Este niño era tierno como la yema de un espárrago y exaltado
como el nacimiento de un río. Su mirada era tan limpia como el horizonte
marino. Pero como todos los niños, vivía en un mundo de adultos, y de
necesidades terrenales; sujeto a las fuerzas incontrolables de la sociedad. ¡Y
qué sociedad! ¡Qué momentos! Tantas turbulencias y cambios que nos atraviesan
como una tormenta africana. Pero así es la vida…y al mismo tiempo vivir el
microcosmos de la propia familia, de la escuela y sus valentones.
Ante la sordidez de la vida cotidiana, el niño buscó refugio
y escape en las lecturas que poco a poco le hicieron soñador y distante del estridente
mundo. Descubrió que su sensibilidad podría germinar y brotar a borbotones
entre las letras, y se entregó a ello con una pasión desenfrenada. Una muralla
de papel y tinta, fue rodeándolo, hasta crear un verdadero universo blindado de
las vilezas y mezquindades, de la inmediatez y lo banal.
Protegido en su casa como una planta de invernadero, fue
creciendo como digo, bajo el manto protector de toda lectura que podía caer en
sus manos. Cada libro que llegaba a su alcance era una bendita lluvia de
verano. Así es como dejó de ser niño para convertirse en poeta, porque no podía
ser de otra manera. Fue una metamorfosis que pude observar maravillado. La
crisálida infantil no devino en hombre, porque no tuvo deseos de hombre. Nunca
llegó a ser un adulto, porque la adultez le apabullaba. El niño que se
convirtió en poeta, se enamoraba y enamoraba. Pensaba en un mundo mejor, quizás
un mundo levitante, sin necesidades viscerales, ni raíces desde donde
envilecerse con las pasiones y urgencias de los hombres. El poeta imaginó una
Tierra fraterna y libre, sin matones o déspotas. Se convirtió en un visionario,
anticipando una peregrinación de la humanidad hacia el precipicio o a un
renacimiento.
Sus palabras cautivaban, como dardos lanzados por un héroe irresistible.
Su mensaje ha calado y ha encontrado un lugar en nuestros corazones; ese espacio donde los bosques tienen las hojas perennes, y siempre es primavera. Allí donde
vive el niño, nuestro niño, el que repudia madurar, rebelde y cautivo de la libertad,
siervo de los valores. El huérfano que salvará a un mundo sin dioses.
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