-El mal existe, -dijo el obispo, con voz grave- Ambos bajaron la cabeza para pensar sobre el significado de dichas palabras. Al rato se volvieron a mirar a los ojos. La tertulia había terminado. El psicólogo le dio las gracias por dedicarle tiempo: -Excelentísimo, le agradezco que me haya atendido -El obispo lo miró con ternura y cercanía-. -Por favor, llámame Paul. Se despidieron y él marchó por donde vino, sin ser acompañado. Tuvo que recordar todo el camino de ida, para poder volver. Era complicado. Los interiores de la catedral de Gibraltar son tan complejos como las cuevas de la Roca. Intentó evitar hacer un resumen de lo discutido mientras se marchaba entre tenebrosos pasillos, porque si quería abandonar el lugar debía de exprimir su sentido de la orientación. También se dio cuenta que deseaba extraer una sensación emocional de aquél lugar donde había sido invitado por sorpresa, cosa asimismo que tuvo que posponer. Una vez que consiguió encontrar la entrada principal, casi a tientas, dijo adiós a la señora Tosso, que guardaba la sacristía y se dejó bañar con el sobrecogedor chorro de luz solar que lo devolvería al mundo real y cotidiano. Conforme se dirigió hacia el norte, el haz de luz que le saludó justo a la salida desapareció, y los nubarrones procedentes de levante volvieron a acechar al pueblo, con intención de aguar el día.
Tenía programado reunirse con un psiquiatra en Sacarello´s, pero como había tiempo de sobra, se dirigió allí de todos modos para darse un respiro y hacerse una composición de lo que había experimentado. Alcanzó rápidamente Irish Town, y se sintió muy aliviado. Debía de evitar por todos los medios andurrear por las calles principales. De otro modo podría ser abordado por media docena de nuevos y viejos pacientes, lo cual sustraería quince o veinte minutos de su precioso tiempo. Esa clase de contrariedades le cansaba mucho más que diez sesiones seguidas de terapia. Gibraltar es un lugar muy pequeño, en el que el estigma de la salud mental se ha esfumado. Todo el mundo puede pedir ayuda al psicólogo, nadie se avergüenza. Quizás él contribuyera modestamente a ese progreso, pero al final él mismo murió de éxito: se convirtió en un trapo de cocina, disponible en cualquier momento para retirar las manchas que crean las culpas, penas y otras afecciones del alma. Odiaba que le abordaran por la calle para así obtener una mini-sesión gratuita. La gente podía verlo de lejos e ir instantáneamente en su búsqueda, abordándolo sin escrúpulos, en voz alta, para exigir su bondadosa atención, su cálida palabra.
Sacudió la cabeza como para despertar de una pesadilla, y se sintió cómodo moviéndose por la pedregosa calle abrigado por sus estrecheces. Por esa zona siempre había poca gente. No se sabe porqué. En la calle Real habría en ese momento un torrente inacabable de turistas y locales haciendo a ésta la aorta y a aquella la cava del pueblo. Llegando a la esquina del café, se aseguró que no había moros en la costa escudriñando disimuladamente el interior a través de los cristales. Vio luz verde para adentrarse en él. Sin embargo, al hacer el ademán de dirigirse allá y a pocos metros de la entrada, un misterioso empuje de aire revolvió toda la calle con gran fuerza. Era como si algo no quisiera que entrara en Sacarello´s. Al final y con esfuerzo pudo abrir la puerta, para dejar atrás semejante inconveniencia atmosférica. Una vez dentro, se apagó todo ese remolino de hojarasca. Selló el lugar con la puerta acristalada y notó al instante el reconfortante efecto burbuja de estar en aquél lugar tan pintoresco al visitante, pero que para él se había convertido en un verdadero bunker anti-pacientes. Se sintió seguro. Echó un vistazo a los pasteles que había hoy, mientras esperaba su turno, pero no estaba su favorito. Después escudriñó las redondeces de las camareras buscando alguna esbeltez, busto generoso o movimiento del que disfrutar, y acto seguido se pidió un té verde. Por fortuna seguía sin tropezar con nadie conocido aunque todas las caras fueran familiares. De un salto estaba ya en las escaleras de madera para desaparecer por ellas y ascender a la parte más privada del local. Allí los techos son bajos y la sensación es algo sofocante, pero es mejor que nada. Todo estaba terminado con madera incluyendo el suelo, que crujía bajo las pisadas. Se sentó en un lugar donde pudiera estar mirando a la pared y allí se quedó pensativo, orientándose hacia el flujo de experiencia fenomenológica. Inspiró despacio por la nariz y cerró los ojos, dejándole al mundo una sola vía de conexión a través del aroma del té verde, el cual sugería fruta fresca y una suave astringencia. De fondo, también había notas de tostado y ebanistería, procedente de compuestos orgánicos volátiles de los oscuros barnices que habían impregnado las maderas hacía poco tiempo.
Anclado sólo a los penetrantes olores del mundo exterior, recordó que debía de ser puntual y escurridizo para llegar al centro del pueblo. Había terminado con exactitud las citas de la mañana y sin dilación se trasladó a pie, cruzando por el parque Commonwealth hasta llegar al barrio judío. De allí la catedral estaba a un paso. Saludó a Miss Tosso, la cual tras acompañarle por todos los laberintos y habitaciones de habitaciones cada vez más estrechas y oscuras, lo condujo finalmente a un pequeño pero lujoso despacho donde estaba bishop Paul. Los muebles, la decoración y sobre todo la espesura de las paredes formaron tal escudo, que el mundo literalmente quedó excluido de aquél lugar. La paz le inundó por completo cuando Miss Tosso cerró la puerta y los dejó solos. Bishop Paul le recibió en voz baja, como si hubiera alguien escuchando en otra habitación. Su exquisita prosodia le embargó, y puso toda su atención en cada palabra, cada fonema pronunciado por el sabio. Hablaron un instante allí, tras lo cual, sugirió que fueran a otro aposento más informal, que estaba próximo. Dicha estancia tenía una mesa de camilla y unas estanterías llenas de libros antiquísimos en castellano y en inglés. Había dos sillones de tela de color bermellón. Las paredes no estaban recargadas de cuadros o crucifijos. Era un lugar sencillo, conservando las justas referencias a la religiosidad del lugar. Debían tratar sobre la vida de Fred McNally, un joven que oía voces. Había faltado varias sesiones y a parte de eso, estaba en medio de un impasse. No progresaba. Había que acudir a todo medio al alcance, y la religión es algo fundamental, aunque cada vez se le de menos espacio en la salud mental. Un trasfondo de culpa jugaba un papel crucial en la sintomatología de Fred. El paciente vivía atormentado por su firme opinión de que en el pasado había cometido actos sexuales aberrantes. Exploraron las posibilidades de trabajar coordinados para facilitar un cierto grado de progreso, de alivio y sobre todo de redención de un alma truncada por falsas creencias. Tras esto surgió casi de forma natural, la cuestión de hasta qué punto pecado y locura están relacionados. Como no había más testigos que dos expertos cada uno en su dominio, allí se habló con total espontaneidad. Ambos se dieron cuenta que coincidían en muchos puntos, a pesar de lo peliagudo del tema. Al final, uno de los dos suspiró antes de pronunciar la última frase que cerró el debate.
Cabizbajo y orientado hacia la taza, mantuvo los ojos medio abiertos para retornar al mundo exterior, inspirando con fruición el vapor que emergía del recipiente, todavía caliente. Le reconfortó un sorbo de té adentrándose por su garganta. Ahora podía escuchar pasos en varias direcciones, a través de los suaves crujidos del suelo. Poco después alguien se paró muy cerca de él y con sus oídos pudo integrar la imagen de un hombre manteniéndose de pie sin apenas moverse. Visualizó el fru fru de la ropa. Debía llevar una gabardina. Abrió los ojos. Era Azopardi, el psiquiatra. Era un bromista.
-Hola muchacho, noto que estás muy lejos de aquí...¿qué droga has tomado esta vez? -Dijo con mueca burlona- Nací así, -le contestó el otro sin inmutarse-. Azopardi era un compañero de batallas. No podrían vivir el uno sin el otro. Se turnaban en el juego de bromas y gestos afectuosos sin cansarse. Era mayor que él, pero con una trayectoria similar y la misma cantidad de canas. Muchos años de experiencia y muy harto de todo, pero siempre con una sonrisa.
-¿Sabes que Pradesh y DiClemente se marchan?, me acabo de enterar, por cierto, yo no le te lo he dicho. -Dijo Azopardi con preocupación -Pues vaya tela, ¡anda que vamos bien! a este paso no van a quedar aquí ni los monos, -dijo el psicólogo. Azopardi asintió y se dejó caer pesadamente en la silla mientras soltaba una cartera con papeles y un paraguas en otra silla libre. Se acercó bastante al oído y le susurró; -no sé que está pasando pero supongo que habrás notado que se está creando una atmósfera bastante tóxica por todos lados. No es casualidad que mucha gente se esté largando de Gibraltar desde hace meses. Dicen que alguien anda amenazando a los políticos, a la policía, a los médicos del hospital -Dijo Azopardi, casi temblando. -¿Es una mujer extranjera?, creo que he oído algo. O será un hombre, o ambas cosas... sugirió el psicólogo. -No tengo ni idea, pero como venga a mi consulta la voy a mandar lejos. Al parecer, quien quiera que sea, se hace amigo de la gente de forma poco ortodoxa y luego les obliga a hacer cosas vergonzosas bajo amenaza de divulgar secretitos -espetó el psiquiatra. Fueron incapaces de desahogarse con el asunto dado el nivel de incertidumbre que generan los rumores. Después hablaron sobre varios casos clínicos hasta que ambos se terminaron su brebajes. Debían de dirigirse al centro de salud, que está en Casemates. Allí les esperaba el resto de pacientes del día y algo más.
Ya cada uno en su consulta, se dedicaron a lo suyo. El psicólogo esperaba a una joven adjunta, que se sentaría con él durante la tarde para aprender las artes y las ciencias que curan las dolencias de la mente. Llegó puntual. Le había dado tiempo de encender el ordenador y leer las historias clínicas justo antes de que Alison llamara a la puerta. Ella era de una belleza sin pretensiones, joven y algo ingenua. Procedente de clase trabajadora, se había graduado en Liverpool, donde también había completado un magister en psicología clínica. Deseaba como la mayoría, volver a su pueblo y no tener que salir nunca más de él. Al menos ya estaba enfilada en lo que sería su primer puesto de psicóloga. Se sentía cómoda aprendiendo con él. Lo veía como un padre, y él también sentía lo mismo. Al llegar se pusieron inmediatamente a trabajar con los casos para poder prepararse antes de que llegara la primera cita. No les dio tiempo a terminar con todos los archivos cuando notaron que la sombra de una figura femenina se aproximó a la consulta. Estaban en un pasillo donde todas las clínicas eran particiones con cristales translúcidos, de modo que la gente podía llegar a molestar incluso si solamente se apostaban muy cerca. De hecho, se podían escuchar voces de pacientes cambiando de agudeza debido al efecto Doppler. La sombra permaneció allí sin moverse. Los dos se miraron, como diciéndose el uno al otro que ya no podrían hablar sin ser oídos. Se hicieron una señal y tras ello reorganizaron los papeles y Alison se dirigió a la puerta. En ese momento la sombra chinesca golpeó suavemente el cristal. Eran justo las doce de la mañana.
Era una mujer de tez blanca y pelo azabache. Su vestido era completamente negro junto con todos sus complementos. Llevaba también guantes negros, cosa poco común. Inmediatamente generó una atmósfera incómoda. El psicólogo la animó a sentarse y se presentaron. Efectivamente ella era Ingrid Malthus, de treinta y ocho años: la paciente de las doce. Sintió una extraña y repentina atracción y repulsión por la señora. Pero dada su experiencia, dejó que dichas sensaciones le impregnaran sin turbarse, de modo que pudiera ir construyendo un perfil realista de la paciente. Comentaron lo propio de una primera consulta, pero muy pronto la conversación derivó en una especie de diálogo paralelo con referencias y metáforas que la mujer iba desplegando, y que cada vez iba desviando más y más el encuentro hacia otra clase de motivaciones poco claras. Alison se perdió por completo, y permaneció inmóvil y en total silencio, esperando quizás poder reorientarse en algún momento. La mujer enunciaba pensamientos abstractos sobre el sentido de la vida, sobre la deriva nihilista de la sociedad o la falta de valores, nunca refiriéndose a sí misma. Hablaba con fluidez, con elegancia y gran confianza, como si ella fuera en realidad la que llevara la batuta en la sesión. Su voz era profunda. Su mirada, demasiado intensa. En un momento dado, él quiso retomar el control y hacer un pequeño resumen de lo tratado para poder redirigir el curso de la consulta. En ese momento algo inesperado sucedió.
La mujer se llevó su dedo índice a los labios y con ello silenció al hombre. Sus negra mano izquierda vestida con el guante volvió a reposar junto a la otra lentamente mientras comenzó a pronunciar una especie de letanía ininteligible. Él y Alison, notaron cómo sus pieles se erizaron al instante. Cuando pudieron escapar momentáneamente del terror que sintieron, quizás se les ocurriera acudir a la razón para poder ponerle una etiqueta a aquello. Él quiso intuir que Ingrid había pronunciado un antiguo texto latino, referente a un exorcismo. Después de que dicha letanía fuera completada, el psicólogo trató de seguir con su plan. Hizo un gesto que anunciara que ahora era su turno, para después poder hablar, pero su voz sonó muy lejana, casi imperceptible, tras lo cual la señora se levantó y se marchó sin decir adiós.
Una vez solos, se miraron el uno al otro confusos y mientras recuperaban el aliento, se dieron cuenta que había transcurrido la hora de la sesión. Aquello había parecido un encuentro de cinco minutos. Los mecanismos internos de los sentidos parecían haber perdido su calibración. Empezaron a sudar profusamente. El resto de la tarde transcurrió con total normalidad, excepto en los corazones de los dos psicólogos que quedaron drenados de energía.
Pasaron varios días y en realidad, la experiencia fue olvidada o casi olvidada. O más bien se intentó olvidar. Un lunes por la mañana, el psicólogo compró como de costumbre la gaceta local antes de subir a la clínica. En grandes titulares leyó con consternación que varios políticos del gobierno local habían dimitido, y debajo de esa noticia lo mismo pero en sanidad: una veintena de médicos habían entregado sus cartas de dimisión al gerente del hospital. El miedo recorrió su pecho y vientre como una tenia hambrienta. Se sintió devorado por las sensaciones de confusión. Tuvo que arrojar el periódico en una papelera para poder aspirar un poco de aire. Subió atolondrado por las escaleras mecánicas. Las piernas le temblaban. Cuando iba por el pasillo se encontró con varios de los médicos que habían anunciado su decisión. Tenían caras pálidas, con ojeras. Parecían famélicos y endebles como enfermos paliativos. En la hora del almuerzo se dirigió al hospital central para ver a Mr Szerb, cirujano y gran amigo. Trató de sonsacarle algo sobre lo que estaba pasando, pero Szerb parecía afectado del mismo mal que todos los demás. No parecía ser capaz de engarzar los pensamientos y las palabras de manera coherente. Tras el encuentro se sintió aún más debilitado. El miedo acabó por apoderarse también de su garganta, como le ocurriese a su amigo, con lo cual se quedó casi sin habla.
En los días subsiguientes, se fue percatando que la otrora bulliciosa ciudad se había tornado silenciosa. No se oía hablar a la gente en la calle. Todo el mundo iba de un lado a otro nerviosamente, deseando de llegar, sin cruzar miradas, evitándose unos a otros. La vergüenza y la culpa había envenenado a las mentes de jóvenes y viejos, haciéndolos huraños o pusilánimes. Algo inaudito. Todo parecía diferente, es como si fuese otro país, otro mundo. El habla se volvió tan escasa que resultaba casi incómodo escuchar a alguien. En la consulta todo se tornó obtuso y extenuante. Casi no se podía entender a nadie. Era como si nadie pudiera realmente escuchar al otro, como si todos hablaran un lenguaje indescifrable para los demás. La locura parecía haber invadido aquél pequeño pueblo, otrora santuario del buen hacer, de la espontaneidad y de la cercanía.
Luchó todo lo que pudo contra aquella marea negra. Pero al final, se dio cuenta que era una batalla perdida. Cada uno tendría que buscarse su propia salida. ¿Qué sería de Azopardi, de Alison o de Mr Szerb? Unos meses después, antes de coger el avión se giró para mirar por última vez a la Roca. Fue chocante, pero creyó ver a un hombre vestido enteramente de blanco mirarlo fijamente desde mitad de la pista. Tenía gafas. Llevaba el pelo largo y también tenía una poblada barba de color castaño claro. Aquello no podía ser. Estaba completamente prohibido situarse en aquél lugar, pero sus ojos le estaban diciendo que eso estaba ocurriendo. Subió a la cabina y casualmente se sentó con vistas a la ciudad y la Roca otra vez. Comprobó dolorosamente que el hombre permanecía en el mismo sitio imperturbable. Los motores se pusieron en marcha y tras los debidos procedimientos, el aparato giró y se colocó en posición de adentrarse en la pista. Después la recorrió en toda su extensión hasta finalmente dar media vuelta y colocarse en la zona de poniente para así obtener el permiso para despegar. De nuevo, el hombre de blanco estaba allí apostado, en aquél extremo, casi al borde de la pista, como si aquello fuese lo más natural del mundo. La extrañeza vivida en los últimos meses se reavivó aún más si cabe, rodeado de pasajeros silenciosos, con la mirada perdida y él sin poder retirar la vista de aquél ser fantasmagórico que presenciaba su partida como si fuera un triunfo. Por fin, el avión aceleró y ascendió atravesando las nubes que en ese momento eran muy bajas y poblaban todo el cielo. Al desaparecer la Roca y todo el orbe deseó que lo ocurrido se esfumara de una vez. Sin embargo, minutos después tuvo la impresión de que era su alma la que se marchaba, pero que su cuerpo se había quedado allí, quizás secuestrado para comportarse como un robot, repitiendo sus rituales y acciones diarias, imitándolo a él mismo.
Al navegar entre el océano de estratocúmulos, cúmulos y cumulonimbos se preguntó qué habría sido de bishop Paul. No le veía hacía tiempo. ¿Permanecería a salvo de todo, allá en su atalaya espiritual? Quiso pensar que sí. Y sintió un profundo alivio. Quizás él sabría toda la verdad. Al menos quedaría una persona guardando la verdad en su alma.
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