El bebé J tenía unos dieciocho meses, pero ya era una
criatura inteligente. Sus penetrantes ojos lo curioseaban todo. No podía más
que balbucear alguna palabra, pero entendía muchas de las cosas que sus padres
le decían. Últimamente, había empezado a sostenerse sobre sus piernas y
agarrándose a cualquier mueble, podía ir avanzando por doquier, mientras
hubiese otro mueble próximo al que aferrarse.
Un día, estaba haciendo de las suyas en la cocina. Se dio
cuenta de que los muebles a los que se agarraba eran en realidad puertas que
abrían pequeños mundos llenos de cosas; latas, botes y miles de utensilios
desconocidos. En una de dichas aventuras su padre le reprendió. Tras llorar un
poco, el bebé J pensó que, debido a su mal comportamiento, nunca podría crecer.
Al rato se calmó y se olvidó del asunto.
Al día siguiente, los padres decidieron ir a la playa. Había
muchos niños y adultos por doquier jugando y dando gritos. Todos parecían muy
fuertes y hábiles a ojos de J. Sus padres observaban acongojados la desesperación
de J. Quería correr y jugar. Quería ir allí y allá, y coger la pelota de
aquellos niños, pero no podía. En silencio y mirada cómplice, los padres se
sintieron tiernamente apenados por la frustración del bebé. En su fuero interno
sabían que tarde o temprano crecería, hasta ser un hombre fuerte. Pero J no lo
sabía.
Por la noche, J tuvo un sueño. A mamá le creció la barriga y
tras ello, tuvo un bebé. Era una niña que crecía muy rápido. Tan rápido que
logró en poco tiempo adelantarlo a él. De hecho, la hermana seguía creciendo y
creciendo mientras J permanecía exactamente igual. Al final del sueño, la
hermana ya era una mujer, como su madre, mientras J continuaba siendo un bebé.
Su hermana decidió cogerlo en brazos y es entonces cuando se despertó del
sueño. Estaba agarrado a su mamá.
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