domingo, abril 18, 2021

La California de Europa

 

Laboratorio de Psicobiología, Departamento de Psicología Experimental, Universidad de Sevilla. Verano del año 1992. Los jóvenes estaban descansando tras realizar los ensayos experimentales. El alto de los pelos largos, estaba con mapas cognitivos, entrenando a las carpas para encontrar cebos en un laberinto especialmente construido para peces. El bajito y regordete (también de pelo largo) se dedicaba a lesionar los cerebros, haciendo estudios de localización de funciones psicológicas. Ellos se sentían en su plenitud, dentro de la burbuja protectora de mamá ‘facultad’. Afuera, el mundo era otra cosa. Habían librado una larga batalla para salir del barrio, de la clase obrera, y la tiranía de lo prosaico. Ahora, inconscientemente, creían haber promocionado a otra liga por méritos propios, aunque en realidad no estaban en ninguna liga superior, a pesar de los pesares.

En esa parte de la ciudad, las cosas estaban tranquilas, de hecho, era sábado por la tarde y hacía mucho calor en la desierta calle. En esos momentos, Sevilla se encontraba celebrando su Expo al otro lado de la ciudad, mostrando al mundo su promesa de convertir a Andalucía en la California de Europa. Los investigadores todavía no habían terminado la carrera, pero querían correr lo más posible; estaban hambrientos de ciencia y de muchas otras cosas. En su tregua antes de acabar las tareas del día, los dos hablaban en ese momento sobre el efecto de las drogas en el comportamiento humano. Al fin y al cabo, las lecciones de psicopatología de adultos, siempre eran alucinantes y era imposible no hablar de los contenidos de vez en cuando, aunque allí en el laboratorio, predominaban en las tertulias los temas de psicología animal, como es de suponer.

Al poco rato, y sin que los muchachos se dieran cuenta, apareció uno de los doctores del departamento, que también había finalizado sus tareas. El hombre se quedó escuchando la animada discusión de los jóvenes sin decir palabra. Cuando advirtieron su presencia, le saludaron y le incluyeron en la charla. El profesor, que no les dirigía los trabajos porque pertenecía a otro grupo de investigación, se interesó cortésmente por el estado de sus finanzas y de su progreso académico. Este hombre era un psicofarmacólogo, es decir, un experto en el estudio de las relaciones entre drogas y conducta. Ante el interés del ínclito profesor, el bajito le contestó que no habían recibido noticia de las becas solicitadas y que continuaban como colaboradores honorarios otro año más sin cobrar un duro, a pesar de todo. El hombre, alguien mucho más maduro y curtido, se guardó una opinión pesimista sobre el asunto. Se quitó las gafas e hizo como que necesitaban una breve limpieza. Por dentro se apiadó de los futuros psicólogos, a los cuales les aguardaba un futuro algo dudoso.  

En su ingenuidad y frescura, los chavales prosiguieron con las elucubraciones, lo cual hizo al profesor sentir algo de alivio, ayudándole a procrastinar el comentar los asuntos espinosos del paro crónico y la falta de salidas profesionales para estos fuera de serie. Tras el receso se despidieron y volvieron a laborar de nuevo con entusiasmo, como siempre.

Curiosamente, al día siguiente los dos amigos de pelo largo, decidieron ir a dar un paseo por la Expo. Tuvieron suerte y ligaron con dos chicas de Madrid, o al menos eso creyeron. Las jóvenes se burlaron bastante de los dos jipiosos, haciendo uso de los ya clásicos estereotipos con que nos visten los castellanos; lo vagos que somos los andaluces y lo mal que hablamos. Como quiera que los investigadores andaluces no estaban acostumbrados a recibir tales lisonjas norteñas, y que tampoco podían entender a qué venían dichos comentarios vejatorios, especialmente dado su alto nivel intelectual, hicieron como si todo tuviera que formar parte de un molesto juego, necesario en el cortejo de mujeres forasteras. Justo en ese momento, apareció por allí el profesor de las gafas, con su pareja. Le saludaron con gran simpatía y como la reacción fue muy positiva, surgió una divertida conversación que enlazó lo que con tanta fruición habían tocado el día anterior en el descanso. El bajito, para hacerse el gracioso y ganarse un punto con las chicas, en su estado de nerviosismo se atrevió a preguntar algo al psicofarmacólogo que fuera algo provocativo y a la vez potencial generador de una broma; -¡profesor, díganos si existe una droga que nos pudiera recomendar, una que no haga daño alguno y sirva para pasarlo bien!-. El profesor se quedó mirando al bajito, que expectante, puso una mueca algo rígida. –Emilio- dijo el doctor muy tranquilo; -¿tú crees que si existiera una droga perfecta, iba yo a estar partiéndome la espalda investigando y dando clases?- Los dos peludos se partieron de risa al escuchar la sabia reflexión del maestro en psicología y le imploraron que hiciera algún otro comentario del mismo nivel. Tras disfrutar de alguna que otra aguda reflexión más de su profesor preferido, lo dejaron ir. Para entonces las chicas se habían marchado y habían dejado tirados a los dos andaluces catetos, que no sabían hablar. Cuando se percataron, los muchachos prosiguieron algo más tristes el paseo por la Expo, aunque rápidamente buscaron dónde estimular sus curiosos cerebros. La Isla de La Cartuja estaba llena de oportunidades para enriquecer sus mentes...

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