Sé que has sufrido mucho estos años, confrontado con datos
difíciles de aceptar. La Tierra no es más que un objeto que gira alrededor de
un objeto gigante que arde. Las estrellas son soles lejanos, probablemente hogar de
tantos planetas como el nuestro. Estamos perdidos en una nebulosa enorme de
estrellas. Hay muchas otras, en el vasto océano del espacio. Hemos comprobado
que la luz tarda un tiempo en llegar desde el sol y que por tanto, las luces de
las estrellas y nebulosas lejanas no son más que imágenes del pasado, que
viajan por el espacio. Es una ardua tarea encajar todo esto querido hermano. Lleva su
tiempo. Pero creo que también hay que celebrar estos hallazgos. Es motivo de
regocijo no permanecer nunca más en tan ciega ignorancia, como la que hemos
vivido hasta ahora. Quiero que te des cuenta que ahora es momento de pasar a un
estado de toma de conciencia y responsabilidad-. –Es cierto querido Zaíd,
tienes razón, debemos casar estos conocimientos con lo que Ibn Arabi nos dice. Pero sin faltarte al respeto quiero compartir contigo mi aciago sentir, el cual brota de un abismo interior. He podido comprobar que el universo entero es un enorme vacío, donde flotan insignificantes gotas de materia, que como partículas de vapor están esparcidas al azar, y se pierden por el espacio, sin rumbo-.
Zaíd asintió compungido, y tras un lapso le recordó que el sabio Ibn Arabi nos señala que la nada no es lo mismo que el vacío. Lo compartió con su íntimo amigo, en voz baja, con mucha ternura. Pronunciaba cada palabra muy despacio, para que alcanzaran el alma de Serafín y no se perdieran por el camino. La profunda y mutua revelación, concluyó también aludiendo a otras gemas de Ibn Arabi. -Desde la
materia prima al intelecto superior existe una unidad que todo lo conecta. Conocer mejor este mundo es conocer el pensamiento del Creador, -le dijo Zaíd. Serafín se sintió abrazado por la enorme compasión que su amigo le entregaba.
Gibarian habló con ellos en sueños esa misma noche. Les
explicó que en algún momento llegaría el fin de todos ellos. Pero él iba a ser
el primero en marcharse. –Durante toda mi vida he estudiado la obra del
Creador; ahora veo a Dios trabajando, afanándose en cada ser, en cada fenómeno
que observamos. Pronto me reuniré con Él-.
-Serafín, Gibarian me habló anoche-. Ambos se reunieron como
siempre en el desayuno, antes de laborar. –A mí también hermano, y ¿qué te ha
dicho?-. –Me ha dicho que es hora de que empecemos a tomar decisiones nosotros,
él necesita retirarse, está muy cansado-. Serafín sintió que Gibarian sólo se
había presentado a Zaíd como una entidad metafísica, no como una persona real.
En efecto, Zaíd no lo vio nunca. Quizás era necesario. Ese día ambos se fueron
a pescar juntos. Probablemente era una buena época para la pesca, no sólo para los humanos. decenas de aletas de una misteriosa especie animal se asomaban por doquier, acechando un enorme banco de sardinas. Serafín tomó la caza de los enormes peces como una señal. A partir de entonces, ya no volvió a aparecer por la
superficie de la isla, la cual quedó a cargo de Zaíd y de Al-Sufí. De hecho,
Gibarian se esfumó, como si nunca hubiera existido, y dejó a Serafín ocupar la
cúpula palaciega. De alguna manera Gibarian no había abandonado la isla.
Sintieron su marcha, pero quedó una presencia muda, que todos podían barruntar.
Al rezar por las noches, notaron que podían llegar algo más lejos en apaciguar
sus corazones, haciéndolos sentir más cercanos a la bóveda astral. Zaíd
continuó con las observaciones astronómicas, avanzando más y más con
descubrimientos cada vez más profundos sobre el orbe celeste, y ellos mismos.
Serafín se proyectó hacia una dimensión más filosófica y espiritual, como lo
había hecho antes su maestro Gibarian al final de su vida. Había abrazado por
completo la tradición sufí, para unificar su propia voluntad con la voluntad
del Creador. Pero todavía tenía trabajo y camino por recorrer. Ahora debía de
compilar todos los conocimientos y crear una obra suprema, un magnum opus que
sirviera para relanzar la cultura de Al-Andalus. En sus cavilaciones también
pensó en que la obra podría guardarse en la isla esperando resucitar nuestra
civilización cuando vinieran tiempos mejores. Con el paso de los años, fue prevaleciendo
el segundo plan, el cual se fue desarrollando más alla, al fabricar una máquina
de impresión para poder distribuir copias por todas las bibliotecas del mundo
islámico. Con todo ello, los habitantes de la isla continuaron su labor
indefinidamente. Conforme morían, iban siendo reemplazados por jóvenes ávidos
de conocimiento, que recogían el testigo e iban expandiendo el ambicioso
programa de investigación de Al-Borani. Serafín, Zaíd y Al-Sufí pasaron los
últimos hálitos de vida trabajando como el primer día, entregados a su magnum
opus, y a su impresión y distribución por el mundo civilizado. La isla sigue
siendo un enigma, y aunque hoy la pueblan solo algunos infantes e
investigadores, desconocen que debajo de la superficie se encuentra la mayor biblioteca
de la Edad Media, y se guardan todos los secretos de la alquimia, la filosofía,
astronomía y de la metafísica. Los grandes sufíes que la construyeron aún
siguen esperando el momento en que Al-Andalus vuelva, y sus hijos retomen la
gran misión de armonizar la vida de los hombres con la obra del Creador. Pero entretanto,
pueden descansar tranquilos sabiendo que salvaron al mundo de la ignorancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario