En un remoto planeta, muy lejos de aquí, hay vida, y hay seres que pueden comunicarse. Después de muchos siglos de andanzas y desencuentros, ahora viven en relativa paz y armonía. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce.
Anasus Zaíd acababa de presentar su plan de choque para
presentarse a sultana de Aiculadna, el gran imperio terrenal que durante años
sus padres habían gobernado. Anasus era la última de una generación de grandes
gobernantes. Aunque sus padres y abuelos habían sido jefes de estado, en
realidad ella no podía heredar directamente el cargo, ya que los méritos para
el gobierno del sultanato requerían la aprobación general de los ciudadanos de
Aiculadna. De modo que Anasus se había rodeado de un gabinete de expertos para
presentar su programa de gobierno y no dejar cabo suelto. Había varios competidores
al trono, pero ella se veía fuerte.
Un día, tras un largo y acalorado debate, Anasus decidió
salir de las amplias salas de palacio, donde trabajaba sin cesar con sus
asistentes, y alejarse del lugar. Necesitaba aire fresco y andar sola, sin que
nadie le molestara. Se sentía inquieta e insegura. En realidad, el reino gozaba
de un gran bienestar, pero Anasus no las tenía todas consigo. Presumía de
pertenecer a una estirpe de grandes gobernantes, pero sin embargo sentía que
había un gran descontento en la calle. ¿Cómo podía ser esto posible? Y si lo
era, ¿qué posibilidades tenía ella de volver a ganar el corazón del pueblo?
Ensimismada en sus pensamientos, se alejó solemnemente de la
sobrecargada atmósfera que presidía, y a paso lento y haciendo sisear su
larguísimo vestido de cola color verde brillante, se marchó hacia las afueras
de palacio. Los guardianes la siguieron en la distancia, obedeciendo sus
instrucciones. Su figura, agigantada por su voluptuoso y extenso traje, le
hacía parecer como un dragón sin alas. Sola y sin el arropamiento de su corte
imperial, parecía extremadamente frágil y hasta bella, tan absorta estaba en su
melancolía.
Al salir de palacio, se encontró con un parque lleno de
plantas aromáticas. Nunca había estado allí a pesar de la cercanía a palacio, y
repentinamente se sintió embriagada por los perfumes que le alcanzaban a su
paso por los jardines. Es difícil saber a qué olían aquellas maravillosas
plantas, desconocidas en este lugar de la galaxia. Supongamos que, por
comparar, Anasus percibía la fragancia de flores parecidas a las mimosas, los
lilos y las alhucemas. Según avanzaba por los jardines, parecía estar en una
estación del año diferente. Si pasaba por un extenso y morado huerto de alhucemas,
parecía estar en verano. Al cruzar un bosque de mimosas, volvía atrás y se
sentía en medio de la fresca primavera. Siguió andando sin parar, hasta salir
del parque. Su última sensación olfativa fue la generada por la hipnótica flor
de miel, de una trepadora parecida a la madreselva. Sin darse cuenta prosiguió
su camino hacia la ciudad. No quiso volver atrás. Quería respuestas. Todo el
mundo que la veía quedaba como impactado por su extraño andar, sus facciones y
su ensimismamiento. Quizás Anasus percibiera la sensación que causaba su
presencia ante los viandantes, pero ella continuó su camino, no permitiendo que
los guardianes se acercaran demasiado y perturbaran su estado mental.
Tras mucho caminar, sintió el deseo de tomar aliento en un
banco frente a la costa. Allí mismo había un hombre (digamos que era un hombre,
por ayudar a nuestra imaginación, porque no sabemos qué aspecto tienen las
gentes de Aiculadna) de pelo cano, y barba tricolor. También parecía
ensimismado como ella. De hecho, él no le prestó ninguna atención, cuando al
llegar, se quedó mirándolo, como esperando alguna respuesta o siquiera un gesto
de reconocimiento. El hombre era de porte atractivo y más bien enigmático. Anasus
sintió una leve indignación al percibir su total indiferencia. Esto la llevó a
sentarse allí mismo, junto a él. Tuvo que hacerlo lentamente, para acomodar su
serpenteante y larguísimo vestido a las estrecheces del banco. Mirando ambos
hacia el verdoso océano, Anasus le preguntó al hombre, en qué estaba pensando…
El hombre, que se tomó bastante tiempo en contestar, le
respondió como si la conociera de toda la vida. Le habló con parsimonia, casi
como si estuviera dialogando consigo mismo, porque siguió con su mirada fija en
el mar. -La realidad actual de la aldea global donde vivimos, manifiesta una
fuerza centrífuga que huye de su propio origen. Huimos a toda carrera hacia delante,
quizás para afrontar un fatal precipicio-, dijo el barbudo, sin pestañear.
Anasus quedó perpleja. Se sintió confusa, quizás insultada. ¿Se estaba
refiriendo a su gobierno, o al mundo en general? Tras un lapso que parecía
haber sido creado exprofeso, el hombre continuó su reflexión. –El pensamiento
es un fenómeno divergente, que, a pesar de la persistencia del poder por
dominarlo, está invocado a reavivar un impulso centrípeto, de regreso a la
profundidad del ser-. Las frases eran cada vez más desagradables y difíciles de
interpretar. Anasus sintió una punzada en su corazón. No sabía si entendía lo
que el anónimo ciudadano estaba diciendo, pero de alguna manera, sus palabras
laceraban su alma. Tras otro lapso, el señor continuó su monólogo infernal. –La
actitud colectiva de la ciudadanía niega la esencia de la vida, y dedica su
decadente existencia al culto del cuerpo, o incluso a vanagloriarse en público
de lo que les apetece introducir en sus ases de oros-. En ese momento, Anasus
dejó de respirar. Parecía que todo estaba dando vueltas, y en su desesperación
quiso dar un grito, pero de su garganta sólo pudo salir un breve y agudo
graznido. Las palabras del hombre prosiguieron su camino, como un ejército
invadiendo una ciudad indefensa. –Nuestra condición y naturaleza nos obliga a
conocer y respetar las leyes que rigen este mundo; no hemos venido aquí a
imponer nuestras absurdas fantasías, sino a crecer y vivir para perpetuar el
sagrado ritmo que nos mantiene en frágil equilibrio-. Anasus tenía ahora su
rostro de color azul verdoso. Las venas de su cuello estaban inflamadas, y por
las comisuras de sus labios salía algo de espuma blanca. Los guardias que
estaban a cierta distancia no notaron nada. El hombre se alejó lentamente, pero
sin dejar de hablar; -"Pan y Circo" es una vieja fórmula conocida en todos los rincones de la galaxia, y deberías saber que no lleva a ningún lado; vosotros, los poderosos, creéis que podéis regir el
mundo, pero es el mundo el que nos rige a todos-. Anasus, ni respiraba, ni
sentía su corazón, el cual parecía haberse partido en pedazos. Sin embargo,
estaba como congelada, paralizada o hipnotizada por el castigador lenguaje de
aquél hombre que ahora en su progresivo distanciamiento tomó la forma de un
brujo. El hilo de su voz todavía penetraba en las pocas zonas vivas que
quedaban en el cerebro de Anasus, envenenando mortalmente toda esperanza de
sobrevivir a su terrible encantamiento. –Un gobernante debe de garantizar la
continuidad de su estado, lo que hacéis es garantizar el exterminio de nuestra
civilización; muy pronto estaremos esclavizados por hordas de bárbaros, pero
esta lucha no es nueva…es más bien eterna, aunque por lo que respecta a este
país, estamos acabados-.
Anasus permaneció en la misma postura, con la mirada fija
hacia el mar. Todo alrededor siguió igual, a pesar de su repentina muerte. El
brujo desapareció en el horizonte, aunque su voz todavía se escuchaba muy
clara, como si estuviese al lado de Anasus, asegurándose de que su letanía
sentenciaba a la aristócrata a un viaje sin retorno.
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