La entomóloga Jorodowski fue invitada a acudir a una reunión, que en otros ámbitos se considera la típica comida de empresa que tiene lugar en las vísperas navideñas. Aunque tenía muchos años de experiencia profesional, llevaba pocos meses en la zona. Había estado pasando por una crisis matrimonial y profesional que le habían llevado a aterrizar en el sur del Sur, casi por casualidad. Un conservador del Museo Natural de Ushuaia, se había jubilado recientemente y se abrió una oportunidad única para la doctora. Volviendo a la fiesta de navidad, hay que decir que, reunir a los científicos de toda la región para un ágape, significaba que cientos de personas iban a acudir al almuerzo. Estaba nerviosa dado que iba a conocer a mucha gente de golpe, y también tendría que alternar con los nuevos compañeros con los que se codeaba sólo hacía unos meses, y tendría que mostrar algo de sí misma, algo más natural y menos distante. Eso era un riesgo a correr para alguien como ella, que se autodefinía como una criatura más bien hermética, pero habría que hacerlo. Iba a ser por tanto, un día estresante entre muchos más que habrían de venir. En cualquier caso, no le dio muchas vueltas y dejó que llegara la semana en la que, al fin, se congregaría con toda la fauna de biólogos y conservadores correspondiente a la región de la Patagonia Argentina. Al llegar la esperada semana, el director regional del Instituto Nacional de Investigaciones Biológicas comunicó que habría que suspender el ágape debido a los típicos asuntos políticos derivados de la estúpida pandemia, que a esas alturas ya sólo provocaba resfriados, pero que seguía siendo un arma arrojadiza entre los politicuchos que gobiernan aquél país. Así que, tras la noticia, siguió con su trabajo, sin darle mayor importancia. Se concentró mucho en sus estudios sobre un tardígrado patagónico, que parece tener unos genes muy útiles para el ser humano. Se sintió aliviada de no tener que ir a la comida, tenía mucho trabajo. Sin embargo, a mediados de semana se tropezó con varios compañeros que comentaron el asunto. Alejandro, un becario, sugirió frente a un conservador y un estudiante de doctorado, que podrían quedar en plan petit comité sin que nadie más lo supiera. A ella le pareció genial después de todo, y se apuntó a la clandestina experiencia. Este inesperado giro de eventos le produjo una grata sensación y le motivó durante el resto de la semana a trabajar con más ahínco. Soñó con tardígrados una y otra vez. En la vigilia, comprobó que todos los que iban a la cena, se guiñaban el ojo en los pasillos del enorme museo, disfrutando de su secreto. Felizmente llegó el viernes. El mismo miércoles habían hecho un grupo de wasap y la doctora notó que había varios hombres en dicho grupo que ella no conocía. Nadie le explicó nada, pero supuso que pertenecían a otro museo. En efecto, cuando llegaron al restaurante, los demás le explicaron que había otros compañeros que habían venido de Córdoba, que también quisieron unirse y nadie quiso rechazarlos. De modo que entre nervios y el barullo del restaurante cada uno buscó un sitio sin premeditación. Al lado de ella se sentó un especialista en cordados de los que había visto activo en el wasap, posiblemente de Córdoba. Era un hombre muy dicharachero, algo frescales y que rápidamente recibió varios comentarios negativos de sus compañeros. Le dijeron cosas como: -este es el biólogo más don juanesco de toda la Argentina…- El pobre científico resistió los duros y malvados dardos de los otros hombres con dignidad y entereza. Esto conmovió a la doctora, la cual quedó algo prendada por la espontaneidad y brillantez de su actitud hacia los demás. Como quiera que ambos acabaron engarzados en conversaciones de muy diverso tipo, las cuales incluyeron tanto organismos macroscópicos como aquellos de los cuales nadie más que un biólogo ha visto jamás, no pareció fuera de lugar el que él le invitara a salir afuera a fumar, aunque ella desde luego, detestaba el humo. Se marcharon los dos a un patio interior, la una a respirar aire fresco, y el otro a ensuciarlo. Mientras tanto, los demás cuchichearon sin control. Ella le contó que estaba casada y que no estaba feliz en su matrimonio. El era un jeta y le dijo que debería de vivir la vida según le vinieran las cosas y que no fuera tan rígida. El científico se atrevió a interpretar cosas muy personales de la vida de Jodorowski, pero ella se lo tomó como un gesto de interés y de verdadero cariño. Le recordó el valor que tiene el que otra persona analice nuestras vidas y la estudie con interés, mostrando un respeto incondicional, y una entrega al bienestar del otro. Se sintió envuelta en la magia de ese gesto desprendido. Fue como acudir a su psicólogo, pensó de pronto, sin quererlo. De hecho, le trajo memorias muy positivas de su análisis en Buenos Aires, y le gustó. Gracias a la terapia pudo superar su separación, por tanto experimentó una grata asociación de emociones. Prosiguió la marcha de dejarse llevar por aquél loco experto en cordados y en mujeres. La tarde continuó, y los dardos hacia el hombre no arreciaron. Algunos llegaron a bronquearlo verbalmente, por rondar a una mujer casada. Lo hicieron delante de la doctora, sin escrúpulo, creando un ambiente de extraña turbación. Pero como todo iba avanzando hacia más cócteles y copazos y más descontrol, ella se sintió cada vez más desinhibida y más interesada en entrar físicamente en contacto con un hombre que la había penetrado ya, en el terreno emocional. Cambiaron de escenario varias veces, hasta que los demás del grupo se fueron cada uno a su casa, mirando a los dos pipiolos con cierta envidia e indignación. Todo el mundo estaba bebido y los que quedaron solo pudieron usar su ebriedad para dar rienda suelta a sus sedientas líbidos. Encontraron con dificultad extrema el coche de él, y acabaron engarzados en un baile amoroso sin fin, como si no hubiera un mañana a pesar del frío. Lo que pasó después es otra historia, pero por una noche se engarzaron como dos seres microscópicos, sumergidos en la más recóndita intimidad de un laboratorio medio congelado, allá en la Patagonia. Pero la anécdota aleccionadora de este cuento radica en que la doctora pudo recuperar el valor de sentirse querida en un mundo que la estaba devorando. Un mundo que la vampirizaba y que le exigía todo a cambio de muy poco. Encontrarse con un desconocido dispuesto entregarse a ciegas, apasionadamente, al igual que ella lo hacía a diario en su trabajo, le resultó una justa contraprestación a veinte años de matrimonio vacío y de trabajo frenético sin reconocimiento alguno. Hemos de hacer constar que aquél hombre no era un total desconocido, porque a las mujeres, lo mejor que les entra por los ojos es alguien a quien crean que pueden entender. Y ella captó que el científico era de la misma especie profesional. Los trabajadores de la ciencia son unos desconocidos para el resto de las estirpes intelectuales. Son unos sufridores especiales, una familia unida y segregada de los demás. Una tribu excluida y estigmatizada por la endemoniada tarea que les está encomendada de aislarse en museos y pequeños laboratorios, publicar incesantemente para conseguir ayudas... constantes salidas a entornos extremos para capturar especies nuevas. Por eso se sintió inmediatamente identificada con él y con su simpatía. Una simpatía que brilla en un mundo donde se mueve uno tan rápido que no hay tiempo para pensar. Jodorowski no pudo ni debió rechazar tal oportunidad de abrazar el sexo a través del amor, y el amor a través del sexo. Y no se arrepintió lo más mínimo de no volver a casa aquella noche de sana locura. Que Dios la perdone, porque salvará a mucha gente estudiando a sus bichitos.
jueves, enero 13, 2022
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2 comentarios:
🙄 qué zuete
jajjaa
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