Durante el día era alguien avergonzado de sí mismo. Le
repugnaba su existencia y le parecía que todo lo que sucedía a su alrededor era
completamente inútil e insignificante. Pero eso era algo sutil, como un
comentario colateral que su mente realizaba mientras se dedicaba a laborar o a
realizar cualquier tarea cotidiana. No estaba seguro de si esos pensamientos
eran reales, o de si quiera, esos pensamientos eran suyos.
Sin embargo, al atardecer, no importa cuántas veces sucedía,
siempre sentía cierto grado de esperanza. Quizás sentía pena de ver al Sol
desaparecer en el horizonte. Pero también percibía que el mundo se volvía de
pronto más inquietante e incierto. De todas formas, su timidez lo recluía entre
libros y notas, que rebuscaba con efusividad durante la noche. La quietud de la
oscuridad le proporcionaba una gran calma. Y sus lecturas le transportaban a
mundos y situaciones que le inyectaban esperanza y emoción por vivir. Allí, en
la cuna de la imaginación, se entregaba a Morfeo, que lo mecía hasta llevarlo
dulcemente a un lugar desde donde siempre retornaba con pereza y desgana.
Un verano tuvo la ocasión de pasar varias semanas en un
campamento en las montañas. Para su sorpresa, pudo contemplar la inmensidad del
cielo nocturno en toda su gloria, lejos de las luces de la ciudad. No pudo más
que quedarse mudo y absorto ante el espectáculo de luces y vacío cósmico que le
desveló un gran misterio. Se vio de pie frente a un acantilado de roca, oteando
la vastedad del espacio. La atmósfera no era más que su escafandra, que le
permitía respirar. Más allá se extendía todo el universo desnudo. Un enorme
océano sin arriba o abajo, izquierda o derecha. Percibió que quizás podía estar
viviendo como lo hace una criatura marina en el fondo de los mares, flotando en
ninguna parte. No importaba a qué región del espacio pudiese enfocar su vista,
porque todos aquellos lugares parecían estar igual de lejos, y al mismo tiempo
hacerle sentir igual de cerca. ¿Por qué un hombre como él podía sentirse como
una mota de polvo entre sus iguales y tan grande en medio del vacío?
Cuando se fue haciendo viejo, no dejó de plantearse esta
cuestión de vez en cuando. Especialmente al asomarse alguna noche a contemplar
el cielo estrellado. Siempre le venía la misma sensación que aquella
maravillosa ocasión, en la que descubrió por vez primera, que el universo
estaba simplemente ahí, delante suya. Un día, cuando su pelo ya estaba muy
canoso se dio cuenta de que quizás, frente a la negrura del cielo, su
pensamiento se volvía más claro y luminoso. Quizás su mente mostraba su
verdadera naturaleza bajo la tenue luz de los astros, al igual que las
luciérnagas, que se dan a conocer en la oscuridad. Poco a poco se fue
transformando a sí mismo, y su vergüenza y dudas personales dieron paso a una
mayor concentración en lo que realmente le importaba. Se tomó más en serio a sí
mismo y también a sus alrededores. Esto sucedió porque paso a paso dejó que el
reino de los sueños luciera bajo la luz del día, y no solo por la noche. De
este modo, los sueños fueron invadiendo toda su vigilia, su experiencia diaria
y la existencia se volvió cada vez más dulce y agradecida.
Ahora, la materia de los sueños brota por doquier, y la magia
le regala todos los días nuevas sorpresas y un gran regocijo. Ahora puede ver a
través de la luz, lo que antes sólo podía vislumbrar en la oscuridad. Ahora
puede atravesar con su visión, el mismo suelo que pisa, para llegar a todos los
confines sin sentir que ha perdido el juicio.
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