Laboratorio de Psicobiología, Departamento de Psicología
Experimental, Universidad de Sevilla. Verano del año 1992. Los jóvenes estaban
descansando tras realizar los ensayos experimentales. El alto de los pelos
largos, estaba con mapas cognitivos, entrenando a las carpas para encontrar
cebos en un laberinto especialmente construido para peces. El bajito y
regordete (también de pelo largo) se dedicaba a lesionar los cerebros, haciendo
estudios de localización de funciones psicológicas. Ellos se sentían en su
plenitud, dentro de la burbuja protectora de mamá ‘facultad’. Afuera, el mundo
era otra cosa. Habían librado una larga batalla para salir del barrio, de la
clase obrera, y la tiranía de lo prosaico. Ahora, inconscientemente, creían haber
promocionado a otra liga por méritos propios, aunque en realidad no estaban en ninguna
liga superior, a pesar de los pesares.
En esa parte de la ciudad, las cosas estaban tranquilas, de
hecho, era sábado por la tarde y hacía mucho calor en la desierta calle. En
esos momentos, Sevilla se encontraba celebrando su Expo al otro lado de la
ciudad, mostrando al mundo su promesa de convertir a Andalucía en la California
de Europa. Los investigadores todavía no habían terminado la carrera, pero
querían correr lo más posible; estaban hambrientos de ciencia y de muchas otras
cosas. En su tregua antes de acabar las tareas del día, los dos hablaban en ese
momento sobre el efecto de las drogas en el comportamiento humano. Al fin y al
cabo, las lecciones de psicopatología de adultos, siempre eran alucinantes y
era imposible no hablar de los contenidos de vez en cuando, aunque allí en el
laboratorio, predominaban en las tertulias los temas de psicología animal, como
es de suponer.
Al poco rato, y sin que los muchachos se dieran cuenta,
apareció uno de los doctores del departamento, que también había finalizado sus
tareas. El hombre se quedó escuchando la animada discusión de los jóvenes sin
decir palabra. Cuando advirtieron su presencia, le saludaron y le incluyeron en
la charla. El profesor, que no les dirigía los trabajos porque pertenecía a
otro grupo de investigación, se interesó cortésmente por el estado de sus
finanzas y de su progreso académico. Este hombre era un psicofarmacólogo, es
decir, un experto en el estudio de las relaciones entre drogas y conducta. Ante
el interés del ínclito profesor, el bajito le contestó que no habían recibido
noticia de las becas solicitadas y que continuaban como colaboradores
honorarios otro año más sin cobrar un duro, a pesar de todo. El hombre, alguien
mucho más maduro y curtido, se guardó una opinión pesimista sobre el asunto. Se
quitó las gafas e hizo como que necesitaban una breve limpieza. Por dentro se
apiadó de los futuros psicólogos, a los cuales les aguardaba un futuro algo
dudoso.
En su ingenuidad y frescura, los chavales prosiguieron con
las elucubraciones, lo cual hizo al profesor sentir algo de alivio, ayudándole a procrastinar el comentar los
asuntos espinosos del paro crónico y la falta de salidas profesionales para estos fuera de serie. Tras el receso se despidieron y volvieron a
laborar de nuevo con entusiasmo, como siempre.
Curiosamente, al día siguiente los dos amigos de pelo largo,
decidieron ir a dar un paseo por la Expo. Tuvieron suerte y ligaron con dos
chicas de Madrid, o al menos eso creyeron. Las jóvenes se burlaron bastante de
los dos jipiosos, haciendo uso de los ya clásicos estereotipos con que nos
visten los castellanos; lo vagos que somos los andaluces y lo mal que hablamos.
Como quiera que los investigadores andaluces no estaban acostumbrados a recibir tales lisonjas norteñas, y
que tampoco podían entender a qué venían dichos comentarios vejatorios, especialmente dado su alto nivel intelectual, hicieron como si todo tuviera que formar parte de un molesto juego, necesario en el cortejo de mujeres forasteras. Justo en ese momento,
apareció por allí el profesor de las gafas, con su pareja. Le saludaron con
gran simpatía y como la reacción fue muy positiva, surgió una divertida
conversación que enlazó lo que con tanta fruición habían tocado el día anterior
en el descanso. El bajito, para hacerse el gracioso y ganarse un punto con las
chicas, en su estado de nerviosismo se atrevió a preguntar algo al
psicofarmacólogo que fuera algo provocativo y a la vez potencial generador de
una broma; -¡profesor, díganos si existe una droga que nos pudiera recomendar,
una que no haga daño alguno y sirva para pasarlo bien!-. El profesor se quedó
mirando al bajito, que expectante, puso una mueca algo rígida. –Emilio- dijo el
doctor muy tranquilo; -¿tú crees que si existiera una droga perfecta, iba yo a
estar partiéndome la espalda investigando y dando clases?- Los dos peludos se
partieron de risa al escuchar la sabia reflexión del maestro en psicología y le
imploraron que hiciera algún otro comentario del mismo nivel. Tras disfrutar de
alguna que otra aguda reflexión más de su profesor preferido, lo dejaron ir.
Para entonces las chicas se habían marchado y habían dejado tirados a los dos
andaluces catetos, que no sabían hablar. Cuando se percataron, los muchachos
prosiguieron algo más tristes el paseo por la Expo, aunque rápidamente buscaron
dónde estimular sus curiosos cerebros. La Isla de La Cartuja estaba llena de oportunidades
para enriquecer sus mentes...
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