Jardineros en Sotogrande y flamencos en nuestros ratos libres. Somos de aquí, somos los de siempre. Hemos crecido juntos, corriendo de niños por la rivera del Guadiaro, cantando a la sombra de los algarrobos y asombrándonos de lo que el pasado esconde. Danzamos ingenuos, como polillas cegadas por los luminosos restos de Barbésula, batiendo nuestras alas sobre el aire de dos continentes.
Vemos a diario pasear a señores y señoras en lujosos
vehículos por nuestras tierras, y pasamos el día cuidando de sus mansiones.
Pensamos que la vida debe ser una especie de milagro. Vislumbramos el paraíso,
lo vemos de cerca. Después, volvemos sudados a casa y cantamos a la vida. En el
fondo, sabemos que no entendemos nada. Pero no importa. La fortuna nos
sonreirá, porque somos pobres y honrados. Un día cambiará nuestra suerte y
seremos felices para siempre.
El Cojo nos llamó ayer muy excitado. Dijo que un francés ha
reunido a un gran grupo de amigos, para hacer una fiesta. Quiere que cantemos para
ellos. Nos hemos puesto todos muy nerviosos. Nos apretujamos en el coche del Manué.
El Moraito, la Yoana, el Grabié, yo y la guitarra hicimos virguerías para
entrar en aquél vehículo. Ahora hemos llegado al restaurante, que estaba
abarrotado. Nos han servido unas copas, y cuando nos pusimos a tono, nos
hemos visto valientes para ir al patio donde estaban todos cenando. Judith ha
cogido una flor roja de una trepadora y se la ha colocado en el pelo. Así es
como ha empezado nuestro espectáculo. Nos arrancamos como por encanto, tras los
movimientos sinuosos de nuestra bailaora y el público se ha quedado
hipnotizado. Las voces alternantes de los flamencos han secuestrado las mentes
de los allí presentes, acariciando las cuerdas de sus almas para que resonara la
alegría en sus corazones. Estábamos como electrizados al sentir el roce de sus miradas foráneas, pero nadie se dio cuenta. Al final
nos dieron una calurosa enhorabuena, muchos abrazos y nos marchamos con un
montón de euros en el bolsillo. Triunfamos; las mieles de los aplausos nos hicieron soñar
que el verano traería más franceses y muchos euros. Estábamos tan contentos que,
tras repartir el dinero, a mí se me tuvo que caer mi parte por algún lugar,
porque nunca volví a ver los billetes después de salir de allí. Fue producto
del momento. Fue épico.
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