El Parque Alcosa siempre ha sido un lugar algo extraño en
Sevilla. No sabemos todavía si este barrio es realmente Sevilla o quizás
pertenece al “Más Allá”. O a lo mejor es un lugar al sur de Córdoba, o incluso
un pueblo de Valencia. Nosotros desde luego creíamos ser sevillanos. La cuestión
es cómo nos veían los demás. Por ejemplo, era humillante el hecho de que
teníamos un autobús pueblerino, porque no pertenecía a la empresa municipal. Estábamos
excluidos de algo tan significativo como la visita de un transporte público
sevillano, y se nos proveía de un servicio de autobús de una compañía privada.
Su estación términus, era el Prado. Desde su arquitectura hasta su emplazamiento, el
Parque Alcosa resulta realmente un pegote. Éramos una isla en el medio de un
páramo y nos sentíamos como una pequeña ciudad. De hecho, para nosotros los
niños, en realidad había barrios dentro del barrio. Yo vivía en los Blancos,
por la pintura dominante de los edificios. Los niños de los Rojos o los Verdes
eran de otras tribus y nos peleábamos bastante unos con otros. En esa época,
los críos eran unos salvajes sin supervisión, y las amplias zonas ajardinadas
fueron degradadas muy rápido debido a la incesante actividad destructiva de los
menores que merodeaban, por todas partes sin control de los adultos. Yo en
particular, era poco dado a dichas costumbres tan bestias, y tenía bastante
reparo en mezclarme con los grupos de brutos y matones. Pero tarde o temprano
uno podía ser víctima de un ataque sorpresa. Especialmente con las semillas de
las acacias que creían por entonces en los jardines, y cuya forma era un
perfecto proyectil balístico. Los niños fabricaban tirachinas con los cuellos
de las botellas de leche, colocándole un globo en el extremo estrecho, es
decir, en la boca de la botella, para así dar el impulso al proyectil y se
dedicaban a perseguir a los desafortunados que osaban cruzar de un barrio a
otro, o simplemente asediar a alguien que no perteneciera a su grupo cercano. Cuando
no estaban haciendo diabluras, los niños jugaban a la lima, al trompo y a las
bolas. Las niñas estaban por otro lado, quizás más apegadas a sus madres y
pasaban más tiempo recluidas en los pisos. No recuerdo ver a muchas niñas
jugando por el barrio.
A pesar de todas las limitaciones que tenía el barrio-isla,
las familias que llegaron allí en los años setenta, venían con gran ilusión a establecerse
en un nuevo hogar urbano. La mayoría procedían de zonas rurales y aquello fue
como una especie de promoción social, aunque en realidad no lo era. La actividad
política tuvo el principal sello identitario al PCE y poco después al PA. Más
tarde el PSOE se quedó con todo. Cada familia ahorraba con esfuerzo para
adquirir un coche, y las calles se percibían todavía espaciosas, debido al
todavía escaso parque automovilístico. El desarrollo económico que estaba
permitiendo éstas nuevas formas de vida, parecía ir en consonancia con el
progreso de Andalucía y el rápido crecimiento de una clase media que aspiraba a
caracterizar las sociedades occidentales.
La finca original donde se emplaza el barrio era un solar degradado, después de miles de años de explotación agrícola. Allí sólo quedaba impertérrita una encina, en los Azules, barrio más nuevo en Alcosa. De hecho, el maravilloso árbol se encontraba en la plaza de la Encina del Rey, aunque en mi mente esté en la plaza de Zocodover, nombre disonante con respecto a la generalizada nomenclatura de ciudades valencianas, y que fue uno de las primeras señales de llamada hacia mi sentimiento andalucista. Probablemente se añadirían nuevos bloques y calles a posteriori, después de que el promotor completara su obra inicial, permitiendo así, utilizar nombres más acordes con la experiencia local o con gran tinte nacionalista. Creo que por eso, el único monumento viviente de mi barrio debía de estar en Zocodover, ya que ese sí que era un nombre especial para un lugar. Volviendo a nuestra ínclita encina, entiendo que para ser salvada debió tener la suerte de ser el lugar de descanso de un rey, el cual visitó la zona cuando se inauguró el aeródromo aledaño, a principios del siglo XX.
A pesar de todo el despropósito de urbanismo silvestre
de construir un barrio completamente desconectado de la ciudad y sin servicios
públicos, teníamos uno de los mejores cines de la ciudad, el cine Aeropuerto.
Era la delicia de niños y adultos. También teníamos un cine de verano que
bullía de actividad en las dulces noches estivales. Entonces el barrio no
parecía un mal lugar para criar niños y formar una familia, a pesar de tener
sólo un consultorio y carecer totalmente de equipamiento deportivo por
mencionar algunas carencias. La heroína y la inseguridad ciudadana vendrían
unos años después para convertir el Parque Alcosa en un barrio zombi. Pero en
aquellos momentos, todo el mundo tenía esa sensación de juventud y esperanza. A
finales de 1975 nos dieron incluso un día de vacaciones porque un tal Franco se
había muerto, si, el que tenía su cara de perfil tallada en todas las pesetas.
Yo me sentí muy agradecido y recuerdo haberle dicho a Franco gracias, mientras
sostenía una peseta en mi mano. Supongo que eso de morirse era algo para mí
bastante abstracto en 1975. De hecho, poco después, cuando Curro Jiménez nos
embargó con sus aventuras televisivas, jugábamos a asaltar caminos en el recreo
del cole, y tras morir de un disparo y caer muertos, nos levantábamos y
seguíamos jugando. Entonces, la muerte, era solo parte de un juego.
Teníamos varias fábricas e incluso un cortijo que
delimitaban la geografía del barrio. La algodonera hacía frontera con el
colegio Joaquín Benjumea Burín. Y Yoplait estaba justo en la salida del barrio
hacia Sevilla y Córdoba, cerca del Colegio Romero de la Quintana. Esos eran en
aquél momento los dos únicos coles del barrio y los dos estaban en los Blancos.
El cortijo era otra esquina del barrio, que marcaba la puerta al infinito. De
hecho, debajo del cortijo descansaba una villa romana que sería descubierta
mucho después, cuando la generación de los setenta habíamos emigrado a Sevilla
Este, y que en realidad es ya una prolongación de nuestro barrio, un poquito más
cercana a la ciudad. En cualquier caso, los niños nos aventurábamos hacia los eucaliptos,
el bosque que nos protegía de ruidos del aeropuerto, que está a unos pocos
kilómetros en dirección Córdoba. Desde allí se podían vislumbrar las
actividades de la base militar americana y sus extrañas construcciones que
parecían bastante enigmáticas. Había radares enormes y hasta un hospital. La zona
era un perfecto lugar para la aventura. Por entonces, los niños éramos casi
todo el tiempo un estorbo, y nos dejaban estar en la calle todo el día. De modo
que de vez en cuando, nos atrevíamos a ir lejos, muy lejos. Y nunca pasaba
nada. Porque nadie les contaría a sus padres lo que allí pasó y lo que llegamos
a ver. Otra esquina del barrio era en
los Azules, donde el barrio tenía un canal que lo separaba del campo. Entiendo que
el canal era en realidad el río Tamarguillo, convertido en una simple molestia,
teniendo en cuenta lo que hicieron con él. Allí crecían muchas cañas y se podían
ver y oír el canto de las ranas. Esta frontera del barrio, era otra región apartada
y llena de exotismo. Años más tarde soterraron el canal con cemento e hicieron
desaparecer un elemento paisajística y ecológicamente valioso, si se
hubiese pensado lo más mínimo sobre el tema.
A pesar de ser un barrio obrero, y de que los niños eran un auténtico fastidio para los padres, ellos hacían grandes esfuerzos para
garantizar una futura promoción social. La cultura de la nueva democracia y el
triunfo de conseguir el Estatuto para Andalucía sumió a todos probablemente en
una especie de edad dorada. De hecho, muchas familias compraban enciclopedias
que valían una fortuna. También había gente que se apuntaba al Círculo de
Lectores. Todo un logro cultural. Esos hechos plantean ahora serias dudas sobre
la comprensión que tenía el ciudadano de lo que es una sociedad moderna, pero
entonces no se notaban las incongruencias. No había biblioteca en el barrio,
pero la gente se creía de izquierdas. En lugar de pagar por un lugar común para
compartir y reunir miles de libros se optaba por formar una exigua colección
familiar, que cabía en una o dos estanterías del mueble-bar. Pero eso sí,
teníamos una Velá anual, eso que no falte. No recuerdo que hubiera cabalgata de
Reyes Magos por entonces. El Monte de Piedad y Cajas de Ahorro de Sevilla
también hizo una inestimable obra social, fomentando el ahorro y dando salida a talleres culturales y publicaciones gratuitas, para gozo de los niños de mi edad. De este modo, y
como en casi todas partes, los valores socialistas y capitalistas se
entremezclaban y coexistían sin que la gente se diera cuenta de que eso era lo
que la sociedad necesitaba. Posteriormente, tanto el barrio como la ciudad, han
ido perdiendo clase media, y Alcosa sobre todo, se ha convertido en un barrio
de gente con pocos recursos, un lugar para emigrantes, y muchos abuelos que no
han querido marcharse de allí.
Los niños de aquélla época, nos ilusionábamos con las
menores cosas. Recuerdo cuando abrieron el Continente, un hipermercado que
estaba algo retirado del barrio, justo al lado de la vía del tren. Todo el
mundo fue vestido de flamenco para que en su inauguración nos dieran un regalo.
Pero la mayoría nos quedamos sin él, después de esperar y esperar en vano. Las madres
juntaban etiquetas de productos para entrar en sorteos, los padres jugaban a
las quinielas y los niños nos dedicábamos a juntar estampitas de judadores de
fútbol o tapas de yogures de Yoplait, porque podías conseguir un clic de
Famobil. Eso de poder conseguir clics juntando tapas de yogur, era
absolutamente maravilloso. A mí me encantaban los yogures de Yoplait. ¿Qué más
podía pedir? Cada subgrupo social tenía sus ilusiones y sus sueños, los cuales,
con los años tengo que suponer, se fueron adaptando a la realidad. Es normal. Para mí, fue importante una
experiencia que tuve con la Fábrica de Yoplait. ¡Qué suerte poder tener tan cerca a Yoplait, la Flor del Yogur!! Quizás eso me ayudó a dar un
paso adelante en mi proceso de maduración hacia la adolescencia. Era difícil
imaginar un mundo sin juguetes, pero Yoplait me enseñó algo. De vez en cuando,
se organizaba una misión a la Fábrica. Para ir hacia allá, tenía que pasar por
la iglesia y luego por otra vertiente de canal donde había varias moreras que estacionalmente a los niños nos surtían de suculentas hojas para nuestros gusanos de seda. Pasando esa
zona, había que cruzar toda la entrada de la Fábrica y pasar al lado que miraba
a Sevilla, el más escondido a los ojos de transeúntes y vehículos. Nos adentrábamos
entre las montañas de escombros y desechos que había por los límites externos del
perímetro vallado. Algún niño astuto se había dado cuenta de que había una
rotura en la valla y se podían coger bastantes tapas de yogures defectuosos. Incluso
después de su reparación, quizás el viento arrastraba algunas de las tapas desde
los contenedores de basura industriales, y sólo había que recogerlas al otro
lado de la valla. Estas excursiones a la Fábrica aseguraban incrementar la
colección de los clics. Era muy importante tener muchos clics. Los clics era
juguetes fantásticos. El caso es que un día fuimos varios críos en busca de
nuestras ansiadas tapas y nos encontramos que había una operaria, perfectamente
pertrechada con su higiénico uniforme. Estaba descargando muchísimas tapas y
envases de plástico en el contenedor. La sensación que tuve ante la visión de las tapas era semejante a la
de un perro de Pavlov oyendo la campana. Sentí que el corazón se me iba a salir
del pecho. Uno de los niños fue valiente y la llamó desde el otro lado,
rogándole si podía darnos algunas. La mujer, muy apenada, nos dijo que no podía
hacerlo porque se arriesgaba a perder su puesto de trabajo. Aquél día no
pudimos recoger ya ninguna tapa. Volvimos apesadumbrados y con los hombros
caídos al barrio. Sentí pena por la trabajadora, y vergüenza por haberla puesto en un compromiso. Yo nunca más volví a rebuscar tapas de Yoplait. Las aventuras
se desplazaron a otros demarcaciones del barrio. Pero desde aquél día supe que
todo tenía un límite, y creo que supe sacarle partido a mis clics hasta que
dejé de ser niño. De hecho, nunca volví a ver a ninguna otra empresa darle tal clase de ilusión a los niños, por tan poco. ¡Gracias Yoplait! siempre recordaré tus maravillosos yogures y tus clics de Famobil.
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