A pesar de la profusa alocución del barbero que se prolongó
durante todo el corte de pelo, le había dejado un perfil inefable, que él mismo
no pudo apreciar, tan absorbido estaba en sus cavilaciones. Se despidió
cordialmente, y de todos recibió un saludo, tras lo cual se abrió paso con
elegancia entre la muchedumbre de la calle sevillana. Exteriormente conservaba
ese encanto irresistible que venía de su sonrisa de niño, lo cual le servía de
sello infranqueable, que impedía leer sus interiores. De este modo parecía un
hombre feliz y profundamente encantador. Por dentro vivía aturdido y bajo una borrasca
permanente. De hecho, en su fuero interno se veía como un ser odioso. Pretendía
pasar desapercibido, pero era imposible ser invisible siendo un Adonis incluso
en la tierra de la Virgen Santísima.
El bello joven atravesó todo el centro de la ciudad, y al
rozarse con la realidad circundante se permitió disfrutar del costumbrismo y la
sensualidad de las gentes con las que se cruzaba. Todo el mundo estaba
preparándose para acudir a alguna procesión, de modo que el nerviosismo estaba
en el ambiente. Había nazarenos por doquier. La ciudad vivía en un presente
permanente, aceptando su aislamiento y represión, igual que el joven; siempre poniendo
su mejor cara. Ni la ciudad ni el joven se atrevían a pensar en su futuro. Sus dudas
e inseguridades se mezclaron con la confusión de la ansiosa ciudad, ahora en
penitencia.
A su paso por la calle Laraña, también se dejó acariciar por
el suave perfume de los naranjos en flor que encontró por el camino. Entró después en
la plaza de la Encarnación para dirigirse hacia la Alameda, el parque más
antiguo de España, y otrora cauce del Río Grande. Aquél luengo jardín de frondosos
árboles, es hogar de atávicos y olvidados dioses, aunque ahora estaban
acompañados por ruidosas hetairas y pícaros proxenetas que se habían adueñado
del lugar no hacía mucho. En el otro extremo de dicho parque estaba el cuartel de caballería
de la Policía Armada. Por doquier, los patios de vecinos estaban atestados de
macetas, que parecían como brochazos de selva fresca en una ya calurosa Sevilla
primaveral. Los niños jugaban por la calle, entre hetairas, como bandadas de
pájaros; sobrevolando el mismo espacio, pero sin chocar. Algunas lozanas
lo llamaban y le decían alguna lisonja, y él, les presentaba su equívoca
sonrisa, su escudo protector, mientras que por dentro sentía un miedo aterrador
a aquellas mujeres, que se le acercaban con los brazos anclados en las caderas,
para parecer aún más poderosas. Los dioses lo vieron caminar, y se fijaron
calladamente en su negro corazón; su gallardía era un mero accidente.
Ya en el pórtico del cuartel de caballería le saludó el
guardia que estaba en la puerta; -Hola Angel, ¡buenos días! -. Ángel saludó con
familiaridad al policía de la puerta. Entró y continuó saludando a todos por
igual, hasta acceder al fondo del mismo donde se encontraba su maravilloso
caballo tordo. Los otros hombres le causaban rabia y una enorme tensión, que
disimulaba a la perfección. El animal saludó al hombre, y el hombre al animal, tras lo cual le cambió la cama y le puso agua fresca. Las
borrascas se alejaron de su mente, y se relajó mientras se dedicó a lavar y
peinar a su caballo. Otros policías estaban haciendo lo mismo. Se preparaban
para salir todos juntos en una procesión.
Una vez que todo estuvo preparado, se vistieron con uniforme
de gala. Los policías calzados en sus trajes parecían haber nacido vestidos,
de lo bien que les sentaban. El capitán organizó la salida y dejaron el cuartel veinte lanceros que irrumpieron por las calles de la Alameda con las
herraduras de los caballos sonando como cientos de castañuelas. Las gentes se
quedaban embobadas y paso a paso, los jinetes se iban adueñando de la ciudad
que estaba engalanada para los acontecimientos religiosos. Ángel se dejó
envolver en su papel de héroe rindiendo homenaje al espíritu de la ciudad,
que ahora se unía en estación de penitencia. Al dejar atrás la Alameda, todos sus
pobladores; niños, antiguos dioses y voluptuosas tusonas, se habían quedado como mudos testigos contemplando
el espectáculo. Los centauros estaban tan enfrascados en gobernar a
sus animales y en mantenerse en línea, que no se percataban de nada de lo que
pasaba alrededor, y menos de la sensación que causaban.
Se dirigían a la calle Rioja, para acompañar a la procesión del Santo Angel. Al rato alcanzaron la iglesia donde les aguardaba la virgen y
el cristo. El niño y la madre estaban esperando a Ángel. Estaban apiñados entre la expectante masa, impacientes ante la inminente llegada de la caballería que
al alcanzar su meta provocó un torrente de emociones en el niño. En su
excitación, empezó a llamar a su padre, aunque no podía ver la fila de lanceros
todavía; su madre, con más horizonte, le contaba lo que veía. El crío era muy pequeño y apenas podía ver más allá de la miríada de cofrades y gentío que se habían congregado. De pronto, se hizo un
enorme silencio y una banda empezó a tocar con gran dramatismo, tras lo cual
los caballeros saludaron a la virgen y al cristo y se situaron a la cabeza de
la procesión. El pequeño sintió el repentino retumbar de la música en su pecho
y su sensación fue de un profundo golpe inesperado que lo hizo entrar en un
estado de trance, entre el miedo y el arrobamiento. Ángel estaba enfrascado en
su marcha triunfal, libre de torturas mentales. Ahora era el niño, el
atormentado, que en vano llamaba a su padre, ahogado por la música. Consiguió al
fin, ver a aquel gigante a caballo, impoluto y perfecto como una figura de
cera. Pero pasó por su lado sin poder siquiera atraer su atención por un
momento. Las lágrimas rodaron por la pequeña cara del niño, igual que las de la
virgen…incesantes. El sufrimiento del chiquillo se confundió con el dolor y la
pasión que vivía la ciudad en un extraño éxtasis infantil. Vio pasar a su
triunfante padre que alzaba una pica hacia el cielo…¡sólo le faltaban alas!. Él
en cambio quedó involuntariamente camuflado entre los incontables pies de los
fieles y oculto entre las filas de los misteriosos nazarenos que cerraban el
cortejo. La madre lo agarró al fin, y lo pudo abrazar con dificultad, para
después poder alzarlo entre las cabezas de los allí presentes. Pero su pena era
ya inconsolable. Papá no le había visto. Su garganta se cerró en un nudo
gordiano.
Y así quedó retratada la ciudad en la mente del pequeño.
Aquella escena hizo fraguar su arquitectura mental, con el ángel acongojado a
caballo pasando de largo, su anhelado padre, inalcanzable en su complejo mundo
de adultos. El niño en su agonía y sensibilidad percibió a la ciudad como un
microcosmos de temerosas almas que esperaban como en un eterno bucle, el juicio
final. Una multitud de pobres diablos arremolinándose ante las iglesias, para
suplicar perdón por sus almas pecadoras, sin poder reparar o concebir siquiera
el futuro, que bajo sus pies pretendía abrazarlos en vano.
El niño, que ya se ha hecho adulto, soltó la foto en blanco
y negro de un policía armada a caballo blandiendo una pica. Al contemplar la
antigua imagen, había tenido una momentánea experiencia disociativa, que lo
había transportado como por arte de magia a un momento de su temprana infancia.
Tras un lapso volvió en sí, para darse cuenta de lo que había pasado. Retornó la
foto a la caja de donde la había sacado y se quedó meditativo, como tratando de
recuperar una vez más, parte de lo que había conseguido recordar.
Él, que se siente velado por los ancestrales dioses, ha
perdonado a su padre, a la ciudad y a todos los que viven condenados por sus
demonios. Ahora ya no vive en su anhelada Sevilla, pero al menos existe con un
pasado, un presente y un futuro. Algún día volverá a pasear por la ciudad, y a lo mejor, cuando pase por la Alameda esperará anhelante dejarse atravesar por los espíritus que allí moran, quizás también el de su padre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario