Las últimas notas del maestro Don Evaristo Romero, fueron
llevadas al cuartelillo. Casi nadie hubiera podido entenderlas, porque allí, ya nadie sabía percibir la agudeza de las metáforas o valorar la delicadeza de los símbolos. Ni siquiera podían permitirse valorar un sentimiento. Ya no había más emociones que el horror, la dureza, la privación. Quizás esas notas
acabaron en la hoguera. Como siempre, en este país todo lo bueno acaba en la
hoguera.
Don Evaristo tuvo unos últimos momentos de epifanía en el
bosque encantado. Rodeado de enormes quejigos y alcornoques, que como espíritus
atávicos le susurraban las verdades gota a gota, el maestro se dio cuenta de
sus errores. Las notas destilaban esa pena y dolor, llevado al extremo. Harto
de comer bellotas y de estar enfermo. Cansado de esperar que algún valiente del
pueblo arriesgara su vida para acercarle algo de pan duro. Hizo acopio de sus
últimas fuerzas para pelear contra un ejército de guardias civiles, también
hastiados y rotos, por el sinsentido del conflicto. Pero aún, el estoicismo y la obstinación todavía eran patrimonio de todos.
Sus últimas líneas fueron: -Y aquí acabo mis días, ahora, confuso de saber que hice bien y mal. Hice lo que tenía que hacer, o quizás no. Cerca de aquí, hay tumbas de gentes ancestrales. De los antiguos dueños de este lugar. Siento su presencia, su gravedad. Inscripciones y dibujos mágicos decoran las rocas de estos montes, guardando los secretos de generaciones de humanos. Ahora entiendo todo. Yo también tengo que dormir aquí el sueño eterno, pero tendré que hacerlo luchando, a pesar de estar hambriento como un perro, y tan enfermo que ni el bálsamo de Fierabrás me podría devolver las fuerzas. El dolor me ciega y me espanta a la vez. Quisiera que nada de esto hubiera ocurrido. Llevo a mis espaldas la muerte de gente inocente, que ha tratado de ayudarme. Quizás debería de haberme marchado, quizás todo hubiese sido más fácil. Ojalá que los que sobrevivan a esta locura, puedan empezar de nuevo, sin rencor y sin odio, porque yo estoy hecho pedazos. Ya no podría continuar, ni aunque pudiera; la ponzoña de la guerra me ha convertido en un animal. Nuestra tierra necesita hombres, no bestias. Siento que me voy para siempre. Tengo miedo. Quiero que mi sangre sirva al menos para enjugar la savia de estos árboles y mi carne, alegre el color de los brezos. Aquí yazco, herido de bala, esperando la muerte. Un sol de ocho rayos viene a recogerme al fin…
3 comentarios:
Interesante relato sobre el miedo, las dudas y la muerte. Sobre no querer morir y perpetuarse en la tierra y en los árboles.
Gracias broder por leerlo! un abrazo
Bonito,metáfora dolorosa del abrazo del fin y su redención
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