martes, mayo 10, 2022

Kunta

 Kunta apareció un día en casa, así por las buenas. Era una perra blanca, con un antifaz color canela en su ojo izquierdo, y su oreja derecha también tintada del mismo color. Era de la raza de los podencos, unos perros muy dóciles y cariñosos. A mi padre le dio por traer un animal campestre a la ciudad, porque pensó que le vendría bien para cazar conejos. Antes había traído animalitos como conejitos salvajes o alguna tortuga, pero éstos eran animales más frágiles y murieron rápido, quizás incapaces de adaptarse o bien se escaparon.

Volviendo a Kunta, mi padre nunca se preocupó del hecho de que vivíamos en un cuarto piso, de que el animal no obedecía si lo soltabas en la calle y de muchas otras cosas más. Al principio cuando era pequeña era fácil tenerla en casa y mi hermano y yo jugábamos con ella todo el tiempo. Pero muy pronto se convirtió en una perra adulta y mis padres decidieron tenerla a fuera en la terraza. Ellos no sacaban a la perra a pasear. Era un perro de caza. Salía al monte con mi padre y nada más. El resto de tiempo se quedaba sola en la terraza. Poco a poco la familia se fue distrayendo con otras cosas y Kunta empezó a pasar a un segundo plano. Nació mi tercer hermano y ella simplemente desapareció de nuestras consciencias. Mi madre le cocinaba comida (patas de pollo, arroz y casquería) y nosotros limpiábamos las caquitas, pero Kunta nunca ladró ni se quejó de nada. Salía al campo obediente y cumplía con su trabajo como la mejor perra del mundo. Yo era incapaz de valorar la necesidad que Kunta habría tenido por pasar más tiempo con nosotros o de vivir más libremente. Las cosas pasaban demasiado rápido. Mi vida en el colegio, los avatares y problemas de la familia. Siempre había una excusa para olvidarse de Kunta. Cuando salíamos a la terraza siempre estaba ahí, esperando, siempre saludando, siempre atenta y receptiva para estar con cualquiera de nosotros. Para cuando mi tercer hermano era un bebé, le pusieron una cadena, como a los perros de los cortijos, solo que Kunta no vivía en un cortijo. No tenía sentido, pero así era como vivíamos nuestras vidas. Rodeados de sinsentidos. 

Para cuando mi tercer hermano empezó a andar, a mi padre le dio por juntar a la perra con otro podenco. No me acuerdo si fue iniciativa del dueño o de mi padre, pero una noche ambos cazadores se reunieron y los juntaron y tuve que presenciar un espectáculo para el que mi pudor no estaba preparado. Se supone que tenían que aparearse, para así traer perritos al mundo y poder tener más capacidad en campo abierto con presas complejas como las liebres, por ejemplo. Sufrí gran embarazo y reparo ante el comportamiento animal, crudo y sin secretos. Creo que Kunta tampoco pareció pasárselo muy bien. No quise entretener mi mente en todo aquél desagrado y traté de aceptarlo lo mejor que pude. Al final Kunta quedó preñada y semanas después ya no hizo falta más encuentros con ese perro ni ningún otro gracias a Dios. 

Llegó el día de parir, pero fue muy difícil. Demasiado difícil. Mi madre trató de ayudarle y fue sacándole los perritos, pero salieron todos muertos. Mi hermano Angel también estuvo allí. Yo llegué más tarde del colegio, y para cuando no quedaba ninguno en su vientre llegué yo y me encontré a Kunta en el suelo, muriéndose. Angel y mi madre lloraron mucho, y se anticiparon con acierto a la prematura muerte de un animal que nos había acompañado tantos años sin pedir nada y que se iba con total humildad. 

A mí me tocó llevarla a la espalda a un campo. Sentí su calor en mi espalda, a través del saco donde la llevaba. Sentí su muerte en mi cuerpo. Su falta de ánima, su quietud incomprensible. Andé mucho, hasta un lugar donde creí que podía dejarla. Pero al rato de pararme, me daba cuenta que necesitaba seguir más allá, quizás un poco más lejos. Quizás para encontrar un lugar más privado, más alejado de todo. Lo hice así varias veces hasta acabar agotado. Al notar el peso y el cansancio, traté de asumir el dolor como una ayuda para aceptar lo que estaba perdiendo. 

Mi padre nunca estuvo presente en ninguna parte de estos avatares. No entiendo porqué. 

De vez en cuando me acuerdo de Kunta. Después de su marcha, nunca quise tener más perros, no puedo soportarlo. Pero tengo que vivir soportando que vivió mal, y que la abandoné en un escampado donde nada más que había montañas de escombros, en los límites del barrio del Parque Alcosa. Allí la dejé, y allí también se quedó parte de mí. Una parte destruida y sola, como ella. 

¡Adiós Kunta! Nunca te olvidaré.

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