miércoles, abril 07, 2021

Hablando con los Difuntos

 


Gor estaba rezando y también suplicando a su difunto padre, exjefe de la tribu local. Pedía al gran Agamora, que le diera suerte en la caza y fecundidad. Ahora Gor debía de hacerse cargo de todo. Gor era un hombre robusto, pero a pesar de todo se movía con agilidad. De hecho, cuando al fin hubo de salir de la tumba sagrada, pudo hacerlo sin necesidad de antorcha y no sé tropezó con nada. Conocía el recorrido como la palma de su mano. El dólmen había sido construido poco a poco, ensanchado y mejorado, generación tras generación. Ahora suponía todo un orgullo para su pueblo. Aquella flamante estructura construida con bloques colosales, era un verdadera gloria. Gor venía a rezar de vez en cuando, especialmente durante los cambios estacionales, que señalaban las transiciones del sol y sus importantes consecuencias para la vida de humanos y animales. 

Gor avanzaba lentamente por el túnel del gran dólmen, disfrutando de su magnificencia y paz, tanto como de su frescura y de su solidez. Su padre y muchos otros parientes yacían allí. Aquello era realmente un lugar especial. Tras llegar a la entrada donde le esperaban varios guerreros, se hicieron una señal como acordando que era el momento para salir al Torcal. Subirían al monte a cazar. Estaba todo preparado. Era temprano y los otros hombres le esperaban a la salida del fuerte. Justo bajo el dosel de la entrada miró hacia su izquierda, cerca de donde sale el sol y comprobó que allí yacía un promontorio con el perfil de un gigante narigudo. Todo estaba en su lugar, y Gor se sintió vigorizado. 

Todos los hombres iban equipados perfectamente, para pasar el día, arriba en el Torcal, donde encontrarían manadas de herbívoros. Accedieron al monte aledaño a través de un camino señalizado con una estrella de ocho puntas. Como el sol ya había avanzado bastante para cuando llegaron arriba, los grandes mamíferos estaban movilizados, pero Gor dividió a los hombres en varios grupos y los distribuyó de forma que crearan un enorme semicírculo que poco a poco dejara en su centro algunas piezas importantes. Llevaban perros, y éstos ayudaron a que la caza fuera más excitante y dinámica. No tardaron demasiado en matar varios machos jóvenes de cabra montesa. En silencio y con gran cuidado y respeto, los hombres procedieron a descuartizar las piezas y organizar los macutos. Había que llevárselo todo. Los perros mordisqueaban los cuellos de las presas, mientras los humanos concentrados en despedazarlas, les daban pequeños trozos y sobras para calmar sus ánimos. Cuando terminaron ya estaba demasiado oscuro y se quedaron arriba al raso, resguardados entre las altas paredes del Torcal, que parecía una extraña ciudad abandonada. No dejaron huella de los cadáveres. Todo material biológico era importante y necesario para la vida. 

Gor no quería problemas con otras tribus, de modo que se aseguró que hombres y perros estuvieran en relativa calma. Las vasijas que trajeron con cerveza hecha de trigo fermentado, se repartieron entre todos y su amargo líquido sirvió para relajar al grupo y dejarles entrar en el reino de los sueños, allí donde podrían hablar con sus muertos y antepasados. Los más jóvenes dibujaron cabras y ciervos a la luz de las antorchas hasta el agotamiento. De ese modo cubrieron de tonos ocres, las grises paredes del Torcal, reflejando sus deseos de avistar muchos animales y compitiendo en la destreza de sus habilidades figurativas.

Gor se despertó muy contento. Agamora le había dicho en sueños que su mujer estaba preñada. Gor comprendió que era el tiempo adecuado, porque las hembras de los animales también estaban empezando a preñarse. Con una mueca risueña fue pateando a todos los hombres para que se levantaran, mientras imaginaba la barriga de su esposa creciendo y creciendo. Ahora, la vuelta a casa no sería muy pesada, aunque todos iban cargados con la carne. Al fin y al cabo, volvían cuesta abajo, así que descender hacia el pueblo compensaría las dificultades de la caminata. Al salir por el sendero señalizado ya abajo en el valle, Gor y los hombres dejaron marcas de sangre en la estrella de ocho puntas. 

Cuando llegaron a la pequeña ciudad, todo el mundo los recibió con alegría, y se dispusieron a preparar las carnes, huesos y pieles sin dilación. Arinna esperaba a Gor en su cobacha porque tenía algo muy importante que darle y quería hacerlo en secreto. Al entrar, Gor reconoció el agradable olor del hogar familiar, lleno de pieles y de enseres. Arinna había estado muy afanosa últimamente. Había descubierto que al calentar unas pepitas de color dorado, se fundían y se podían hacer puntas de flecha más fuertes que las de hueso. Ambos se dieron los regalos que tenían preparados y la sorpresa mutua los llenó de regocijo. Gor lloró de alegría al ver la maravillosa forma que Arinna había creado con el nuevo material. Se sintió bendecido, y mirando al cielo hizo un saludo al glorioso padre que refulgía de calor. Gor y Arinna durmieron esa noche abrazados, esperando con ansia hablar con sus difuntos y contarles cuántas cosas buenas habían pasado ese día.  

No hay comentarios: