Los dos tenían perros. Ella perro y él, perra. Se conocieron por la playa de Getares una tranquila tarde de Octubre, cuando todavía hay mucha luz pero ya hay poca gente en la playa. Los perros eran tan mansos como los amos, por tanto, como no iban atados se acercaron el uno al otro, y al contrario que los humanos, hicieron lo que les apeteció, es decir, irse a meterse las narices en los traseros. Ambos dueños se sintieron exteriormente ruborizados por el comportamiento animalesco de sus mascotas, pero en el fondo, les dio un enorme regusto imaginar lo que ellos, seres civilizados, también podrían hacerse el uno al otro. En silencio, y tras enormes intentos de contener la risa, se hicieron un saludo con gestos y marcharon en direcciones diferentes, una vez que los perritos se aliviaron sus necesidades de cariño. Días o semanas después volvieron a coincidir, esta vez en el otro extremo de la playa, donde hay más rocas. En esta ocasión estaban más relajados y se atrevieron a dirigirse la palabra e intercambiaron pareceres sobre un número importante de asuntos, todos igualmente irrelevantes, pero que les dio ocasión a escrutarse mutuamente. No mucho después, cuando ya atardecía bien temprano, y en uno de esos extraños días de invierno en los que no hace nada de frío, se sorprendieron haciendo el amor allí mismo, exactamente en el mismo punto donde se conocieron. En esta ocasión, fueron ellos los que jadeaban, mientras que sus mascotas quedaron allí pasmados, como mudos testigos de un acto tan atávico como ineludible. Al comenzar del año siguiente, él tuvo que partir. Era militar y tenía que llevar un helicóptero de maniobras en una misión de la OTAN en Lituania. Pero antes, en las noches de invierno que compartieron abrazados, el hombre le quiso mostrar algunas gemas del firmamento a su amiga y amante de los perros. Le contó las leyendas e historias que nuestros antepasados forjaron para darle sentido a la maraña de estrellas que pueblan el cielo nocturno, y ambos proyectaron sus amores a través de los cuentos mitológicos. Ella memorizó a Orión y su espectacular cinturón del que cuelga esa insinuante nebulosa llamada M42. Orión, es una magnífica constelación, fácil de observar durante el invierno. Aconsejado por él, ella se bajó una aplicación que le podía ayudar a reconocer dicha formación astral y muchas otras. Solo tenía que dirigir el móvil donde quisiera y aparecía en la pantalla la correspondiente formación estelar que estaba justo detrás.
Una noche, después de que él partiera, la mujer activó la
aplicación cuando estaba desnuda en su alcoba, preparándose para zambullirse en
el sobre que la abrazara calurosamente antes de escuchar los susurros de
Morfeo. Con la ayuda de la transparencia que creaba la aplicación del móvil, se
sorprendió encontrar a Orión justo en la pared de enfrente de su dormitorio, alzándose
vigilante y con su espada que cual verga excitada, estaba apuntando
directamente a su sexo. De tal guisa la mujer sintió espontáneamente un calor difundirse
rápidamente desde su pubis por todo el cuerpo, mientras mentalmente recorría la
anatomía de su amigo, que ahora estaría sobrevolando los nevados bosques de un
país escandinavo. Cerró los ojos y se acarició al ritmo de los tambores y
danzas de los antiguos que forjaron los mitos y leyendas que nosotros repetimos
en el ritual del eterno retorno al amor. Mientras tanto, su perro, se sentó
cerca de la cama a contemplar con gesto de curiosidad los extraños gestos y
gemidos que ella emitió sin poder jamás atisbar su significado.
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