martes, diciembre 06, 2022
El Profesor
domingo, diciembre 04, 2022
El Regreso
sábado, noviembre 05, 2022
Sueños Rancios
jueves, noviembre 03, 2022
La Importancia de la Nada
sábado, octubre 22, 2022
Exitus Erótico
sábado, octubre 08, 2022
El Escritor
jueves, octubre 06, 2022
Entre líneas
Miradas y Libros
Entre los dos solo cabía una débil y humeante columna de vapor del cuscús. A veces se miraban descaradamente y a veces de refilón, avergonzados. El fondo del restaurante era una maraña columnas de humo que sugería un extraño palacio fantasmagórico, salpicadas por cabezas parlantes.
El le dijo; -No sé si es la frase adecuada pero ahora mismo te diría que cada vez me gusta más leer.
-¿Porqué no lo sabes?-dijo ella-.
-Porque no me acuerdo, o no sé si lo que me gusta ahora es exactamente lo que me gustaba.
-Pues me estoy liando.
-Creo que hace años un libro era un objeto que me permitía aprender algo, y eso me gustaba. Ahora los libros son un misterio, o mejor, son como una rendija desde donde puedo vislumbrar el gran misterio de vivir.
-Yo sabía que eras un voyeur.
martes, octubre 04, 2022
La Charcutería
domingo, septiembre 18, 2022
La Regresión de las Almas
-El mal existe, -dijo el obispo, con voz grave- Ambos bajaron la cabeza para pensar sobre el significado de dichas palabras. Al rato se volvieron a mirar a los ojos. La tertulia había terminado. El psicólogo le dio las gracias por dedicarle tiempo: -Excelentísimo, le agradezco que me haya atendido -El obispo lo miró con ternura y cercanía-. -Por favor, llámame Paul. Se despidieron y él marchó por donde vino, sin ser acompañado. Tuvo que recordar todo el camino de ida, para poder volver. Era complicado. Los interiores de la catedral de Gibraltar son tan complejos como las cuevas de la Roca. Intentó evitar hacer un resumen de lo discutido mientras se marchaba entre tenebrosos pasillos, porque si quería abandonar el lugar debía de exprimir su sentido de la orientación. También se dio cuenta que deseaba extraer una sensación emocional de aquél lugar donde había sido invitado por sorpresa, cosa asimismo que tuvo que posponer. Una vez que consiguió encontrar la entrada principal, casi a tientas, dijo adiós a la señora Tosso, que guardaba la sacristía y se dejó bañar con el sobrecogedor chorro de luz solar que lo devolvería al mundo real y cotidiano. Conforme se dirigió hacia el norte, el haz de luz que le saludó justo a la salida desapareció, y los nubarrones procedentes de levante volvieron a acechar al pueblo, con intención de aguar el día.
Tenía programado reunirse con un psiquiatra en Sacarello´s, pero como había tiempo de sobra, se dirigió allí de todos modos para darse un respiro y hacerse una composición de lo que había experimentado. Alcanzó rápidamente Irish Town, y se sintió muy aliviado. Debía de evitar por todos los medios andurrear por las calles principales. De otro modo podría ser abordado por media docena de nuevos y viejos pacientes, lo cual sustraería quince o veinte minutos de su precioso tiempo. Esa clase de contrariedades le cansaba mucho más que diez sesiones seguidas de terapia. Gibraltar es un lugar muy pequeño, en el que el estigma de la salud mental se ha esfumado. Todo el mundo puede pedir ayuda al psicólogo, nadie se avergüenza. Quizás él contribuyera modestamente a ese progreso, pero al final él mismo murió de éxito: se convirtió en un trapo de cocina, disponible en cualquier momento para retirar las manchas que crean las culpas, penas y otras afecciones del alma. Odiaba que le abordaran por la calle para así obtener una mini-sesión gratuita. La gente podía verlo de lejos e ir instantáneamente en su búsqueda, abordándolo sin escrúpulos, en voz alta, para exigir su bondadosa atención, su cálida palabra.
Sacudió la cabeza como para despertar de una pesadilla, y se sintió cómodo moviéndose por la pedregosa calle abrigado por sus estrecheces. Por esa zona siempre había poca gente. No se sabe porqué. En la calle Real habría en ese momento un torrente inacabable de turistas y locales haciendo a ésta la aorta y a aquella la cava del pueblo. Llegando a la esquina del café, se aseguró que no había moros en la costa escudriñando disimuladamente el interior a través de los cristales. Vio luz verde para adentrarse en él. Sin embargo, al hacer el ademán de dirigirse allá y a pocos metros de la entrada, un misterioso empuje de aire revolvió toda la calle con gran fuerza. Era como si algo no quisiera que entrara en Sacarello´s. Al final y con esfuerzo pudo abrir la puerta, para dejar atrás semejante inconveniencia atmosférica. Una vez dentro, se apagó todo ese remolino de hojarasca. Selló el lugar con la puerta acristalada y notó al instante el reconfortante efecto burbuja de estar en aquél lugar tan pintoresco al visitante, pero que para él se había convertido en un verdadero bunker anti-pacientes. Se sintió seguro. Echó un vistazo a los pasteles que había hoy, mientras esperaba su turno, pero no estaba su favorito. Después escudriñó las redondeces de las camareras buscando alguna esbeltez, busto generoso o movimiento del que disfrutar, y acto seguido se pidió un té verde. Por fortuna seguía sin tropezar con nadie conocido aunque todas las caras fueran familiares. De un salto estaba ya en las escaleras de madera para desaparecer por ellas y ascender a la parte más privada del local. Allí los techos son bajos y la sensación es algo sofocante, pero es mejor que nada. Todo estaba terminado con madera incluyendo el suelo, que crujía bajo las pisadas. Se sentó en un lugar donde pudiera estar mirando a la pared y allí se quedó pensativo, orientándose hacia el flujo de experiencia fenomenológica. Inspiró despacio por la nariz y cerró los ojos, dejándole al mundo una sola vía de conexión a través del aroma del té verde, el cual sugería fruta fresca y una suave astringencia. De fondo, también había notas de tostado y ebanistería, procedente de compuestos orgánicos volátiles de los oscuros barnices que habían impregnado las maderas hacía poco tiempo.
Anclado sólo a los penetrantes olores del mundo exterior, recordó que debía de ser puntual y escurridizo para llegar al centro del pueblo. Había terminado con exactitud las citas de la mañana y sin dilación se trasladó a pie, cruzando por el parque Commonwealth hasta llegar al barrio judío. De allí la catedral estaba a un paso. Saludó a Miss Tosso, la cual tras acompañarle por todos los laberintos y habitaciones de habitaciones cada vez más estrechas y oscuras, lo condujo finalmente a un pequeño pero lujoso despacho donde estaba bishop Paul. Los muebles, la decoración y sobre todo la espesura de las paredes formaron tal escudo, que el mundo literalmente quedó excluido de aquél lugar. La paz le inundó por completo cuando Miss Tosso cerró la puerta y los dejó solos. Bishop Paul le recibió en voz baja, como si hubiera alguien escuchando en otra habitación. Su exquisita prosodia le embargó, y puso toda su atención en cada palabra, cada fonema pronunciado por el sabio. Hablaron un instante allí, tras lo cual, sugirió que fueran a otro aposento más informal, que estaba próximo. Dicha estancia tenía una mesa de camilla y unas estanterías llenas de libros antiquísimos en castellano y en inglés. Había dos sillones de tela de color bermellón. Las paredes no estaban recargadas de cuadros o crucifijos. Era un lugar sencillo, conservando las justas referencias a la religiosidad del lugar. Debían tratar sobre la vida de Fred McNally, un joven que oía voces. Había faltado varias sesiones y a parte de eso, estaba en medio de un impasse. No progresaba. Había que acudir a todo medio al alcance, y la religión es algo fundamental, aunque cada vez se le de menos espacio en la salud mental. Un trasfondo de culpa jugaba un papel crucial en la sintomatología de Fred. El paciente vivía atormentado por su firme opinión de que en el pasado había cometido actos sexuales aberrantes. Exploraron las posibilidades de trabajar coordinados para facilitar un cierto grado de progreso, de alivio y sobre todo de redención de un alma truncada por falsas creencias. Tras esto surgió casi de forma natural, la cuestión de hasta qué punto pecado y locura están relacionados. Como no había más testigos que dos expertos cada uno en su dominio, allí se habló con total espontaneidad. Ambos se dieron cuenta que coincidían en muchos puntos, a pesar de lo peliagudo del tema. Al final, uno de los dos suspiró antes de pronunciar la última frase que cerró el debate.
Cabizbajo y orientado hacia la taza, mantuvo los ojos medio abiertos para retornar al mundo exterior, inspirando con fruición el vapor que emergía del recipiente, todavía caliente. Le reconfortó un sorbo de té adentrándose por su garganta. Ahora podía escuchar pasos en varias direcciones, a través de los suaves crujidos del suelo. Poco después alguien se paró muy cerca de él y con sus oídos pudo integrar la imagen de un hombre manteniéndose de pie sin apenas moverse. Visualizó el fru fru de la ropa. Debía llevar una gabardina. Abrió los ojos. Era Azopardi, el psiquiatra. Era un bromista.
-Hola muchacho, noto que estás muy lejos de aquí...¿qué droga has tomado esta vez? -Dijo con mueca burlona- Nací así, -le contestó el otro sin inmutarse-. Azopardi era un compañero de batallas. No podrían vivir el uno sin el otro. Se turnaban en el juego de bromas y gestos afectuosos sin cansarse. Era mayor que él, pero con una trayectoria similar y la misma cantidad de canas. Muchos años de experiencia y muy harto de todo, pero siempre con una sonrisa.
-¿Sabes que Pradesh y DiClemente se marchan?, me acabo de enterar, por cierto, yo no le te lo he dicho. -Dijo Azopardi con preocupación -Pues vaya tela, ¡anda que vamos bien! a este paso no van a quedar aquí ni los monos, -dijo el psicólogo. Azopardi asintió y se dejó caer pesadamente en la silla mientras soltaba una cartera con papeles y un paraguas en otra silla libre. Se acercó bastante al oído y le susurró; -no sé que está pasando pero supongo que habrás notado que se está creando una atmósfera bastante tóxica por todos lados. No es casualidad que mucha gente se esté largando de Gibraltar desde hace meses. Dicen que alguien anda amenazando a los políticos, a la policía, a los médicos del hospital -Dijo Azopardi, casi temblando. -¿Es una mujer extranjera?, creo que he oído algo. O será un hombre, o ambas cosas... sugirió el psicólogo. -No tengo ni idea, pero como venga a mi consulta la voy a mandar lejos. Al parecer, quien quiera que sea, se hace amigo de la gente de forma poco ortodoxa y luego les obliga a hacer cosas vergonzosas bajo amenaza de divulgar secretitos -espetó el psiquiatra. Fueron incapaces de desahogarse con el asunto dado el nivel de incertidumbre que generan los rumores. Después hablaron sobre varios casos clínicos hasta que ambos se terminaron su brebajes. Debían de dirigirse al centro de salud, que está en Casemates. Allí les esperaba el resto de pacientes del día y algo más.
Ya cada uno en su consulta, se dedicaron a lo suyo. El psicólogo esperaba a una joven adjunta, que se sentaría con él durante la tarde para aprender las artes y las ciencias que curan las dolencias de la mente. Llegó puntual. Le había dado tiempo de encender el ordenador y leer las historias clínicas justo antes de que Alison llamara a la puerta. Ella era de una belleza sin pretensiones, joven y algo ingenua. Procedente de clase trabajadora, se había graduado en Liverpool, donde también había completado un magister en psicología clínica. Deseaba como la mayoría, volver a su pueblo y no tener que salir nunca más de él. Al menos ya estaba enfilada en lo que sería su primer puesto de psicóloga. Se sentía cómoda aprendiendo con él. Lo veía como un padre, y él también sentía lo mismo. Al llegar se pusieron inmediatamente a trabajar con los casos para poder prepararse antes de que llegara la primera cita. No les dio tiempo a terminar con todos los archivos cuando notaron que la sombra de una figura femenina se aproximó a la consulta. Estaban en un pasillo donde todas las clínicas eran particiones con cristales translúcidos, de modo que la gente podía llegar a molestar incluso si solamente se apostaban muy cerca. De hecho, se podían escuchar voces de pacientes cambiando de agudeza debido al efecto Doppler. La sombra permaneció allí sin moverse. Los dos se miraron, como diciéndose el uno al otro que ya no podrían hablar sin ser oídos. Se hicieron una señal y tras ello reorganizaron los papeles y Alison se dirigió a la puerta. En ese momento la sombra chinesca golpeó suavemente el cristal. Eran justo las doce de la mañana.
Era una mujer de tez blanca y pelo azabache. Su vestido era completamente negro junto con todos sus complementos. Llevaba también guantes negros, cosa poco común. Inmediatamente generó una atmósfera incómoda. El psicólogo la animó a sentarse y se presentaron. Efectivamente ella era Ingrid Malthus, de treinta y ocho años: la paciente de las doce. Sintió una extraña y repentina atracción y repulsión por la señora. Pero dada su experiencia, dejó que dichas sensaciones le impregnaran sin turbarse, de modo que pudiera ir construyendo un perfil realista de la paciente. Comentaron lo propio de una primera consulta, pero muy pronto la conversación derivó en una especie de diálogo paralelo con referencias y metáforas que la mujer iba desplegando, y que cada vez iba desviando más y más el encuentro hacia otra clase de motivaciones poco claras. Alison se perdió por completo, y permaneció inmóvil y en total silencio, esperando quizás poder reorientarse en algún momento. La mujer enunciaba pensamientos abstractos sobre el sentido de la vida, sobre la deriva nihilista de la sociedad o la falta de valores, nunca refiriéndose a sí misma. Hablaba con fluidez, con elegancia y gran confianza, como si ella fuera en realidad la que llevara la batuta en la sesión. Su voz era profunda. Su mirada, demasiado intensa. En un momento dado, él quiso retomar el control y hacer un pequeño resumen de lo tratado para poder redirigir el curso de la consulta. En ese momento algo inesperado sucedió.
La mujer se llevó su dedo índice a los labios y con ello silenció al hombre. Sus negra mano izquierda vestida con el guante volvió a reposar junto a la otra lentamente mientras comenzó a pronunciar una especie de letanía ininteligible. Él y Alison, notaron cómo sus pieles se erizaron al instante. Cuando pudieron escapar momentáneamente del terror que sintieron, quizás se les ocurriera acudir a la razón para poder ponerle una etiqueta a aquello. Él quiso intuir que Ingrid había pronunciado un antiguo texto latino, referente a un exorcismo. Después de que dicha letanía fuera completada, el psicólogo trató de seguir con su plan. Hizo un gesto que anunciara que ahora era su turno, para después poder hablar, pero su voz sonó muy lejana, casi imperceptible, tras lo cual la señora se levantó y se marchó sin decir adiós.
Una vez solos, se miraron el uno al otro confusos y mientras recuperaban el aliento, se dieron cuenta que había transcurrido la hora de la sesión. Aquello había parecido un encuentro de cinco minutos. Los mecanismos internos de los sentidos parecían haber perdido su calibración. Empezaron a sudar profusamente. El resto de la tarde transcurrió con total normalidad, excepto en los corazones de los dos psicólogos que quedaron drenados de energía.
Pasaron varios días y en realidad, la experiencia fue olvidada o casi olvidada. O más bien se intentó olvidar. Un lunes por la mañana, el psicólogo compró como de costumbre la gaceta local antes de subir a la clínica. En grandes titulares leyó con consternación que varios políticos del gobierno local habían dimitido, y debajo de esa noticia lo mismo pero en sanidad: una veintena de médicos habían entregado sus cartas de dimisión al gerente del hospital. El miedo recorrió su pecho y vientre como una tenia hambrienta. Se sintió devorado por las sensaciones de confusión. Tuvo que arrojar el periódico en una papelera para poder aspirar un poco de aire. Subió atolondrado por las escaleras mecánicas. Las piernas le temblaban. Cuando iba por el pasillo se encontró con varios de los médicos que habían anunciado su decisión. Tenían caras pálidas, con ojeras. Parecían famélicos y endebles como enfermos paliativos. En la hora del almuerzo se dirigió al hospital central para ver a Mr Szerb, cirujano y gran amigo. Trató de sonsacarle algo sobre lo que estaba pasando, pero Szerb parecía afectado del mismo mal que todos los demás. No parecía ser capaz de engarzar los pensamientos y las palabras de manera coherente. Tras el encuentro se sintió aún más debilitado. El miedo acabó por apoderarse también de su garganta, como le ocurriese a su amigo, con lo cual se quedó casi sin habla.
En los días subsiguientes, se fue percatando que la otrora bulliciosa ciudad se había tornado silenciosa. No se oía hablar a la gente en la calle. Todo el mundo iba de un lado a otro nerviosamente, deseando de llegar, sin cruzar miradas, evitándose unos a otros. La vergüenza y la culpa había envenenado a las mentes de jóvenes y viejos, haciéndolos huraños o pusilánimes. Algo inaudito. Todo parecía diferente, es como si fuese otro país, otro mundo. El habla se volvió tan escasa que resultaba casi incómodo escuchar a alguien. En la consulta todo se tornó obtuso y extenuante. Casi no se podía entender a nadie. Era como si nadie pudiera realmente escuchar al otro, como si todos hablaran un lenguaje indescifrable para los demás. La locura parecía haber invadido aquél pequeño pueblo, otrora santuario del buen hacer, de la espontaneidad y de la cercanía.
Luchó todo lo que pudo contra aquella marea negra. Pero al final, se dio cuenta que era una batalla perdida. Cada uno tendría que buscarse su propia salida. ¿Qué sería de Azopardi, de Alison o de Mr Szerb? Unos meses después, antes de coger el avión se giró para mirar por última vez a la Roca. Fue chocante, pero creyó ver a un hombre vestido enteramente de blanco mirarlo fijamente desde mitad de la pista. Tenía gafas. Llevaba el pelo largo y también tenía una poblada barba de color castaño claro. Aquello no podía ser. Estaba completamente prohibido situarse en aquél lugar, pero sus ojos le estaban diciendo que eso estaba ocurriendo. Subió a la cabina y casualmente se sentó con vistas a la ciudad y la Roca otra vez. Comprobó dolorosamente que el hombre permanecía en el mismo sitio imperturbable. Los motores se pusieron en marcha y tras los debidos procedimientos, el aparato giró y se colocó en posición de adentrarse en la pista. Después la recorrió en toda su extensión hasta finalmente dar media vuelta y colocarse en la zona de poniente para así obtener el permiso para despegar. De nuevo, el hombre de blanco estaba allí apostado, en aquél extremo, casi al borde de la pista, como si aquello fuese lo más natural del mundo. La extrañeza vivida en los últimos meses se reavivó aún más si cabe, rodeado de pasajeros silenciosos, con la mirada perdida y él sin poder retirar la vista de aquél ser fantasmagórico que presenciaba su partida como si fuera un triunfo. Por fin, el avión aceleró y ascendió atravesando las nubes que en ese momento eran muy bajas y poblaban todo el cielo. Al desaparecer la Roca y todo el orbe deseó que lo ocurrido se esfumara de una vez. Sin embargo, minutos después tuvo la impresión de que era su alma la que se marchaba, pero que su cuerpo se había quedado allí, quizás secuestrado para comportarse como un robot, repitiendo sus rituales y acciones diarias, imitándolo a él mismo.
Al navegar entre el océano de estratocúmulos, cúmulos y cumulonimbos se preguntó qué habría sido de bishop Paul. No le veía hacía tiempo. ¿Permanecería a salvo de todo, allá en su atalaya espiritual? Quiso pensar que sí. Y sintió un profundo alivio. Quizás él sabría toda la verdad. Al menos quedaría una persona guardando la verdad en su alma.
sábado, septiembre 10, 2022
Palo Cortao
Aunque hacía bastante calor afuera en la calle, a varios kilómetros se estaban produciendo truenos. Pero eran apenas apreciables. Su leve crujido pudo sentirse más como una tímida queja de la madre Tierra que como un mero fenómeno atmosférico. De hecho, el planeta ahora transicionaba hacia el perihelio. Una música sin compás envolvía el ambiente de manera juguetona, infiltrándose en los oídos dulcemente, sin pretensiones de decir realmente nada, quizás sólo actuando como un colchón protector que le aislara del mundo entero. Había columnas de libros por doquier, que en su disposición se asemejaban a rascacielos de una ciudad imaginaria. Algunas de esas torres habían sido tumbadas de manera que formaban pilas semiderruidas. Pareciera que habían sido usadas ex-profeso para crear un efecto dominó de desorden. El suelo estaba tapizado de papeles y objetos varios propios de un escritor. De las paredes que no tenían estanterías de libros, colgaban infinidad de dibujos y fotografías formando un collage absurdo, casi más que la ciudad de papel que se extendía por todo el parqué del salón. El dueño de todo aquello estaba allí mismo tirado en medio de la escena. Parecía un Gulliver atrapado en un laberíntico espacio del cual no deseaba salir. Desde algún lugar de la habitación el serpenteante humo del incienso iba lentamente haciendo la atmósfera más densa y pesadamente perfumada, dándole a la escena un toque chinesco, narcotizante.
A veces la música tomada un ritmo alegre. Tras esto, e imperceptiblemente, el hombre se animaba a cambiar de lectura. Dejaba un libro con un marcador de página y lo depositaba en algún sitio, sin importarle dónde, para lanzarse sobre otro y después otro. El dolor no era problema. Nada podía parar su voracidad lectora. Ni siquiera la noche, o el sueño. La habitación carecía de teléfonos y ventanas. Era un lugar tremendamente remoto e inaccesible. Aquel escondrijo era una maravillosa placenta amorosa, desde donde sentir el mundo sin tener que verlo u olerlo. Una recóndita pirámide azteca desde la que escrutar los rincones del firmamento sólo teniendo que alargar un brazo para alcanzar una estrella luminosa de conocimiento.
Para aquél hombre, cada libro era de hecho un astro fulgurante, de irresistible encanto. Cada estantería una galaxia de sabiduría. Diferentes idiomas, diferentes épocas y autores eran descifrados sin piedad. Toda luz de inteligencia que pudiese brotar de aquellos tesoros caían bajo la atracción gravitatoria de aquella mente oscura.
Las paredes de la habitación eran tan gruesas que ni el calor ni los truenos podían recordarle que el mundo seguía girando ahí afuera. Tras un maratón de días y semanas escondido en la biblioteca, el hombre decidió salir al mundo exterior. Para los demás, su presencia era grata. Su cuerpo reflejaba años de vida atlética, aunque ahora eso fuera sólo un recuerdo. De frente amplia y mentón marcado, se podría decir que era de rasgos aniñados, quizás femeninos. Nada que pudiera hacer sospechar a nadie, que tras esa figura de aspecto más bien indolente, se erigía una mente tenebrosa y llena de misterio, incluso para la propia consciencia de su dueño. Él sabía que el mundo necesitaba de su candor, de su arte y de su servicial actitud con sus iguales. Lo tenebroso quedaba para él y nada más que para él. Sacó varias cervezas del frigorífico y las trasladó al congelador.
Había mentido como siempre. Le dijo a sus amigos que había estado de vacaciones en el Algarve y que había vuelto hoy mismo. Remigio no tardó en llegar al enterarse de su vuelta a casa. Al abrirse la puerta notó el aire enrarecido característico de un hogar que ha estado descuidado varias semanas. No sospechó de fraude tras la típica actitud bohemia y carente de pragmatismo de su amigo.
Todavía bajo el enorme dintel de madera, ambos se miraron de arriba a abajo, como para comprobar que estaban ilesos y soberbios como siempre. Después de saludar efusivamente a su compadre, Remigio se dirigió al hombre con entusiasmo:
-¡Querido Domingo, me alegro mucho de tenerte otra vez cerca! ¿Qué te cuentas? ¿Te has relajado en el Algarve? Supongo que vendrás con muchas ideas para tu nueva novela...
-¡Remigioooo, cómo me conoces! Me he relajado muchísimo. Yo también tenía ganas de verte. ¿Qué tal te ha ido durante el verano? Espero que hayas recargado las baterías antes de volver a la comandancia.
-La verdad es que en ésta ocasión he desconectado muchísimo, pero me hubiera gustado compartir alguna barbacoa o alguna velada contigo, Domingo. Pero bueno, siempre hay ocasión si la dicha es buena.
-Así es, Remigio. Perdona por cambiar de tema, pero al estar muchos días fuera, no puedo evitar preguntarte. Entiendo que la vicepresidenta ha sufrido un atentado. Tú que conoces con profundidad los entresijos del poder, sabrás algo...no tienes porqué contestarme.
-No, no, no te preocupes. Es complicado. No se hallaron huellas en la pistola, no sé, es todo sospechoso. Ella tenía un juicio por corrupción en unas semanas. Resulta tan absurdo...
-Entiendo, la verdad es que vivimos momentos de paradojas. Acontecimientos complejos y otros tan burdos. En cualquier caso, pasa por favor. Llevamos ya un rato aquí en medio del zaguán.
-No me importa Domingo, huele a hierba buena, me quedaría aquí todo el tiempo del mundo.
-¡Jaja! Vamos a la cocina y te preparo una infusión de menta poleo.
Los hombres se sentaron en una sillas altas, mirando al frondoso jardín de hierbas aromáticas. Por la enorme ventana se insinuaban los aromas del orégano, el romero y la alhucema. La luz, que con trabajo iluminaba el paisaje, dejaba por doquier hermosos haces entre las oscuras nubes. Remigio disfrutó de ese panorama de paz y ozono. Atmósfera que precede a una tormenta de septiembre. Mientras tanto, Domingo aprovechó el silencio para dedicar un momento de reflexión a las humeantes tazas. Se perdió en la bruma de partículas de vapor, y quiso explicar el extraño comportamiento de las gotas de agua que no podían ascender y perderse por el amplio vacío de la cocina. Se preguntó si la carga eléctrica era la responsable de ese fenómeno. Después volvió sobre sí mismo. Se alegraba de tener en casa a Remigio. Tuvo que hacer un esfuerzo para establecer un guión y preguntarle por su familia y repasar todos esos asuntos necesarios para poder despejarlos rápidamente y dedicarse luego a tratar asuntos más importantes para él. Remigio no percibió la alfombra comunicativa que su amigo le estaba preparando. Le daba exactamente igual todo. Quería un poco de esa magia y encanto que su espléndido amigo le iba a entregar en breve.
Cuando se terminaron los brebajes, se miraron el uno al otro con complicidad. Habían sido compañeros en tiempos de universidad. Lo habían compartido todo. Sin necesidad de hablar salieron a fuera a recoger la ropa tendida. Era sábado y la señora de la limpieza no iba a rescatar la limpia colada de la amenazante tromba que iba a desatarse en unos momentos. De hecho, Domingo le había dado vacaciones y no aparecía por allí desde hacía semanas. Recogieron las prendas con parsimonia, disfrutando del entorno silenciado por los truenos. La gente parece desaparecer en días de lluvia, cosa que hace a la ciudad algo más serena lo acostumbrado. Incluso los bulliciosos insectívoros que visitaban el bello vergel se habían quedado mudos. Sólo vencejos y aviones planeaban insensibles a la incipiente tormenta. Como Domingo se hizo cargo de la cesta de la ropa, Remigio aprovechó para picar de aquí y allá algunas uvas y zarzamoras que colgaban en setos y también de las pérgolas mientras retornaban al interior del hogar.
Tras la relajante actividad se dirigieron a un salón con chimenea. El lugar tenía preciosos sillones de cuero oscuro, con una mesa que era al mismo tiempo un tablero de ajedrez, construido al estilo granadino. De las paredes colgaban un par de cuadros expresionistas ejecutados por otro viejo amigo, Virgilio. Se sentaron el uno frente al otro con visible satisfacción. Remigio intuyó la suave voz de la música en otra habitación, ésa en la que Domingo pasa mucho tiempo. No dijo nada. Simplemente registró cómo se estaba colando a través de las paredes, mientras se ajustaba la pistolera de una pequeña Star modelo Fire de 9 milímetros, que llevaba escondida en la pantorrilla derecha. Al agachar la cabeza hacia adelante, pudo leer los lomos de varios de los libros que estaban sobre la mesa-tablero. Había trabajos de Benedicto Espinosa, Stefan Zweig y otro de Douglas Murray. Su gesto hizo a Domingo notarse naturalmente seguro, percibió el significado de estar vinculado a un amigo militarizado. -Son los hombres de armas los que construyen la paz. -Se dijo a sí mismo. El difunto padre de Domingo había sido policía, lo cual daba a Remigio una aureola de poder y autoridad muy patriarcal y reconfortante. Tras los gestos y movimientos de orientación, aquél acogedor lugar detonó en ambos el deseo de jugar una partida de ajedrez. Mientras colocaban las piezas, sonó el teléfono. Era Virgilio, avisando de que estaba en camino. Domingo comentó con placer; -nos da tiempo a acabar la partida antes de que llegue. El otro asintió con exagerada tensión de los risorios y orbiculares, prácticamente llegando a cerrar los ojos.
Virgilio llegó mojado y partiéndose de risa. Se reía de sí mismo, viéndose ridículo ante el poder del aguacero. Abrazó a sus amigos, acabando el recibimiento con un empapamiento y contagio general de su cachonda actitud. Los tres se dirigieron a la cocina para sustraer del congelador las cervezas y algunas viandas livianas para animar la charla. Volvieron al salón de nuevo, donde cada uno ocupó su lugar en el sillón que le correspondía. Los tres se pusieron al día de manera animada. Virgilio les contó que venía de la India con muchas ideas para nuevos trabajos pictóricos y esperaba entregar también a Domingo muchas anécdotas y experiencias que pudieran excitar su ya creativa imaginación. Rieron a carcajadas y dejándose llevar por el grandullón de Virgilio, tan dado a lo espontáneo y lo erótico, cosa que contrastaba mucho con los otros dos, que eran algo más reservados y reflexivos. Formaban un buen conjunto en realidad. Tras animarse con las primeras cervezas se fueron al rincón de la música y cada uno cogió su instrumento. Después de afinar y ajustar los altavoces empezaron a tocar algunas canciones que habían compuesto para así calentar. Se notaron algo descoordinados, pero era normal. No se habían visto desde hacía más de un mes. Virgilio era el cantante y guitarrista, mientras que Remigio era el batería y Domingo el bajista. Se inspiraban en Triana, Medina Azahara, sin despreciar a Derbi Motoreta´s y otros referentes más contemporáneos. Cuando ya estaban en su momento álgido, decidieron parar para preparar algo más contundente que unas meras aceitunas. Ya era hora del almuerzo. Volvieron a la cocina y automáticamente dividieron el trabajo. Uno sacaba latas de melva canutera y otro cortaba boniatos para ponerlos después al horno. El tercero hacía una ensalada y un sofrito. No hablaron mucho mientras preparaban todo, porque estaban cavilando sobre la sesión y cómo la habían encajado. Almorzaron allí mismo, continuando con unos finos y manzanillas la ya iniciada trayectoria alcohólica. Cuando estaban a las alturas de saborear un palo cortao, alguien llamó al timbre. Se podía notar el repiqueteo más suave de la lluvia, tras horas de mayor intensidad. Los tres se quedaron algo perplejos. No esperaban a nadie.
Domingo se dirigió a la entrada. Unos truenos lejanos se dejaron oír justo antes de abrir la puerta. Para su sorpresa había dos hombres, uno con bigote y otro con perilla frente a él. Llevaban sombreros de bombín y paraguas. Vestían de negro. Lo miraban con una expresión mezcla entre lo sombrío y lo hierático, es decir; eran en ese momento inescrutables. El de la perilla llevaba un monóculo en su ojo izquierdo. El hombre de la izquierda, que llevaba bigote, dijo que si podían pasar, hablando en alemán con acento austríaco. Sin saber porqué, Domingo no pudo evitar que entraran en la casa. Dejaron las chaquetas en el perchero como si conocieran el lugar y se fueron tranquilamente hacia la cocina. Domingo los siguió como hipnotizado. El silencio que precedió a la llegada de los dos extraños a la cocina, alertó a Virgilio y a Remigio. Éste último tuvo un suave ademán para colocar su mano izquierda cerca de la Star. Ambos estaban tras una mesa que ocupaba el centro de la cocina y no era posible ver el movimiento de Remigio.
Cuando Domingo se situó dándole la espalda a la ventana y reposando sobre el fregadero, el hombre del monóculo empezó a hablar. No hubo presentaciones, ni más preámbulos.
-Las cosas están cambiando. Están cambiando radicalmente. Cambian demasiado deprisa. El régimen de vida se está desvirtuando y el mundo ya no es lo que era. Los pilares de nuestra existencia se han desplomado y ahora hay que vivir entre escombros de lo que antes fue una civilización. Es cierto que la historia humana es más circular que rectilínea y ya hemos vivido periodos semejantes. Ahora contamos con algo nuevo. El hombre dejó que el del bigote continuara.
-La tecnología, la ciencia han cambiado el devenir de la historia humana. No sabemos en qué dirección vamos a continuar. Siempre hemos dado vueltas, como las damos alrededor del sol. Siempre ha sido así. Ahora estamos ante un gran interrogante. No sabemos si los ciborgs irrumpirán alterando la consciencia humana o si caeremos en un tórpido pero inevitable precipicio de vicios y comportamientos aberrantes. Es verdad que la guerra trae inventos y oportunidades. No sólo mata a millones de personas. Pero la guerra a la que nos vamos a enfrentar a partir de ahora, aniquilará a la gente sin matarla. Sin sustraerles de sus cuerpos. Sin arrebatarles sus mentes del todo. Ahora le tocó el turno al del monóculo.
-Exacto. A partir de ahora sufriremos millones de bajas sin realmente llevar nadie al cementerio. Se convertirán en inútiles maquiníes sin alma, marionetas dispuestas a entregar sus cuerpos y sus pensamientos al capricho de una moda dictada por la destructividad más agresiva. La gente alterará y modificará sus cuerpos como si alterasen la decoración de sus casas. Destruirán su actividad mental y sus costumbres con rituales y acciones suicidas, como abandonar la familia como unidad nuclear de la sociedad. Estamos al principio de ésta crisis. No hemos venido motivados por la nostalgia del mundo que se fue, sino para advertiros de la clase de mundo que va a venir. Los dos hombres dieron media vuelta mientras se volvían a colocar los sombreros y se marcharon bajo la lluvia sin decir adiós.
Cuando la sangre volvió al brazo de Remigio, pudo percatarse de que efectivamente la Star no estaba cargada. No hubiera servido de mucho desenfundarla. Los tres se miraron con preocupación. Tímidamente Virgilio le preguntó a Domingo si podría traducir el discurso de los alienígenas. -Creo que sonaba a alemán dijo, para animar a Domingo a que intentara resumir lo que habían dicho. Tras realizar la tarea y dejar que los dos amigos procesaran la información, se percataron que había una persona en la entrada de la cocina. No salieron de su asombro cuando efectivamente, otra extraña criatura había aparecido, aunque ésta vez se materializó directamente desde la nada. Se miraron los tres con ojos como platos como para estar seguros de que aquello estaba sucediendo.
Era como un hombre disfrazado con bastante mal gusto. Iba como si fuera una mujer, o algo incluso más horrendo. El travesti comenzó a hablar con su voz impostada. Cuando terminó su alocución se quitó la peluca y la lanzó hacia atrás furiosamente. Todo fue un espectáculo medio entendido, dado que el alien hablaba como un neoyorkino. Al final se dio media vuelta y se marchó. En ésta ocasión decidieron dejar la traducción a Virgilio, que acababa de venir de la India. Tras una discusión de varios minutos en voz baja con la asistencia del palo cortao, retornaron al salón para seguir tocando. Luces de relámpagos iluminaban de forma ominosa y repentina la habitación. Trabajaron muy concentrados y ensimismados. No hubo bromas ni cachondeo, como suele suceder en sus encuentros musicales. Cuando acabaron, era tarde y estaba oscuro. Dejaron los instrumentos muy despacio, sin hacer ningún ruido. Ahora que la burbuja de música se había roto, tenían miedo de que algo volviera a irrumpir en la casa. En esos minutos de silencio, la sinuosa llamada de la musiquilla de la habitación secreta se hizo notar.
Por primera vez Domingo decidió invitar a sus amigos a ese espacio tan personal. Pero antes les instó a que se pertrecharan bien de bebidas y comida. Se metieron a toda prisa en aquél lugar esperando no ser perturbados. Querían aislarse para poder aclarar sus ideas y definitivamente sacudir de sus mentes todas las dudas que los estaban acechando por momentos. Afuera seguía tronando. La lluvia era tan fina que empezó a formar una bruma a la altura del suelo. No hacía nada de frío.