Los animales vivían en paz, en un presente eterno. En realidad, la visión de la vida era la recreación eterna de un delicado equilibrio entre la creación y la destrucción. Aunque ellos de ninguna manera podían tener conocimiento intelectual de dicho fenómeno, sí que podían sentirlo de alguna manera. Y su existencia se propagaba en el mundo a ráfagas; rítmica e insistentemente, como las ondas que surgen en la superficie de un estanque al lanzar una roca en su centro. Incluso el Sol, Gran Alquimista, jamás hubiera osado allá en su siderurgia primordial, hacer el menor ruido perturbador que hiciera zozobrar a la frágil vida terrestre, a pesar de que fraguaba la mismísima luz entre sus manos. El astro rey jamás osaría alterar la paz de sus hijos que obraban en su propio devenir para un día dar fruto a la Consciencia. Quizás era necesario que dicha Consciencia emanara. A lo mejor hay una ley subyacente en este mundo que así lo dicta. El caso es que la Consciencia arribó al universo y los hombres que la portaban conquistaron su pequeña isla azul, creyéndose así, dueños del orbe, cuando en realidad no eran ni dueños de sí mismos. Los portadores de la Consciencia vivieron largo y tendido, obedeciendo su responsabilidad de cuidarla y de dar lugar a una función autoconsciente. Así dicho, los seres conscientes pudieron albergar en su pensamiento a las cosas materiales, no sólo a las psíquicas, y de este modo todas las cosas pudieron disponer de una existencia más digna, incluso ser sentidos, existir y no simplemente yacer. Pero hubo errores. No sabemos quién, ni cómo se cometieron dichos errores. Hubo quizás un hombre, o varios, que inventaron el Tiempo. Al inventar el tiempo, sin darse cuenta inventaron el fin de las cosas, el fin del acontecer y el devenir. Nunca antes el mundo tenía que haberse enfrentado a cosa más horrible. Hasta entonces los hombres y los animales sólo tenían dones y la gracia de vivir. Su experiencia era una recreación sagrada del mundo. Y su vida, una vida interior, llena de eventos y de ciclos perfectos de creación y destrucción, donde el fin no podía concebirse.
Nuevos hombres cargados con la falsa sensación de poder que
les dio el dictar el principio y el fin de las cosas, construyeron relojes.
Hicieron creer a los demás que todos los entes de la creación tenían un
principio y un fin. Destrozaron los valores, e hipnotizaron al orbe para
hacerles creer que las cosas surgen de la nada y a la nada vuelven. En el mundo
entonces se sintió un vacío sin precedentes. La belleza se fue esfumando y la
vida comenzó a sentirse como algo exterior e imposible de aprehender. La gente
empezó a creer que su vida no era buena, y que tal vez si realizaban algún tipo
de ritual, podrían recuperar su anhelado estado de bienestar sagrado. Pero es
imposible alcanzar ese estado desde un sistema basado en relojes y mentiras. El
mundo se fue alejando de sí mismo, para parecer inaccesible e incomprensible.
¿Quién fue ese hombre que inventó el Tiempo? ¿Quizás fuera un Diablo?
Desde nuestro más íntimo fuero, sentimos que el universo en
su profunda compasión ha generado este capítulo en el indefinido círculo de la
vida. Quizás podamos superarlo y empezar de nuevo, una vez más, a caminar por
nuestro maravilloso círculo interminable de vida y muerte. El Diablo nos ha
puesto a prueba, para eso están los demonios. Debemos demostrar que el tiempo
no existe y borrar de la Consciencia esa nube que nos hace tentar y hacernos
creer que hacen falta prisas para todo. Que mañana moriremos sin más, y que
podemos destruir todo lo que nos molesta, porque nada importa.
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