Una vez que su consciencia retornó a la realidad
circundante, se volvió a encontrar con el mismo chocante espectáculo. Desde la
seguridad y altura de su carlinga, el piloto tuvo tiempo de reflexionar sobre
si debía de escapar o no, de aquella isla. De hecho, el motor de cuatro tiempos
siguió rugiendo durante un rato, y la hélice continuó su frenético voltear
hasta que, en un momento dado, el piloto decidió apagar el aparato y salir de
la cabina. Los pequeños seres no se habían movido de la línea de palmeras, que,
como una muralla de troncos, parecía la entrada a una ciudadela misteriosa, de
la que los hombrecillos debían ser sus legítimos habitantes.
El piloto, conocido como Darío Cortón, decidió salir al exterior por el ala de babor, sintiendo un inquietante temblor por el cuerpo, y sin dejar de mirar al extraordinario ejército de seres. Desde allí,
tuvo que parecer aún más grande y amenazador de lo que era. Se pudo escuchar un
suspiro general de miedo, cuando Darío acabó de erguirse sobre sus piernas, y
dejó ver su rostro descomunal que hacía de colofón al colosal cuerpo que contemplaron los aterrados habitantes de la isla. Sus gafas y casco de piloto lo hicieron parecer
a ojos de los seres, como una criatura mágica, venida del cielo en
una especie de dragón de acero que despedía un fétido hedor a aceite quemado. Darío,
también estaba asustado desde luego, pero no tenía comida, ni gasolina, para proseguir su
viaje por los confines de aquél océano. De modo que, de un salto, se colocó a
ras de suelo, y se quedó allí, medio de rodillas, como intentando ajustarse a
las dimensiones de los hombrecillos que lo observaban cada vez con más asombro.
Quizás esperaban que el gigante hiciera algún truco de magia o les atacara con
un trueno mortal. Darío pudo comprobar que los hombrecillos no eran más altos
que la hierba que poblaba la pequeña pradera de la planicie, y que su tamaño era
a todas luces para él, un potente escudo de defensa, pero a lo mejor también,
un obstáculo insalvable para poder entablar algún tipo de relación pacífica con
los habitantes de la isla.
Parece que todos los allí congregados, entendieron lo que implicaba su presencia, y al poco rato, los hombrecillos, como despertando de un terrible sueño, decidieron movilizarse al unísono y desaparecer lentamente, entre los enormes troncos de la selva de palmeras. Darío se quedó solo, y poco a poco pudo recuperar el aliento, e intentar entender qué es lo que estaba pasando. Tras contemplar el lugar una vez más, y todavía perplejo, dirigió su mirada al avión, como buscando consuelo en su máquina alada. Se acercó para coger todo el material útil que había en su interior y tras esto, se alejó del mismo trabajosamente, hacia el lado opuesto desde donde vio a los hombrecillos salir del bosque. Buscó un promontorio, libre de vegetación y con su brújula y mapa trató de establecer de nuevo su posición en el océano. –Esto no tiene sentido- dijo. Tras ello sacó de su petate una cantimplora y unos prismáticos. Su mirada minuciosa hizo un escrutinio del horizonte, los vientos, las nubes y la posición del sol. Pero siguió confuso y sin poder establecer dónde se encontraba. Hacia el Oeste parecía vislumbrarse una serie de islotes de perfil y tamaño parecido al que había decidido hacer un aterrizaje de emergencia. Con ayuda de los prismáticos logró identificar en el más próximo, algunas planicies.
Tras el estudio de la geografía circundante, volvió a repasar su viaje. Supuestamente, Darío había establecido una ruta Norte-Sur, casi sin desvíos. La pléyade de islotes que asomaban por el Oeste no tenían correspondencia con las cartas de navegación, y por supuesto, a estas alturas tampoco estaba su destino a la vista, y al que sin duda hubiera llegado sin gastar más de medio depósito. Darío había invertido todos sus ahorros en su magnífico avión, para poder establecerse como piloto comercial en la ciudad, y retornaba hoy con su nuevo aparato para poder comenzar su ansiada empresa. Ahora, en medio de una mezcla de estupor y confusión, se daba cuenta que su mente se estaba haciendo pedazos, incapaz de recomponer cómo diablos había acabado en un lugar tan extraño como remoto.
Darío sintióse abandonado a su suerte, y en su desesperación, se preguntó si podría intentar realizar otro vuelo hasta la siguiente isla. Al menos si lo intentara, cabría la posibilidad de que las otras islas no albergasen gente alguna, de modo que así no tendría que temer un inesperado ataque de un ejército de diminutos salvajes. Dadas sus conclusiones, Darío decidió pasar la noche en la carlinga, al abrigo de su reluciente avión de color caqui y probar suerte al día siguiente.
Muy temprano, justo antes del amanecer y con renovadas esperanzas, Darío situó el avión de modo que su despegue estaría favorecido por una leve
pendiente. Esperó a tener viento de cara, para favorecer la sustentación del avión, y cuando llegó el momento, se
precipitó raudo hacia el final de la pista improvisada, saliendo airosamente entre el
denso bosque de palmeras que se estremeció a su paso. El avión, en su belleza aerodinámica y su color
verdoso, pareciera un enorme pájaro exótico de extensas alas, que surgiera triunfante
de aquél vergel remoto, besando con su pico el dosel arbóreo. Los tanques de la aeronave estaban casi vacíos y por tanto, el éxito de su
próximo y decisivo aterrizaje dependía de la pericia de Darío, que decidió
abandonar la ignota isla, en ciega búsqueda de otra quizás también inédita, pero
menos intrigante. Tras la partida ensordecedora del gigante alado, los
homúnculos volvieron a salir de sus recónditos escondrijos, tratando de atisbar
la trayectoria de la nave que se hizo parabólica, y que suponía el último intento
para ofrecer una base segura a su dueño. Hipnotizados por la derrota del avión surcando los cielos, permanecieron todos mirando al horizonte incluso mucho después de que la misteriosa máquina no fuese ya más que un punto en el infinito. Observados desde la distancia, los seres podrían haber parecido un hormiguero, paralizado por algún maligno poder. Sus
ínfimos cuerpos, tan próximos a la tierra, quedaron igual que sus mentes, absortas, mientras en vano escudriñaban sus recuerdos buscando respuestas. A pesar de sus
esfuerzos y agónicos gestos espoleados por la angustia, jamás encontrarían una explicación de tan extraordinaria visita.
4 comentarios:
No hay barrotes para encarcele el sueño de justicia, como no hay Donato para pagar a tanto canalla. Cuando vaya a verlo al trullo le llevaré tabaco y pulpo
No hay barrotes para encarcele el sueño de justicia, como no hay Donato para pagar a tanto canalla. Cuando vaya a verlo al trullo le llevaré tabaco y pulpo
No hay barrotes para encarcele el sueño de justicia, como no hay Donato para pagar a tanto canalla. Cuando vaya a verlo al trullo le llevaré tabaco y pulpo
Gracias por tu empatía compañero, Donato merece tu comprensión...un abrazo
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